Cuervo (fantasía urbana)

By AvaDraw

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Alexia debe averiguar por qué se está convirtiendo en un monstruo, mientras suspira por el sexy chico gay que... More

Nota
Parte 1
Parte 2
Parte 3
Parte 4
Parte 5
Parte 6
Parte 7
Parte 8
Parte 9
Parte 10
Parte 11
Parte 12
Parte 13
Parte 14
Parte 15
Parte 16
Parte 17
Parte 18
Parte 19
Parte 20
Parte 21
Parte 22
Parte 23
Parte 24
Parte 25
Parte 26
Parte 27
Parte 28
Parte 29
Parte 30
Parte 31
Parte 32
Parte 33
Parte 34
Parte 35
Parte 36
Parte 37
Parte 38
Parte 39
Parte 40
Parte 41
Parte 42
Parte 43
Parte 44
Parte 45
Parte 46
Parte 47 (I)
Parte 47 (II)
Parte 48
Parte 49
Parte 50
Parte 51
Parte 52 (I)
Parte 52 (II)
Parte 53
Parte 54
Parte 55
Parte 56
Parte 58
Parte 59
Parte 60
Parte 61
Parte 62
Parte 63
Parte 64
Parte 65

Parte 57

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By AvaDraw

Los gritos del águila que atravesaban la ventisca hasta llegar a nosotros sonaban intranquilos, ansiosos. Llegué a escuchar el batir desesperado de sus alas. Había acabado con ella dos veces y aquella sería la inevitable tercera vez. Yo lo sabía, ella lo sabía y aun así había acudido de nuevo a la montaña. Algo me decía que aquella ave estaba tan maldita como nosotros y, de la misma forma que yo estaba condenada a protegerle, ella estaba condenada a devorarle. Iba a bajar tarde o temprano a pesar de saber que yo estaba allí.

Y eso hizo.

Se lanzó en picado sobre nosotros. Me quedé quieta junto a Héctor, protegiéndole, tratando de centrarme y aparcar mis emociones, de sacudir el recuerdo de las veces que esa bestia hizo que me rompiera contra el suelo. Tratando de sacudir el miedo. Intentando controlar a la iracunda gorgona sedienta de sangre que no me dejaba pensar con claridad. Vi aparecer al águila entre la ventisca, apuntando sus garras hacia mí. Flexioné las rodillas y me aferré al mango del cuchillo, más preparada que nunca. Cuando estaba a punto de alcanzarme, rodé para esquivarla y me levanté saltando hacia ella. Casi logro caer sobre su cola. Ella lo vio y adivinó el peligro que corría dándome la espalda, así que se posó sobre la nieve, extendiendo sus alas y dando pequeños saltos mientras me amenazaba con sus garras. La esquivé para luego avanzar hacia ella y ganar terreno. Ella hizo lo mismo.

Comenzamos a trazar círculos sin perder de vista la una a la otra, atacándonos, esquivándonos, pero sin llegar a tocarnos. Observé sus descomunales alas que ocupaban casi todo mi campo de visión. Eran enormes, amenazantes. Podían golpearme, pero no hacerme daño. Apenas usaba el pico para atacarme así que no exponía su cabeza. El peligro estaba en sus garras, debía centrarme en ellas. Cada vez que las levantaba me intimidaba, cada vez que las apoyaba me daba una oportunidad.

Mientras seguíamos moviéndonos en círculos imaginé cómo me vería a través de sus ojos. Iba de negro, vestida con la ropa de mi tía. Las serpientes estaban ocultas entre mi pelo que se movía salvaje en todas direcciones sacudido por la ventisca. Para ella no era más que una mancha oscura sobre la nieve. Un pequeño y molesto cuervo que huía de sus ataques y no dejaba de hostigarla.

