HADES | Dioses latentes #1 (P...

By _BELAND_

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Obligado a vivir entre los mortales, el gruñón dios de la muerte, Hades, cruza caminos con una joven muy torp... More

Prefacio
1. Ojos vacíos
2. Cinco segundos
3. Una foto
4. Entre visitas
5. Ella
6. El arte de insistir
7. Un nuevo amigo
8. Buenas personas
9. Click
¡Especial!
10. Vínculos
11. Cortinas de soledad
12. Vuelve
13. Vulnerable
14. Del amor y otros hallazgos
15. Humanidad
16. Miedos
17. Confrontación
18. Lo que pasó bajo la lluvia
19. Nueva realidad
20. La apuesta
21. La protegida
22. Solo es él
23. El rey
24. El inicio de todo
25. La reina
27. Estoy aquí
28. Está bien

26. Dueles

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By _BELAND_

"Y la perdí..."


El regreso de Mente causó felicidad a más de uno en el Inframundo.

Una vez terminado su canto, se vio rodeada de espíritus y deidades que deseaban saber los detalles de su viaje, la abrazaron con cariño y casi no le daban espacio para moverse debido a todos los que tenía encima. Ella sonreía inmensamente, mientras le daba palmaditas a Moros y saltó sobre Tánatos que le dio una grata bienvenida.

Se veía feliz.

Y quise creer que lo estaba, porque no pude acercarme a ella. No lo hice, porque sabía que sería masoquismo insistir en algo que solo conseguía dañarme. No quería preguntarle porqué tardó tanto en volver... O solo, no quería conocer la respuesta.

Y ese agobio me obligó a alejarme.

No la saludé como ella lo esperaba, a pesar de haber cruzado miradas y descubrirla sonriéndome.

No bajé a recibirla, porque estaba enojado... y dolido. Con ella, pero más conmigo.

Y tampoco la busqué, a pesar de que mi corazón suplicaba por ello.

No, yo solo decidí alejarme.

Y me aferré a Perséfone. Porque ella me había elegido a mí, y yo le debía eso. Le debía amor, y pensaba dárselo, a pesar de no conocerlo realmente. Tomé su mano y la besé, provocándole un ligero sonrojo que luego le siguió una risa nerviosa. Era su día, era nuestro día... pero lo sentía demasiado ajeno, lejano, vacío. Ya no compartía su felicidad. ¿Cómo podría? Si lo único en lo que podía pensar era en el dolor que me carcomía y quemaba por dentro.

Tarde... ella llegó demasiado tarde.

Cuando culminó la fiesta y los dioses abandonaron el Inframundo, el reino retomó su cotidianidad sumiéndose de nuevo en un silencio sepulcral y pesado. Ya había acabado, pero eso solo sería el inicio: ahora tenía una reina a mi lado, pero un alma rota en mi interior.

Los días pasaron y así semanas, y yo hacía todo por evitar a la ninfa de ojos esmeraldas que recorría nuevamente los infiernos, cantando y encandilando con su voz a las almas que también se alegraron por su regreso. No quería encontrármela, no quería saber de ella.

Si me esforzaba, hasta podía creer que seguía en el exterior, disfrutando de los colores y siendo feliz. Más feliz de lo que era cuando se marchó.

Dejé de ir a la Cumbre, para no coincidir juntos. Abandoné las estrellas y los atardeceres, para no incomodarme con la idea de que ella los estaría viendo desde algún punto del Inframundo y yo no resistiera las ganas de hacerlo con ella.

Los primeros días Mente no parecía darse cuenta de eso, porque buscaba el modo de encontrarse en mi camino. Donde fuera que estuviera, siempre la veía por algún lado rondando y riendo por los alrededores, así que optaba por retirarme y volver después.

Pero no tardó en notarlo, haciendo que un día me confrontara. Pero la ignoré, a pesar de sus intentos por llamarme o intentar entablar una conversación, yo solo... no podía. No podía mirarla sin que doliera. No podía estar a su lado, sin que quisiera saber el porqué de su retraso. Y tampoco sabía cómo lidiar con la aflicción en mi pecho cada que escuchaba su voz, me confundía.

Ella lo intentó, muchas veces. Pero yo fui un tonto y seguí evitándola. Y lastimosamente, mis huidas no quedaron impunes ante los ojos del Inframundo, ya que los rumores iban y venían en picada, molestándome todavía más. No quería malentendidos, no quería problemas, no quería... que me relacionaran con ella. No de esa forma.

Y me pesa, me pesa más ahora, ya que fui inmaduro. Fui un niño encaprichado que no comprendía bien sus sentimientos y que por eso creyó que la vía más viable era abandonarla. Así como ella hizo conmigo.

Y para lograrlo, me enfoqué en Perséfone. Mi reina y esposa, la que todas las noches calentaba mi cama y era la causante de todos mis oscuros deseos. Me embriagaba de placer con ella, buscaba refugio y calor en su cuerpo. Y fue un buen adormecedor, porque consiguió que solo tuviera ojos para ella.

Los rumores parecieron avivar las llamas en su interior, porque supo ser buena compañera. Pero donde más brillaba, era a mi lado, en el trono. Perséfone era más que hermosura, era gracia, inteligencia y elegancia. Todo en ella gritaba prohibido y su mirada era peligrosa, aún más con las que osaban desafiar.

Era implacable, letal y dura cuando se trataba del orden. El respeto que me costó ganar, ella se lo ganó en poco tiempo pero el miedo era más. La temían, pero también admiraban. Era una diosa de pies a cabeza, de sangre dorada y usaba su encanto con astucia.

Y me gustaba. Me gustaba verla así, libre y desenvuelta. Sin cadenas, sin dolor. Ella era feliz y eso lograba aliviar el pesar de mi corazón.

Perséfone me amó y yo enloquecía cuando me lo demostraba, porque era un sentimiento nuevo: era singular y estremecedor. Ella amaba de forma intensa, pasional y embriagadora. Con el tiempo fui conociéndola más, descubriendo facetas oscuras que desconocía en ella pero que terminaban hechizándome de igual forma.

No había manera de decirle que no. No podía negarme ante ella, ya sea por su seducción o porque buscaba complacerla. Y no tenía problema al hacerlo, aunque me ganara el odio de ciertas deidades y espíritus que seguían despreciándola. Se negaban a aceptarla, pero a ella poco le importaba, siempre y cuando no se metieran en su camino, las habladurías podrían seguir. A ella le resbalaba los comentarios maliciosos que buscaban dañarla.

Todos sabían que ella era intocable, porque estaba respaldada por el mismísimo rey y dios del Inframundo. Y no solo era mi protegida, era mi esposa.

Así que mientras rehuía de mi ninfa, los brazos de mi diosa siempre estaban abiertos para recibirme y consolarme. Supuse que ella ya sabía quién era ella, los rumores se habían encargado de darle una idea. Pero ella se negaba a seguirles el juego e imponía su lugar, recordándome de las mejores y placenteras maneras, de que era mía y yo suyo.

Y pudo mantenerse así, pude seguir ignorando todo y solo seguir fingiendo que lo que sentía no dolía como en verdad lo hacía... Pude intentarlo, en verdad que podía. Pero me rendí.

Porque solo yo sabía cómo la extrañaba, cómo me dolía.

Y ese día... ese día dolió más.

La noticia se esparció veloz, recorriendo los rincones del Inframundo, sorprendiendo y provocando tristeza a su paso.

Leuce había muerto.

En el momento en que me enteré de eso, olvidé todo. Olvidé a mi esposa que se encontraba en mi regazo, olvidé mi trono, olvidé mi huida. Y solo me enfoqué en encontrarla.

Recorrí el río Cocito, quería cerciorarme de que fuera verdad, de que Leuce realmente se había extinguido. De que había partido sin despedirse... de que se había ido para no volver.

Quería creer que era una mentira, pero cuando llegué a su morada... solo me encontré con sus restos.

Las ninfas al morir se desintegraban. De la nada salieron y a la nada volvían. Su cuerpo se iba lentamente rompiendo y convirtiendo en polvo, como si de frágiles almas se trataran. Hasta que ya no quedaba más que su esencia flotando en el aire... Como si fueran estelas de polvo de estrellas.

Ahí, donde ella siempre se sentaba... solo pude encontrar pequeña flores y hojas blancas que flotaban en un vaivén lento, manteniéndose a flote aún por la esencia de la ninfa que todavía se encontraba por los alrededores.

Era mi amiga... El cariño que sentía por ella era inmensurable.

Y dolió. Pero me dolió más ver a mi ninfa, postrada en el suelo con la mirada herida y recibiendo en sus manos temblorosas los pétalos blancos que caían sobre ella.

Las ninfas estaban conectadas a su diosa regente, Hécate, y entre ellas para sentir si alguna llegaba a faltar. Así que entendí el porqué la encontré ahí, ella lo había sentido.

Dolió para mí, pero dolió más verla a ella sufriendo que dejó de importarme todo.

Me importó poco el dolor que ella me causaba, ahora estaba afligido por querer que ella no lo sintiera.

Mente al sentir mi presencia, volteó. Y pude ver en sus ojos la angustia y pesadumbre por el sufrimiento que estaba pasando. Yo sabía que de todas las ninfas, espíritus y deidades, ella era la más especial para Mente.

Era más que su amiga, eran como hermanas.

—Hades... —Su voz estaba rota y parecía que su espíritu también. Se levantó del suelo, con la mirada vacía y posó sus fríos ojos sobre los míos—. Ella... se fue...

Y no lo dudé.

Ni siquiera lo pensé.

Erradiqué la distancia que nos separaba y fui por ella. Por mi ninfa.

La rodeé en mis brazos, abrazándola, sintiendo su calor y me sentí dichoso por un breve momento. No había nadie como ella y la había extrañado tanto... tanto... tanto. Y aunque el dolor persistía, ahora había otro más, que quemaba de igual o peor modo. Y era un sufrimiento compartido. Porque ver a Mente siendo vulnerable y completamente expuesta a su dolor, me provocó otra puñalada en el pecho.

La escuché gritar, su alarido lleno de dolor retumbó por las cumbres, ahogándose en ellos.

Y yo sentía cómo las lágrimas me abandonaban, cómo me rompía por dentro verla de ese modo.

Gritó una vez más y me apartó de golpe, empujándome.

—¿Por qué? ¿Por qué... tú sí puedes? —Las palabras le salían entrecortadas, a pesar de su dolor, estaba furiosa, impotente—. ¡¿Por qué tú sí puedes llorar?! ¿Por qué tú sí puedes hacerlo?! ¡Basta...! ¡Para, ya!

—Mente...

—¡Quiero sacarlo! Lo tengo atorado en el pecho... ¡Me asfixia, Hades...! Me duele tanto... ¿Por qué? ¿Por qué no puedo sufrir como un alma libre? ¿Por qué tuve que estar maldita?

Me acerqué a ella, intentando abrazarla. Pero ella golpeó mi pecho, dolida. Y siguió haciéndolo, pegando con sus puños frágiles, pataleando, desahogándose de algún modo. Y me dolía verla así, dejé me hiciera lo que quisiese, pero poco a poco vi cómo se derrumbaba.

—¡¿Por qué, Hades?! —Su desesperación me destrozaba—. ¿Por qué tiene que ser así? No quiero más esto, ya no quiero más...

Tomé sus puños, alzándolos, deteniendo sus golpes. Su cabello caía sobre su frente, tapando su rostro. Y se dejó tumbar otra vez en mí.

—Lo siento. Lo siento, Mente... Lo siento tanto...

No sabía por qué me disculpaba, pero lo hacía. Sentía que en parte era mi culpa, que ella sufriera así. Que yo sí pudiera llorar y ella no.

—¿Por qué... te disculpas?

Ya no tenía fuerzas para seguir. Mi ninfa había tocado fondo.

—Lo siento...

—¿Por qué... me ignoras, Hades? —Era justo la pregunta que tanto quería evitar—. Duele... duele mucho... —susurró, entrelazando sus brazos para aferrarse a mí.

—No quería hacerlo... 

—Entonces... ¿por qué?

—Pero...

No quería responder, quería solo abrazarla, pero el dolor me consumía, me carcomía y quemaba. Necesitaba soltarlo, necesitaba hacerle frente. Así que lo dejé salir, todo.

Todo lo que me afligía, lo que me llevaba lastimando desde que la volví a ver.

La abracé con fuerza y aspiré su aroma. Era mi favorito, era irreemplazable, al igual que ella. Y mientras acariciaba su cabello, dejé salir las tan pesadas palabras que llevaban martilleando en mi cabeza y causando aflicción en mi corazón.

—¿Por qué tardaste tanto?

La apegué más a mi cuerpo. Quería tenerla ahí, conmigo, sentirla en mis brazos y estar seguro de que no se iría.

—¿Por qué, Mente? ¿Eras tan feliz allá arriba que te negabas a volver a mi lado? No sabes cuánto me dolió tu ausencia. Cuánto te esperé, cuánto deseé que cumplieras tu promesa... que volvieras. Te extrañé tanto... tanto... tanto...

No pude evitar soltar una lágrima, a pesar de que lo odiaba. Odiaba ser yo el que lo hiciera.

—¿Por qué tardaste tanto en volver?

—Lo siento...

Ambos estábamos dolidos, no teníamos fuerzas más que para sostenernos. Ella era mi apoyo, y yo el suyo. Como debería ser, como siempre debió serlo. Así que no quise pelear. No quería verla más triste, no quería lastimarla. Solo la quería a ella.

—Solo... solo dime que has sido feliz. Que valió la pena la espera... Que lograste cumplir tu sueño y descubriste los colores que tanto ansiabas, que miraste las estrellas y encontraste nuevas para enseñarme... Necesito saberlo. Necesito que me digas que volviste feliz...

—Sí... —Ella asintió y levantó la cabeza. Quedaba pequeña ante mi altura, pero yo no dejaba de quedar encandilado ante su mirada. Tenía demasiado poder sobre mí—. Lo he sido...

Entonces decidí tragarme el dolor de su abandono. Decidí olvidar los días en que me quedé esperándola sin que ella regresara. Decidí dejar de lado mi orgullo ante su tardanza. Porque ella lo era todo para mí, porque su felicidad era la mía...

—Entonces yo lo soy.

Era el peor momento para una reconciliación, pero ahí estaba yo. Rindiéndome ante ella, abriéndole de nuevo mi corazón herido. Pero a la vez, buscando ser yo su soporte, ya que Mente sufría de tal forma que se lastimaba a ella misma para sentir algo más que solo angustia. Era su forma de llorar.

—Pero si hubiera regresado antes, si hubiera vuelto... —Sus ojos estaban tan perdidos, que me aterraba la idea de que extinguieran su brillo.