Así estuvimos un buen rato, midiendo nuestro alcance. Estudié sus movimientos. Nos atacamos a la vez y ella se asustó. Se echó rápidamente hacia atrás, calculó mal y estuvo a punto de darse la vuelta. Si lo hubiera hecho, si se hubiera caído sobre su espalda, sus alas habrían perdido utilidad y sus garras alcance. Así que lo provoqué. Salté hacia ella gritando, con toda la altura que pude alcanzar, ignorando el peligro, ignorando sus garras. Y lo logré. Se asustó, se echó para atrás y acabó con rabadilla sobre la nieve y las garras hacia arriba. No perdí el tiempo. Salté de nuevo, esta vez sobre ella, corrí sobre su vientre y mientras chillaba le clavé el cuchillo sobre uno de sus ojos, atravesándole la cabeza.

Mi error fue aferrarme al cuchillo y tratar de recuperarlo. La bestia se revolvió con rabia como nunca lo había hecho, zarandeándome, golpeándome, ejecutando a mi lado una danza macabra antes de caer muerta. Solté el mango y traté de huir, pero era tarde. Un ala me hizo caer de rodillas. Noté un golpe en la espalda y algo frío atravesando mi pecho.

Escuché a lo lejos a Héctor luchar contra sus cadenas hasta que un sonido metálico me indicó que se había liberado. Oí sus pasos corriendo, atravesando la nieve apresuradamente para llegar hasta mí.

Estaba pálido, ojeroso, como si acabara de ver un fantasma. No se había detenido ni a vestirse y miraba mi pecho con expresión de horror.

Cuando bajé la vista observé aterrorizada como una de aquellas enloquecidas garras me había ensartado con un talón. La punta curvilínea atravesaba el jersey negro sobre mi pecho izquierdo. Enorme, afilada y empapada en sangre. Mi sangre.

Héctor cayó de rodillas a mi lado mientras la ventisca amainaba.

—No te muevas —susurró angustiado mientras el vaho se escapaba en sus palabras.

Me puso con cuidado la mano en el hombro y acercó la otra al talón.

—Vas a estar bien ¿vale? No te preocupes.

Noté en su voz el nudo que se le había formado en la garganta. Estaba tan asustado como yo. No sabía qué hacer y yo tampoco. Mi humeante sangre resbalaba por aquella garra y goteaba sobre la nieve. Pero mi corazón seguía latiendo, podía respirar. No sentía dolor, solo empezaba a sentir frío.

Entonces una sombra negra sin forma se apoderó del cuerpo inerte del águila, la cubrió y tiró de ella, arrastrándome a mí.

—¡No! —gritó Héctor aferrándose a mi cuerpo.

La sombra tiró con más fuerza y se llevó al águila colina abajo. El talón había salido de mi pecho y del impulso, Héctor cayó sobre mí, abrazándome.

Se incorporó poco a poco, con cuidado para no hacerme daño, mirándome primero a los ojos y luego a la mancha de sangre en mi pecho. Mis serpientes y mis escamas habían desaparecido. Me temblaban los labios, no supe si de miedo o de frío. Héctor se tomó un par de segundos para acariciarme la cara y tranquilizarme, antes de agarrar mi jersey y rasgarlo a la altura de la herida.

Tardó unos segundos en analizar lo que veía, antes de dejarse caer y sentarse sobre la nieve, antes de suspirar aliviado. Giré la cabeza para ver la herida, esta estaba mucho más cerca del hombro de lo que ambos habíamos imaginado. No me había atravesado el corazón. Me dolía cada vez más y había perdido sangre, pero me recuperaría.

—Mierda, Alex —. Se le escapó media sonrisa mientras se limpiaba apresuradamente los ojos con el dorso de la mano ¿había estado a punto de llorar por mí?

Yo no había dejado de temblar así que fue corriendo a buscar la ropa. Me ayudó a ponerme mi abrigo porque aún estaba algo atontada por el susto y no podía mover bien el brazo izquierdo. Lo hizo con delicadeza, esperando pacientemente a que se me pasara el dolor. Asegurándose en cada momento de no hacerme daño y de que quedara bien abrigada. Hasta me sacó el pelo de debajo de la ropa y me lo colocó detrás de las orejas.