—No, no te culpes...

—Quizás Leuce no hubiera muerto sola, estaría con ella... yo...

Busqué todos los modos para consolarla. Froté su espalda, mientras ella se desahogaba con gritos que quedaban aislados por su voz ronca.

—Yo estoy contigo...

—Hades... —Besé su cabeza, mientras le acariciaba el cabello.

—...Y yo no te dejaré sola. Jamás.

Esa fue mi promesa. Una que pensaba cumplir sin importar qué. Porque yo no pensaba en irme, ni abandonarla. Yo quería permanecer junto a ella, solo era eso lo que aspiraba. Mi único deseo, mi único anhelo.

Ella siguió sufriendo, rompiéndome en el acto. Ignoré a las ninfas que habían llegado y se lamentaban también en el lugar, añorando a Leuce. Era una ninfa de muchos años, y yo sabía que su final le llegaría pronto... ella me lo dijo una vez. Y aunque me negué a aceptarlo, Leuce insistió en que era el ciclo de la vida y debía aceptarlo. Por más que me doliera su perdida, por más que me rompiera el corazón.

Una vez escuché que un hombre que llora es débil. Pero Mente me enseñó que la idea era errónea, porque el hombre que dejara fluir sus sentimientos y no tuviera miedo de ser vulnerable a situaciones adversas, tenía fortaleza. Un dios que sufría, seguía siendo fuerte. Porque estaba decidido a luchar como ningún otro lo haría; a persistir, a existir, a gobernar, como solo su sangre dorada podía.

Y mientras me aferraba a Mente para aliviar el dolor, se empezaron a escuchar cuchicheos y murmullos a mi alrededor. Volteé para encontrarme a Perséfone mirándonos a lo lejos. Tenía una fría mirada clavada sobre mí, sus ojos verdes centelleaban de una manera que jamás había visto: Pude ver el fuego llameante del Inframundo arder en ellos.

Quizás esperaba que me acercara a ella, que la protegiera como solía hacer cada que se veía rodeada de desprecio como se encontraba en ese momento, con las ninfas odiando su presencia. Pero por más que quise hacerlo, no podía soltar a Mente.

Hacía mucho que no la tocaba, que no la sentía, no quería abandonarla. Y no quería que ella me soltara.

La reina del Inframundo dio un paso, elevando el mentón y arqueando la espalda, manteniendo el orgullo. Ella no necesitó que yo dijera algo, solo se encaminó lentamente hasta donde se encontraba aún la esencia de Leuce, la ninfa blanca.

Y cuando llegó a mi lado, se detuvo. Ignoró las malas miradas y simplemente extendió los brazos al aire, como si pudiera palpar todavía a la ninfa en el aire. Y de repente, empezó a moverlas, haciendo un vaivén con ellas: como si llamara o quisiera acumular su poder en sus manos.

Y empezó, porque los pétalos blancos que se encontraban regados en el suelo dibujando una sombra inexistente ahora levitaban, mientras sus ojos cambiaban de color: dorado, estaba usando su don divino.

Quise detenerla, ya que su comportamiento podría considerarse ofensivo para las ninfas ya que profanaba su duelo, pero lo que siguió después me detuvo.

De los pétalos empezaron a surgir raíces, que se clavaban en la tierra húmeda, para luego ir creciendo de una forma extremadamente acelerada. Se erguían, serpenteantes, moviéndose como lo hacía la diosa que empezaba a demostrar un rápido cansancio.

Pero a pesar de eso, no se detuvo. Sino que insistió más, y cuando nos dimos cuenta, terminó con las manos juntas y enroscadas, para luego lanzar todo su poder acumulado hacia los alrededores, llenando de vida y brillo todo el lugar.

Por un momento quedamos cegados ante la luz, pero cuando abrimos los ojos... árboles de álamo se mecían entre nosotros. Eran inmensos y se extendían por toda la orilla del río. El color blanco inundó y extinguió por un momento la oscuridad del Inframundo.

Brillaban, pero sobre todo, se sentía la esencia de Leuce en ellos. Perséfone la inmortalizó convirtiéndola en bellos árboles de álamo blanco. Con hojas y flores inundando sus copas.

Era hermoso. Dolía... pero también te provocaba calidez en el pecho.

Perséfone hizo eso por mí, sabiendo lo mucho que esa ninfa significaba para mí.

Y nunca la amé más que en ese momento. Cuando terminó, se desplomó en el suelo, rendida. Tuve que soltar a Mente para correr a socorrerla. Había agotado todo su poder y energía, su espíritu quedó débil. la tomé en mis brazos, alzándola y tuve que abandonar el lugar para poder llevar a mi esposa a descansar. Ella se había sacrificado por mí, y aunque me dolía abandonar a Mente en ese momento, la ninfa me dio entender con una triste sonrisa de que podía irme. De que ella estaría bien y que no me preocupara tanto. Pero eso solo consiguió hacerme sentir más culpable por dejarla sola.

Cuando llegué al palacio, las miradas y curioseos no se dejaron esperar. Todos estaban expectantes al ver a su reina vulnerable. Seguro para algunos fue un momento grato, pero me encargué de fulminar a todo el que se atreviera a mirarla.

Luego de llegar a nuestros aposentos y recostarla, me quedé a su lado. Se veía agitada, se había sobre esforzado mucho. Tomé su mano, mientras la acariciaba con los dedos. Su piel era suave, blanca y rosada. Decidí quedarme a su lado, mientras la veía descansar. Acaricié su cabello, mientras delineaba su figura.

Era hermosa, y me gustaba tenerla a mi lado. Y le estaba eternamente agradecido, por lo que había hecho por mí... Por Leuce.

—Gracias... —murmuré, mientras apoyaba mi cabeza en su cuerpo, sin dejar de soltar su mano.

De pronto, sentí sus dedos acariciar mi cabello. Había despertado. Sus ojos verdes se posaban sobre mí, haciéndome sentir escrutado.

—¿Por qué lo hiciste? —inquirí, algo intrigado y curioso.

—Esa ninfa era importante para ti, ¿no?

—Sí... 

El dolor palpitaba en mi garganta. Hablar dolía.

—No quiero que estés triste... Ahora ella seguirá a tu lado, aquí.

Besé su mano, conmovido. Un color rosáceo invadió sus mejillas, por un momento, solo fuimos nosotros dos, una pareja que se brindaba apoyo. Una pareja que se amaba... Y cómo atesoré ese tipo de momentos. Donde podía olvidarme de las presiones y ser yo mismo, y ella conmigo. Donde no temíamos mostrarnos en nuestras facetas más crudas y oscuras.

—Gracias...

Y quise agregar algo más, pero luego vi cómo su rostro tornó serio.

—Sé que la querías... —Asentí—. Pero no más que a mí... —murmuró, como si solo lo recordara.

Ahí no supe qué responder. Porque el cariño que sentía por ambas era diferente, Leuce era una amiga irreemplazable, pero Perséfone tenía un valor muy distinto para mí: ella mi hizo sentir de formas inimaginables y el cariño que sentía por ella era imposible de comparar.

—¿Me amas, Hades?

Me miraba expectante, quería una respuesta. Pero yo no conocía ese sentimiento en su totalidad, no sabía qué era o cómo explicarlo. Pero lo que sentía por Perséfone era fuerte y me removía por dentro. Por eso quise ser sincero... por eso creí que era la respuesta correcta.

—Sí...

—¿Más que a cualquier otra?

Esa vez sí sentí un nudo en el estómago, ya que lo desconocía. Pero me aventuré a seguir, no sabía de las consecuencias en ese entonces. No sabía que no conocer algo, podría causarme una cicatriz imborrable.

—Sí, Perséfone. Tú eres mi reina, mi compañera... mi dueña.

Y eso la hizo sonreír, y yo intenté hacerlo, pero la aflicción en mi pecho no me dejó hacerlo. No era un buen momento, no estaba bien, pero aun así dejé que fuera ella la que me cuidara.

Dejé que fuera feliz.

Los días después de eso, fueron agobiantes, pero más llevaderos. Volví después de mucho a visitar la Cumbre y con Mente a mi lado, no necesitaba más.

Fue como si nunca se hubiera ido. Como si su falta nunca me hubiera hecho daño. Éramos uno otra vez. Compartiendo, charlando hasta muy entradas las horas, recorriendo el Inframundo y visitando sus viejas amistades.

Quise animarla, por lo que hice todo de mí para hacerla feliz. Leuce nos había dejado una dolorosa marca, pero estaba seguro de que lo menos ella quería para nosotros era que nos pese y la amargura invadiera nuestras vidas. Para la ninfa blanca, vivir el momento era lo esencial para alcanzar el mayor de los placeres. Sufrir era inevitable, pero estancarse en el dolor, era de los que rendían; así que hicimos todo lo posible para hacer memoria a su recuerdo, tratando de hacer los mejores recuerdos... juntos.

Yo le compartía las últimas noticias de mis hermanos y sus andanzas en el Olimpo, y ella me hablaba del mundo mortal. Y era cuando más emocionada y radiante se veía, cuando me compartía sus vivencias y todo lo que había logrado recorrer.

Ella brillaba. E iluminaba mi vida con su fulgor.

Había conocido nuevas canciones que cantaba en lo más alto, mientras yo la acompañaba observándola hacer lo que amaba. Ella sonreía conmigo, había veces en las que me dedicaba una canción y mi corazón se desbocaba. Me emocionaba, me enloquecía. Pero sobre todo, mi mayor satisfacción, era encontrarla a mi lado.

Amaba tenerla junto a mí, cuando se recostaba en mis faldas para mirar las estrellas y me enseñaba sus nuevas favoritas. Amaba escucharla hablar de los atardeceres que había conocido, ella me contaba de los humanos con los que convivió y de miles de historias que ellos le compartían.

Me hablaba de reyes, de paraísos, de amaneceres y de las ferias que solían haber en los pueblos humanos. Me habló de la comida, de las danzas, de las ropas que llevaban y sus joyas preciosas; se explayaba en hablar de las culturas que había conocido y de las ciudades que visitó con la diosa Hécate y de los cultos que se le solían ofrecer a su divinidad.

Nunca la había visto sonreír como lo hacía en ese entonces: su sonrisa se extendía de oreja a oreja y hasta brincaba de la emoción cuando se dejaba llevar por un tema.

Me habló de los colores, de los árboles, montañas, ríos y praderas; de su fascinación por la lluvia y de cuando sentía las frías gotas de agua caer sobre su cuerpo bajo un cielo negro y tempestuoso. Realmente amaba ver cuando llovía y mojaba los verdes campos, porque aseguraba una buena cosecha, con frutos frescos y deliciosos.

Por un momento, me creí que el reino de los vivos era excepcionalmente bello y que carecía de oscuridad... hasta que me habló de las sequías, de las plagas y enfermedades que se cobraban centenares de personas, de la falta de alimento y las guerras que azotaban pueblos enteros y les sumía en el peor de los infiernos.

Su rostro se ensombreció cuando mencionó la llegada del invierno... un fenómeno que fue exterminando almas sin piedad, matándolos y destruyendo todo a su paso. Y sentí culpa, porque sabía que aquello había sido obra de Deméter tras descubrir a su hija desaparecida... De algún modo, tenía relación con todas esas almas inocentes que habían llegado al Inframundo de forma injusta por todo el tiempo en que Perséfone se mantuvo en el Inframundo.

Cuando le pregunté por su tardanza... cuando me atreví a hacerlo, la tristeza tiñó sus ojos verdes. Porque hice que recordara una de sus peores y más dolorosas experiencias en la tierra. Una que, indirectamente, había ocasionado yo.

—Fue... horrible. Los niños morían, los ancianos eran presas de las plagas y los hombres se robaban entre ellos, con tal de subsistir. Se armó un campo de batalla y cada quien se salvaba a sí mismo. Los más débiles quedaban a merced del frío y la falta de calor y refugio acababa con ellos. Eran inocentes... que no merecían acabar así.

Yo escuchaba apesadumbrado todo, no podía soportar la idea de que Mente tuvo que estar expuesta a tan terribles condiciones. Se supone que ella había subido para ser feliz, pero yo había arruinado su oportunidad de conocer su tan preciado mundo.

—La diosa Hécate tuvo que pausar los rituales, para atender el llamado de la diosa Deméter en la búsqueda de su hija. Había sido secuestrada, y era debido a su gran pena que había abandonado la tierra y con ello, condenó a los humanos que no pudieron contra la ira de la deidad.

«Ella eligió a sus lámpades más cercanas para acompañarla en su ida. A las demás, se nos delegó cuidar a todo al que llegara a sus templos en busca de ayuda. Así que me quedé... asistiendo a niños y mujeres, buscando el modo de salvarlos de un cruel destino.

«Conocí el dolor en su estado más puro, Hades. Los humanos sufren... pero en ese momento, deseé tanto ocupar su lugar. No era justo, no debían... si tan solo hubiera sido yo y no ellos...

Tuve que abrazarla, y apoyar su cabeza en mi hombro para que se acomodara; no quería que los recuerdos la lastimaran, no quería que se hiriera con la culpa, ese debía ser yo... no ella.

«Pero todo terminó cuando Hécate regresó. Dijo que la habían encontrado... —se volteó a mirarme, inclinando la cabeza—, realmente me sorprendí cuando escuché tu nombre ahí. Creí que no eras un revoltoso... —Sonrío, despeinando mi cabello—. Pero habías sido todo un picarón...

—No fue eso lo que pasó... resoplé, desviando la mirada.

—Lo sé, Hécate luego nos lo aclaró... La tierra volvió a florecer, los campos regresaron a la vida... todo se empezó a llenar de color otra vez y se dieron cosechas, logrando revivir a los humanos que ya se habían resignado a la muerte... los ayudamos a restablecerse, a recuperar su autonomía y así, los cultos volvieron, agradeciendo a los dioses... —Tomó mi mano, mientras jugueteaba con mis dedos, ocultándose de mí—. Un día, la diosa nos dio la noticia de que regresaríamos al Inframundo... porque el rey se casaba. Y, la verdad, eso me tomó desprevenida...

Por alguna razón extraña, mi corazón empezó a latir con fuerza. Como si ansiara algo, como si deseara escuchar algo de parte de ella.

—Me alegré por ti... Encontraste a tu compañera y yo... me lamenté de no haber estado ahí para verlo. Me hubiera gustado conocerla, saber si era la indicada para ti... si te haría feliz. Pero al verte de nuevo... mis dudas fueron aclaradas. Juntos hacen una pareja poderosa... ella sí merecía ser tu reina.