Por un momento me reconfortó que me cuidara así. Me dejé hipnotizar por sus ojos grises y sus atenciones. Pero al igual que iba notando el dolor físico de mi pecho ensartado otro dolor volvió a mí: el de la herida que me había causado en el orgullo. Así que cuando pasó su brazo por mi espalda para hacerme entrar en calor me puse de pie, dándole la espalda.

—¿Estás bien? ¿No te duele?

Negué con la cabeza. Mentí con un gesto y me alejé fingiendo que examinaba el rastro que había dejado el águila. A medio camino estaba el cuchillo de princesas Disney. Me agaché a recogerlo.

—¿Me lo prestas? —preguntó Héctor acercándose a mí con la mano tendida.

Se lo entregué. No porque quisiera, sino para que nuestra interacción fuera la mínima posible.

A los pocos segundos escuché unos golpes. Me giré y vi cómo estaba aporreando la roca a donde le encadenaban con el mango del cuchillo. Estaba loco si pretendía destruirla así. Cuando volvió la cara hacia mí me di la vuelta. No quería saber nada de él. Puse los ojos en blanco cuando noté sus pasos acercarse de nuevo a mí. ¿No se daba cuenta de lo mucho que me mortificaba que hablara conmigo?

Me devolvió el cuchillo y me enseñó un pequeño trozo de roca que había logrado romper. Era más pequeña que una uña.

—Para el anillo de Prometeo —dijo concentrado en hacer girar ese trozo de piedra entre sus dedos.

Yo arrugué el gesto. Había leído en el libro de mi tía algo relacionado con un anillo, pero no recordaba qué era.

—El mito dice que Heracles mató al águila y rompió las cadenas para liberar a Prometeo. Zeus le había dado permiso para hacerlo, pero como condición obligó a Prometeo a llevar un anillo con un trozo de la roca a la que había estado encadenado como señal de arrepentimiento o alguna mierda así. Creo que, si llevo uno, no sé, quizá no vuelvan a encadenarme.

Se quedó esperando a que le diera mi opinión, pero a mí me daba demasiada vergüenza aún mirarle a los ojos.

—Quizá —respondí.

Me devolvió el cuchillo y cuando lo estaba guardando en la funda el mundo giró a nuestro alrededor y aparecimos en Madrid, en la habitación de Héctor. Él completamente vestido, hasta con el abrigo, y yo manchada de sangre y con el pelo hecho un desastre.

—¿En serio? ¿En su habitación? —gruñí. Estaba tan frustrada que se me escaparon las palabras y él me oyó.

—Acababa de llegar a casa. Suelo aparecer justo donde estaba —explicó algo confundido por mi reacción.

No entendía lo que significaba aquel lugar para mí. Allí me había pillado con su móvil en la mano. Allí estaba la cama en la que tan cerca habíamos estado después de que me empapara la lluvia. Allí estaba la esquina en la que me había desnudado y le había dicho que podía mirar. Le había dicho que me ponía. El museo de la vergüenza ajena. Bueno, de la vergüenza propia.

—Me voy —dije apresurándome hacia la puerta.

—Te acompaño.

—No.

—La puerta de abajo está rota. El portal no se abre desde dentro si no tienes la llave.

Tuve que dejar que me acompañara hasta el portal, sacando fuerzas de donde no tenía para no morirme de la vergüenza. La situación era bastante humillante para mí. Estaba en un espacio cerrado con el chico que me había dejado a medias para liarse con otro, por el cual había llorado en medio de una fiesta. Y, aunque él fingiera que no pasaba nada, lo sabía. Lo sabía perfectamente. Tatiana se había encargado de recordárselo durante una semana entera en la que ella y otras chicas le etiquetaron en fotos de microondas acusándolo de ser uno porque "calienta, pero no cocina". Por si eso fuera poco, en algunas fotos la gente comentaba diciendo "Contexto?" y les respondían "Que Héctor y la nueva estuvieron tonteando a saco pero luego él se lio con otro". Y por si eso TAMBIÉN fuera poco, nos etiquetaron a los dos.