Sus últimas palabras dolieron, pero no dije nada. No podía saber que ese lugar siempre estuvo destinado para ella... Que yo me sentía un rey poderoso a su lado, que no me importaba nada más que eso.

—¿Eres feliz, Hades?

La respuesta estaba clara, que salieron de mi boca sin pensar.

—Ahora lo soy...

Ella había vuelto a mi lado, cumplió su promesa. Y ya nada me aseguraba perderla, porque conmigo ella estaría a salvo.

Mente sonrió... y yo lo hice. Ambos compartíamos una complicidad única, podíamos saber qué pensaba el otro con solo una mirada, como también, entendernos y apoyarnos en los momentos más duros. Ella siempre fue mi complemento, a pesar de todo.

Los meses pasaban, y nuestros encuentros eran parte de nuestro día. Todas las tardes nos veíamos y, a veces, solíamos encontrarnos en las noches para ver juntos las estrellas. Cada que ella me llamaba, yo acudía a su encuentro sin importar qué. Y pasaba lo mismo si era yo el que la necesitaba.

Pero no todo podía ser bueno... porque a Perséfone no le agradaba mucho la idea de que escapara de sus brazos para frecuentar a mi ninfa y recorrer nuestros lugares favoritos, como siempre lo hicimos.

Muchas veces me vi discutiendo con ella, peleando e intentando hacerla entender que mi lealtad estaba con ella, para que después termináramos en otro tipo de acercamientos... con ella sobre mí, sintiéndonos, deleitándonos, enfrascados en un frenesí de locura y tensión, para nunca olvidar el lazo que nos unía.

Quizás debí haberlo notado desde ahí, de que las cosas no iban a terminar bien... Pero estaba ciego y nunca me di cuenta del fuego que nos consumiría lentamente, con futuras heridas en el camino.

Yo era feliz, Mente estaba a mi lado y para mí no faltaba más que eso. Me deleitaba verla sonriendo y solo ella sabía cómo sacarme carcajadas en momentos inadecuados... realmente me divertía con ella. Disfrutaba todo, grabando cada segundo en mi mente para jamás olvidarlo, para que sus preciosos ojos verdes esmeraldas jamás se fueran de mi mente. Perdía el control de mis latidos cada vez que nos pillábamos jugando o cuando la acompañaba a hacer una travesura y terminábamos escondiéndonos juntos, riendo y siéndolo todo y nada.

Hasta ese día, que lo marcó todo. Caminaba con Tánatos, haciendo un recuento de las almas recolectadas, enfrascados en una profunda charla hasta que nos vimos interrumpidos tras escuchar a la reina del Inframundo siendo confrontada por mi ninfa.

—Ah, no. En estas no me meto... Ve tú, y encárgate de tu chica —bufó mi amigo, dándome una palmadita en la espalda para retirarse del lugar.

Al principio no entendía a quién se refería, pero no iba a quedarme quieto a averiguarlo. Perséfone se veía furiosa, pero mi pulso se alteró más cuando vi cómo agarró a Mente del cuello, acercándola a ella con violencia.

—¡Perséfone! —Llegué al lugar lo más rápido que tuve, para quitar su mano y alejar a la ninfa de ella, poniendo mi cuerpo para protegerla.

—Hades...

Pero más me sorprendió al descubrir a dos lámpades asustadas, que se encontraban detrás de ella, como si buscaran refugio. ¿Las protegía de Perséfone? ¿Por qué? No entendía el conflicto, pero me desesperaba que fueran las dos las involucradas.

—¿Qué pasó? —inquirí, esperando una respuesta de ambas.

—Esa ninfa asquerosa me faltó el respeto. Es una insolente.

—¿En serio? —Al contrario de la diosa, Mente se mostraba demasiado tranquila. Y no parecía inmutarle el hecho de haber hecho enfurecer a una deidad. Siempre supe que ella era de las que no se sometían por temor, sino por respeto.

—Basta. —Miré con dureza a la diosa, no quería problemas y menos por tonterías—. Mente, retírate. Todas, fuera.

La ninfa obedeció, no sin antes dedicarle una sonrisa a la diosa que la observó irse, impotente.

—¿Por qué la dejas ir, Hades? ¿No me crees cuando te digo que se atrevió a confrontarme?

—No es eso, Perséfone... —La detuve, cuando hizo el amague de querer ir tras ellas—. Solo quiero evitar conflictos. Puedes parar por hoy, por la fuerza no vas a conseguir nada.

Para mi sorpresa, me miró dolida tras escucharme.

—¿Por qué la defiendes?

"Porque ella es importante para mí", pensé, pero me lo guardé para mí.

—Yo...

—¿Tanto la quieres? —Eso me paralizó—. ¿Cuánto vale ella para ti, Hades?

"Todo. Lo vale todo".

—Eso no importa...

—Claro que sí importa. Soy tu reina...

Debí notar el tono de su voz, debí notar tantas cosas...

—Y nada cambiará eso. Eres mi diosa... mi esposa. Y mi reina, Perséfone. Yo soy tuyo, y tú eres mía.

Y no mentía, porque así lo sentía. Yo jamás dije algo en que no creyera.

—Eres mío...

Asentí, mientras ella enroscaba sus brazos en mi cuello. La ira había abandonado sus ojos y su sonrisa era gratificante. Había conseguido calmarla, y me sentí aliviado.

Me besó, y yo correspondí su beso con hambre. Lo nuestro era así, intenso, complicado y único. La mejor y peor combinación para dos dioses impulsivos. Éramos un caos, pero lo éramos juntos. Ella era fuego y me hacía arder en él. Aunque yo prefería las luces pequeñas y cálidas... me acostumbré a su calor fogoso y deseo incontenible.

Pero una mirada fugaz lo desequilibró todo en mi interior. A lo lejos alcancé a ver a Mente, que desvió la mirada apenada y salió disparada de ahí. Y lo sentí, como si una corriente eléctrica me recorriera el cuerpo de pies a cabeza, provocándome angustia.

Por alguna extraña razón, quise ir detrás de ella. Cerciorarme que se encontrara bien y... no lo sé, no puedo explicarlo; era confuso, dolorosamente confuso, porque a pesar de su regreso yo aún seguía sintiendo dolor en el pecho en ciertas ocasiones.

Cuando la veía con otros espíritus o deidades, me seguía incomodando como antes. Cuando reía o sonreía, mi felicidad incrementaba. Cuando tomábamos nuestras manos y nos recostábamos juntos, o cuando me perdía por momentos observándola, admirándola... deseando algo nuevo que desconocía. Nada había cambiado... todo seguía manteniéndose igual a pesar del tiempo transcurrido.

Y me aterraba. Me aterraba descubrir algo más. Me aterraba la idea de que aquello que creía sepultado, hubiera vuelto a surgir con más fuerza.

Porque si seguía así...porque si seguía torturándome de eso... mirándola desde la distancia y queriéndola con dolor, no sabía qué sería de mí.

Mis días con Mente eran distintos a los que compartía con Perséfone; mientras una me brindaba calor y apoyo, la otra me provocaba nuevas sensaciones que volvían loco mi corazón.

Estaba confundido.

Y no lo sabía.

Porque de haberlo sabido, lo hubiera evitado.

Porque de haber notado cómo miraba sus labios... o cómo ansiaba tocarla más, sentirla entre mis brazos... Si hubiera notado cómo se me calentaba el pecho cuando la escuchaba cantar... o cómo me ponía de contento al encontrármela por el Inframundo y alzarla en mis brazos, mientras ella se retorcía divertida pidiendo que la liberase.

Si lo hubiera notado... quizás no me hubiera dolido tanto verla irse, mientras me dejaba ahí, con el corazón hecho un torbellino.

Los días pasaban, pero a lo contrario a lo que creía, tuve más discusiones. Más conflictos, y mi único refugio era Mente para esos momentos de tormenta.

Solo ella sabía cómo ponerme de buen humor.

Solo ella me mantenía a flote.

Solo ella... me provocaba sonrisas, que adoraba apreciar.

Mente era más que amiga... ella era...

—¡Perdiste! —Mente rio emocionada, levantándose de un brinco—. ¡Já! ¡En tu cara!

Meneé la cabeza, divertido. Asumí mi derrota.

—Está bien, está bien... una más. Solo una más, Mente. Ya verás que gano esta.

—Admítelo, Hades, eres pésimo en esto —se burló, volviendo a sentarse y pasándome piedritas del rio para lanzarlas.

—No lo soy... —refunfuñé, tomando las piedras, deseoso de ganar esa ronda.

—No mientas...

—No lo hago...

—¡Mentiroso! —Y fue cuando me empujó, provocando que cayera al agua. Su risa invadió mis oídos, parecía disfrutarlo.

—¡Mente!

—Ups. —Se inclinó de hombros, pero no le permití tener esa victoria, por lo que la jalé de los pies haciéndola caer conmigo.

El agua nos empapó por completo, pero ella no paró. Empezó a tirarme agua, iniciando una batalla.

—Eres una ninfa...

—Impertinente... —me imitó, recordando como la llamé en los inicios de todo. Le seguí el juego, para tomarla y levantarla en mis brazos, mientras ella se removía inquieta.

—Te crees muy graciosa...

—¡Suéltame, Hades! —Pero sus risa eran contagiosa, porque terminé uniéndome a ella. La solté, provocando salpicaduras de agua por todo el lugar. Ella salió del agua furiosa, dispuesta a vengarse.

Yo me reí, esquivándola. Y subí de vuelta a la piedra, donde creí estar seguro.

Pero no esperaba verla... de ese modo.

A la luz de la luna, su silueta quedaba marcada bajo su torso mojado, donde su vestido quedaba pegado a su cuerpo. Sus pechos se marcaron y su piel quedó más expuesta. Su cabello mojado se lo acomodaba detrás de su ojera, y sonreía, mientras se dirigía hacia mí.

Ese día... Mente estaba más hermosa de lo que la recordaba.

Sus labios rojos, sus ojos verdes esmeraldas que brillaban por la luz que atravesaba las grietas, sus curvas siendo remarcadas... fue algo completamente nuevo para mí.

—¿Hades?

Ella llegó a mí, parándose en mi delante. Mostrándose con la confianza que siempre tuvo conmigo. Pero yo no estaba bien, yo no estaba tranquilo... teniéndola así frente a mí.

Sentí ganas de algo más.

Algo desconcertante.

Y la deseé.

O quizás siempre lo hice, solo que jamás me di cuenta. Y fue doloroso, porque entendí que Mente... siempre fue más que mi amiga.

—Mente...

—¿Qué pasa? —rio, curiosa. Pareció preocupada al ver que había perdido mi sonrisa y solo la observaba absorto.

¿Por qué nunca lo vi? ¿Por qué nunca lo noté? ¿Por qué estaba tan ciego? ¿Por qué... lo descubrí tan tarde?

Sin darme cuenta, había tomado su rostro con mis manos y acaricié su mejilla... todo de mí temblaba.

—Eres hermosa...

Y ella se paralizó. Se quedó quieta en su lugar, como si el color la hubiera abandonado. Y nos quedamos así, a centímetros, con mi aliento rozando el suyo.

Pude hacerlo... pude terminarlo todo ahí. Con el dolor, con mi estupidez.

Pero me detuve. Porque yo amaba a Perséfone... o eso es lo que me obligué a pensar.

Así que la aparté, destruyendo el momento.

—Lo siento, no debí decir eso...

—Hades...

—Tengo que irme.

Y huí. Estaba aterrado. Pero sobre todo, dolido. Porque fue mi decisión, porque fue mi error.

Y me odié. Me odié tanto. Por no haberme dado cuenta, por no haber abierto los ojos a tiempo. Y mientras me alejaba del lugar, una sombra oculta desapareció del lugar, como si alguien hubiera estado ahí, viéndonos.

Maldije por dentro, porque de ser así, los rumores se expandirían y llegarían a la diosa. Y aunque no la había engañado, mucho menos pensaba traicionarla. Yo di mis votos, yo di mi palabra, le juré amor y lealtad. Y aunque me doliera, lo cumpliría.

Porque no pensaba lastimarla, al menos de los dos, quería que fuera la que menos dolor sintiera. Quería que ella fuera feliz, y haría lo que fuera para conseguirlo. Aún si tenía que sacrificar la mía a costa de la suya.

Y al día siguiente, mientras hacía mis rondas matutinas por los calabozos, recibí un llamado de la diosa Hécate.

Acudí ante ella. La morada de la diosa era una construcción gótica con paredes de obsidiana propias del Inframundo, había calaveras que resguardaban el lugar y sus ninfas atendían sus necesidades. Como diosa guardiana de los caminos y hechicería, siempre paraba extremadamente ocupada, por lo que guardara un tiempo para mí, significaba que era mucho más serio de lo que esperaba.

Al llegar, sus perros salieron a recibirme y el pequeño Lyskha no dudó en perseguirme todo el trayecto hasta su salón, ladraba de forma incesante y no dejaba de agitar su cola, como si fuera su favorito. El mío no lo era.

Una vez logré perderlo, me encontré con la diosa. Ella se encontraba preparando uno de sus muchos rituales de invocación, al verme, se detuvo. Tenía una mirada seria, y sentí que se trataba de un mal presentimiento.

—Hades.

—Diosa Hécate... —Hice una reverencia, ella sonrió gustosa—. Me mandó llamar.

—Así es.

—¿En qué puedo ayudarla?

—No te llamé para pedirte una mano. —Parecía molesta, así que tragué seco—. Hades, iré al grano.

—Por supuesto. La escucho.

—Me mentiste.

Me tensé. Y tuve miedo.

—Dijiste que amabas a Perséfone.

—Diosa...

—Pero mentiste. Te he observado, Hades... Y, por más que te esfuerces en ocultarlo, creo que es muy obvio lo que sientes por mi ninfa.

No tenía palabras.

—No has olvidado a Mente... —Ella suspiró, y habló con voz más suave—. Nunca dejaste de amarla, ¿verdad?

Amor... ¿Así que era eso? ¿Amaba a Mente?

—Yo... no lo sé.

Por fin fui sincero. Pero fue muy tarde. Demasiado... tarde.

—Bueno, no te culpo. Aún eres joven. Es normal que te sientas confundido, pero creo que... has tardado mucho en darte cuenta.

La miré confundido, pero tras un segundo lo entendí.

—¿Fue usted la que nos vio ayer?

Ella asintió.

—Siempre he tenido y tengo fe en que no serás como tus hermanos. Perséfone es la hija de mi mejor amiga, y no puedo permitir que la hagas daño.

—No... pensaba hacerlo.

—Pero... no puedes seguir así, Hades. Debes decirle.

Me negué, no podía hacerlo. No podía lastimarla.