No podía disimular lo incómoda que estaba a su lado. Miraba al suelo y me mordisqueaba los dedos como cuando era pequeña. La situación era tan tensa que él empezó a estar incómodo también. Aquel fue probablemente el viaje en ascensor más largo de la historia.

Pero tenía problemas aún peores. Mientras él abría el portal recordé que aquella noche se cumplían veintinueve días desde que me habían atacado para robarme la sangre. Me dijeron que volverían a por mí en un mes así que estaba cada vez más asustada. Llevaba una semana haciendo que Ray o mi tía me acompañaran por la noche a casa, no iba nunca sola. Además, la otra vez me asaltaron en el mismo trayecto que estaba a punto de recorrer: entre la calle de Héctor y la mía. No quería volver sola a casa y no tenía dinero para un taxi.

Me mareé, no sé si de pensarlo o porque había perdido sangre. Tuve que apoyarme en la pared hasta que se me pasó.

—¿Estás bien? —preguntó Héctor al darse cuenta.

—Sí, solo es un mareo.

Se cruzó de brazos y apretó los labios. Parecía estar reuniendo el valor para decir algo.

—¿Puedo acompañarte a casa?

—No —dije rotunda.

Mi orgullo por encima de mi seguridad.

—¿Por qué no?

—Porque no quiero que me acompañes.

—Está bien. —Miró hacia la calle— ¿Puedo ir hacia tu casa a la vez que tú, pero sin acompañarte?

Me hizo gracia, pero fingí que me parecía ridículo antes de asentir con la cabeza.

Aquello me dio un pequeño respiro, pero eso solo empeoró el susto que me pegué cuando al salir a la calle me di de bruces con la madre de Héctor. Acababa de regresar de una cena y nos miraba como si acabara de pillarnos robando algo. Me cerré el abrigo para que no viera el jersey que su hijo había rasgado.

—Buenas noches.

Eso fue lo que dijo, pero sonó más bien a "¿Qué está pasando aquí?".

—Buenas noches —Héctor intentó seguir caminando, pero su madre nos cerró el paso.

—¿A dónde vais?

—Voy a acompañarla a su casa.

—Sabes que tienes que pedir permiso antes de traer a gente a casa. Tus amigos son bienvenidos, pero nos tienes que avisar ¿Entiendes, Héctor?

—Sí.

Las tornas habían cambiado, ahora era Héctor el que quería que la tierra se lo tragara.

—¿Y entonces qué...?

—Estábamos haciendo un trabajo de clase, olvidé avisarte —la interrumpió.

—Qué raro. No vais a la misma clase.

La situación era tan tensa, y la madre de Héctor nos juzgaba con tanta intensidad, que por un momento temí que nos obligaran a casarnos para restaurar el honor de la familia.

—Es un trabajo que se hace entre clases distintas.

—¿Y su mochila? ¿Ha venido a hacer el trabajo sin sus cosas?

—Deja de interrogarme, nos tenemos que ir.

—No te estoy interrogando, pero sabes que no debes mentirme. Lo hemos hablado muchas veces. Yo confío en ti si...

Se interrumpieron el uno al otro.

—No te estoy min...

—Héctor...

Mi protegido perdió la paciencia.

—Vale. Tienes razón. Estábamos follando.

Me pasó el brazo por el hombro y echó a andar en dirección a mi casa, tirando de mí y dejando a su madre con la palabra en la boca. Menos mal que me sujetaba con fuerza, porque oírle hablar así hizo que se me aflojaran las piernas.

—¡Buenas noches! —El despreocupado padre de Héctor se bajó del coche que acababa de aparcar. —¿Cómo quedó el partido?

Sin detenerse, Héctor le dio el resultado y aceleró aún más el paso.

—Eso me va a costar un mes de terapia —murmuró hastiado.