—Debes decirle lo que sientes. Que tu corazón... ya está ocupado desde hace mucho tiempo. Y luego, ve con Mente. Ella necesita saber...

Pero de repente, empezó a llorar. Pero no lágrimas, sangre. La tomó de sorpresa. Y a mí igual, porque sabía lo que significaba.

Una ninfa había muerto.

Las ninfas estaban conectadas entre ellas, y sentían el dolor ante la pérdida de una. Por primera vez, vi a la diosa petrificada. Su mirada se oscureció. Quiso hablar, pero las palabras no salieron de su boca.

Y empecé a preocuparme. Porque la impresión debió dolerle demasiado para que actuara así.

Y luego llegaron las lágrimas. Estaba llorando.

No entendía lo que pasaba... hasta que por fin habló.

—Mente...

Y mi mundo se vino abajo.

Negué, incrédulo. Era imposible. Era imposible. No, no, no... Mente no...

—Hades...

Y salí de ahí. Corrí. Y empecé a buscarla, desesperado. Lleno de angustia, aún no me lo creía. Debía ser un error. Una confusión. ¡Algo estaba mal! Porque no podía ser posible... Mente no podía...

Recorrí todos los lugares que pude en el Inframundo, la Cumbre, los avernos, los campos, las grietas... todo. Todo. Y no la encontré. Mi corazón no dejaba de latir con fuerza, estaba asustado. Pero yo estaba más aterrado.

A todo lugar que fuera, encontraba ninfas aturdidas y lamentándose, y me empecé a desesperar. Seguí intentado, llamándola, pero nada. No la hallaba por ningún lado. Hasta que se me ocurrió buscar en el lugar que más buscaba evitar: el palacio. Porque de ser así, significaba que mi ninfa...

Llegué y azoté las puertas con fuerza, abriéndolas de par en par, buscándola.

Pero me paralicé al entrar.

Porque la vi.

Vi a mi ninfa... en el suelo. Destrozada. Sin vida.

Y yo temblaba, no podía moverme. No podía creer que fuera real. Levanté la mirada y me encontré con Perséfone... manchada, agitada, furiosa. Y lo entendí todo. El dolor me golpeó con tanta fuerza, que no tenía fuerza para estar de pie.

—Mente...

Perséfone volteó a mirarme, y su expresión cambió.

—Hades, yo...

La ignoré. Solo podía dar pasos cortos, mi cuerpo no respondía. Estaba en blanco. Y luego de un largo suplicio, logré llegar a ella, cayendo de rodillas.

—Mente...

Pero sus ojos no brillaban. Ya no sonreía. Ya no había vida en ella.

—Mente, oye mi voz... Soy yo, Hades...

El dolor me quemaba, ardía, me mataba por dentro.

Dolía, dolía tanto que no podía ni sostenerme.

Tomé a mi ninfa en mis brazos, mientras acariciaba su rostro. Quería que despertara. Necesitaba que lo hiciera.

—¿Por qué? —Solo podía preguntar eso.

—Esto es tu culpa... —murmuró la diosa, remordiendo las palabras, con odio.

—¿Por qué?

Y al verse ignorada, explotó.

—¡Siempre fue ella, ¿verdad?!

—¿Por qué, Perséfone?

—¡Nunca me amaste como la amaste a ella! ¡Nunca fui yo! —se cortaba—. ¡Debí saberlo! ¡Debí darme cuenta de que fui su reemplazo...! ¡Me mentiste, Hades! ¿Cómo pudiste hacerme esto? —No me importó que llorara, no importó escucharla—. ¡YO TE AMÉ! ¡YO TE LO DI TODO! Y TÚ... ¡NO DUDASTE EN IR POR ELLA! ¡CON ESA MALDITA NINFA!

—¡Jamás te engañé! ¡Nunca lo hice! ¡Maldita sea, yo te amé! —Mi voz se rompió, estaba tan rota—. ¡Te estaba amando!

—¡Pero no como a ella! —me reclamó, llevándose la mano a la cara para limpiar sus lágrimas.

—¡ELLA ERA MI AMIGA! ¡MI MEJOR AMIGA!

Ante mi grito ella retrocedió, asustada. Era la primera vez que la alzaba la voz, la primera vez que le gritaba. Y era por ella.

—Era mi amiga... —sollocé.

Y fue cuando pareció darse cuenta de lo que hizo. Porque retrocedió, negando.

—No, yo.... —Quedó paralizada, sin saber qué decir—. Creí que...

—¡JAMÁS TE TRAICIONÉ, NO PENSABA HACERLO! ¡YO TE HABÍA ESCOGIDO A TI!

—Si ya me mentiste una vez, ¿por qué debo creerte ahora?

—¡VETE!

Solo... no quería verla, no quería tenerla cerca.

—Hades, no...

—¡FUERA! ¡FUERA DE AQUÍ!

Ella salió del lugar llorando, pero no quise ni verla. 

Vi a mi ninfa, había perdido el color, ya no brillaba más. Abracé su cuerpo a mi pecho, y grité. Grité de dolor, de rabia, de impotencia. 

Me rompí ahí mismo. Mientras besaba su frente, lloré. El dolor era demasiado, me consumía. Sentí como se me rompía el corazón, como sangraba.

—Mente...

No despertaba.

—Mente, por favor...

No había respuesta.

—Mente, no me dejes... por favor...

Mi ninfa no respondía.

—No me abandones así... no lo hagas... quédate...

Y lo entendí tarde. Tan tarde. 

La amaba. La amaba tanto, que dolía como si me quemaran vivo, como si me clavaran mil espadas en el pecho, como si me degollaran hasta dejarme sin voz, como si me hubieran quitado lo más valioso, como si la razón de mi vida... se hubiera extinguido.

Siempre fue ella. Siempre lo fue.

Ella era mi todo.

Mente no hacía feliz mi mundo, ella lo hacía brillar. Ella era mi mundo entero.

—No puedes dejarme... Aún no te lo he dicho... —Las lágrimas bañaban mis mejillas y no había forma de pararlas—. Aún no te he dicho que te amo...

Sentí una mano posarse en mi espalda, y volteé furioso dispuesto a calcinar al primero que encontrara, pero era Hécate. Que me miraba apenada. Ella también lloraba, pero hacía un gran esfuerzo por mostrarse fuerte.

Y eso me derrumbó. No pude sentirme más destruido. Ya estaba hecho pedazos, trizas, pero Mente ya no podría curarme... Ya no más.

Y empecé a verlo, se desvanecía... E iba en gradiente. Desde sus pies a su cabeza.

La abracé, la llené de besos, supliqué a Hécate que lo detuviera, que ella no desapareciera de mi lado... pero no pudo hacerlo. Ella no podía detenerlo.

La llamé, una y otra vez, mis lágrimas caían sobre ella. Empapaban su rostro. Ella necesitaba volver, necesitaba consolarme. Yo la necesitaba más que nunca... no quería perderla, pero ya lo había hecho.

Su cuerpo empezó a desaparecer, y no importó cuanto me aferrara a ella, no pude evitarlo... No pude evitar que se fuera. Mi ninfa... Mi Mente... se había ido. Se desvaneció entre mis brazos, convirtiéndose en polvo. Pequeñas hojas y pétalos blancos cayeron sobre mí.

Mientras yo seguía en el suelo, sin poder moverme.

Se había ido.

La perdí.

Perdí a la única que le daba sentido a mi vida, la única que me hizo amar de una manera tan única... la que me sacaba sonrisas, la que me hacía reír.

Perdí a la ninfa que amaba.

Y lloré, solté un alarido lleno de dolor y fue tan fuerte que se escuchó en todo el Inframundo.

Lloré porque ahora estaba solo. Lloré porque había perdido la luz que iluminaba mi oscuridad... Lloré porque jamás la vería sonreír y tampoco podría mirar las estrellas con ella, lloré porque fui tan tonto, tan cobarde... lloré porque fue mi culpa.

Fue mi culpa que Mente muriera. 

Si yo... si yo me hubiera dado cuenta antes. De lo que sentía por ella, de que mi corazón llevaba tallado su nombre... de que fui suyo desde el momento en que la vi en la cumbre cantando.

Si no me hubiera casado... si no hubiera regresado... si jamás la hubiera conocido, ella seguiría con vida. Y no me importaría ser infeliz, si tan solo pudiera verla sonreír una vez más.

Si pudiera abrazarla, y apoyarme en sus brazos.

Si pudiera decirle todo lo había planeado a su lado alguna vez... pero ya era tarde.

Era demasiado tarde.

Lloré hasta que mis lágrimas se secaron y aun así, seguí... Estaba destrozado. Roto. Vacío. Ese día una parte de mí murió con ella. Y jamás pude recuperarlo.

Mente dejó una herida tan grande en mi ser, que recuperarme por su partida fue demasiado doloroso. Porque de solo recordarla... dolía más. Recordar que pudimos serlo todo y no fuimos nada. Que era más que mi amiga, era mi compañera, mi ninfa. Mi todo.

Todo el Inframundo se enteró de la muerte de Mente y le guardaron luto por meses. La querían y hasta las más peores bestias sintieron mucho su falta. Perséfone se había marchado del Inframundo y yo me sumí en la más profunda oscuridad. Hécate intentó salvarme, pero yo ya estaba perdido. No había forma de ayudarme, no quería a nadie más que no fuera mi ninfa.

Hasta que un día, la diosa entró a mis aposentos y me sacó cómo pudo. Yo me negué, luché pero fue en vano. Ella tenía más poder y yo estaba débil, no tenía fuerzas. Las había perdido, junto a Mente.

Pero entonces, lo vi... un retoño.

Allí, en la Cumbre...donde había sepultado los restos de Mente... nacía una flor.

Su esencia aún estaba ahí. Conmigo. En el Inframundo.

Mis lágrimas empezaron a brotar de nuevo, y caí rendido ante la pequeña plantita. Era su legado, era su recuerdo inmortalizado. Y dolía, dolía tanto que no sabía si podría sobrevivir sin ella.

Pero eso... esa pequeña muestra de vida, me dio esperanzas.

Al morir a manos de una diosa, sabía que quedó maldecida. Mente no lograría reencarnar, su espíritu se encontraba varado en el Limbo, donde todas las ninfas, demonios, espíritus, monstruos iban a parar luego de morir.

Donde todo lo impuro iba a purificarse. Y eran pocos los escogidos para poder reencarnar. Era un regalo que daba el destino a aquellas almas que creía que merecían otra oportunidad de vida.

Pero aun así, Mente jamás podría renacer... Y dolía más. Y aunque sabía que había una mínima posibilidad de que sucediera, también sabía que eso tardaría siglos, ya que las purificaciones llevaban mucho tiempo. Así que me resigné.

Ahí, rendido, frente a su recuerdo. Lo acepté.

Que jamás volvería a verla.

Y aunque doliera, decidí resignarme. Guardé su recuerdo en lo más profundo de mi roto corazón y volví a ser el rey.

Muchas cosas pasaron en el transcurso de los años, siglos, milenios... Tantas cosas habían cambiado, y el recuerdo de Mente solo era una pequeña punzada dolorosa que aún no lograba superar del todo.

Pero entonces, pasó... la volví a ver.

En una fría tarde de lluvia, ella estaba empapada de pies a cabeza, abrazándose a sí misma. Y dolió. Dolió verla de nuevo. Porque significaba que había logrado cumplir su sueño... había reencarnado en un alma mortal.

Ahora era humana.

Y aunque quise acercarme para tenerla de vuelta a mi lado, me detuve. Porque descubrí que no era la misma. De que ya no era Mente.

De que por más parecido que tuvieran, que por más que se viera como mi ninfa, no era ella. Así que hice un gran esfuerzo en dejarla ir, y me alejé. Pero no esperaba encontrármela de nuevo, y de nuevo, y otra vez. Y no paraba de meterse en mi camino, en mi vida.

Y me molestaba, porque solo se sentía como una vil imitación pero nada más. Solo me confundía y me lastimaba en el acto. Quería estar lejos, pero ella no dejaba de acercarse.

Y tenían diferencias, tanto físicas como de personalidad. Y me aferraba a eso, pero cuando la miraba... no podía creerlo. De que otra vez podía tenerla, de que podía ser diferente... si tan solo, si tan solo me recordara.

Si tan solo su alma aún guardara una remota posibilidad de desbloquear sus recuerdos de su vida pasada como ninfa.

Quizás por eso seguía a su lado.

Quizás por eso me sigo quedando a su lado.

—¿Hades?

Papardeo, volviendo en mí. Volviendo a mi realidad. Con la humana molesta a mi lado, observándome curiosa.

—¿Estás bien? Te perdiste por un largo momento...

Sus ojos no eran los mismos que yo una vez llegué a amar, su cabello no era negro como la noche, sino café... común, como cualquier humano. Era más delgada y estaba loca.

No era ella, pero cuanto ansiaba que lo fuera. Y podía sonar tonto, pero guardaba una vana esperanza... de encontrar en la humana algo de la esencia de Mente.

Porque si cerraba los ojos, aún podría escucharla. Y seguiría doliendo. 

Porque si me enfocaba... podía olvidarme de la humana, y solo ver a mi ninfa, ahí sonriéndome. A mi lado otra vez.

A la ninfa que fue mi amiga... a la ninfa que alguna vez amé.





*Se limpia los mocos*

¡Hola, belandies! ¡Qué tal! Sabemos que ya es tarde, pero no podíamos irnos a dormir sin darles este capítulo. Uno muy doloroso, tanto para Hades, como para nosotros.

¿Qué les pareció? ¿Sufrieron? 7v7 Dejen sus opiniones, amamos leerlas.

El capítulo de hoy fue difícil y duro. Sobre todo de escribir, ya que es el primer personaje que mato (Como Bel) y realmente me dolió hacerlo. Wey, andaba llorando y escuchando Hold On a todo volumen mientras lo escribía. TnT (Escuchen la canción, consejito).

Espero que les haya gustado, de verdad, y con este cap termina el arco de Mente. Quizás la volvamos a ver, quién sabe (?).

El próximo capítulo lo narra Alyssa... Así que, ¿teorías? ¿Qué creen que pase cuando se entere de Mente? ¿Creen que  Hades le contará o ella se enterará por terceros?

Los amamos mucho, y no nos cansamos de decirlo: MUCHAS GRACIAS POR LEERNOS Y SEGUIR LA HISTORIA. <3

Si te gustó el capítulo, déjanos un voto y comentario (Nos hace muy felices). PD: Tenemos un grupo de Whatsapp por si quieren unirse, como también un grupo de facebook donde siempre pasan memes chidos. I love u.

Un besote y abrazo de consuelo. BL.

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