Su brazo seguía sobre mis hombros y me gustaba demasiado. Quería más, más contacto. La falsa confesión de aquel chico había hecho volar mi imaginación y ahora mi cuerpo ignoraba la herida que tenía en el pecho, quería que aquel chico me arrinconara contra una pared y me besara. Que hiciéramos de todo. Quería dar a la madre de Héctor un motivo real para echarle la bronca.

Pero el que no ignoraba su herida era mi orgullo. Recuperó el control e hizo que me zafara del brazo de Héctor y acelerara el paso, para caminar por delante. Él pilló la indirecta y no trotó hasta mi, se quedó atrás. Hicimos todo el camino en silencio, manteniendo una prudencial distancia. Cuando vi mi portal a lo lejos sentí alivio y tristeza a la vez.

—¡Joder! ¡Qué guapo es! ¿¡Pero por qué eres tan guapo, moreno?! —nos gritó una desconocida que iba visiblemente borracha. A pesar de que estaba al otro lado de la calle habría jurado que llegaba su aliento a vodka hasta nosotros.

Llevaba el labial corrido, los tacones en la mano y un gorro de cumpleaños ladeado sobre la cabeza.

—Lola, cállate, ¿no ves que está con su novia? —dijo la chica que la acompañaba. Parecía más serena, lo cual no era difícil.

—Ya tía, pero es que es guapísimo. ¡Enhorabuena chica despeinada! Joder, qué suerte tienes. Pero claro, también eres guapa. ¡Guapos!

—Tía, en serio, déjales en paz ¿No ves que están enfadados? —No gritaba como su amiga, pero podíamos escucharla perfectamente.

—¡¿Qué?! ¡NO! —reaccionó como si acabaran de decirle que habían cancelado su serie favorita—. Perdonaleeeeeeeee. Está arrepentido, mírale la cara. Lo está. ¡Le quiero! ¡Os quiero!

La chica sobria arrastró a su amiga alejándola de nosotros y quejándose de lo horrible que era ir con ella por la calle en ese estado.

Busqué como loca las llaves de casa en mis bolsillos, consolándome ante la idea de que solo faltaban un par de metros para que aquella tortura acabara.

Entonces escuché a Héctor reír. No lo hizo abiertamente, más bien fue una de esas risas que se te escapan por la nariz. Me enfadé tanto, me tocó tanto la moral, que me detuve e intenté fulminarle con la mirada, de forma literal.

—Perdón —. Miró al suelo y apretó los labios, tratando de que se le pasara la risa.

Ya estaba harta de que se burlara de mí. Se me puso la cara roja de rabia. Él trató de explicarse.

—Es la tensión, es... media tarde discutiendo con Mario, luego el águila de mierda casi... y luego no sé cómo hablar contigo, mi madre interrogándome, ahora estas chicas... —Por fin me hablaba de verdad, por fin parecía liberarse. Pero se dio cuenta de que seguía molesta y se detuvo—. Vale, ya paro.

No aparté mis ojos de él ni relajé mi expresión de enfado. No se estaba burlando, tenía razón. Había demasiada tensión entre nosotros y por algún lado tenía que saltar, en su caso fue la risa.

Aun así, le mantuve la mirada, esperando a que se controlara, esperando a que se diera cuenta de la seriedad de la situación. Pero había un problema y es que sus hoyuelos me debilitaban y su risa, aunque fuera ahogada, era demasiado contagiosa.

Mi cerebro se rompió y me eché a reír tan fuerte que por un momento me salió la risa de cerdito. Esa fue nuestra perdición porque contagié a Héctor y se echó a reír, esta vez con ganas. Se nos saltaron las lágrimas de la risa. Estuvimos riendo una cantidad ridícula de tiempo, cualquiera que nos hubiera visto habría pensado que íbamos tan borrachos como Lola.

—Para de reír, estás herida. Vas a hacerte daño. —Héctor abría mucho los ojos, en un esfuerzo titánico por permanecer serio y calmarme.

Obviamente eso tampoco sirvió de nada. Reí tanto que me doblé. Tuve que sentarme en el escalón de mi portal y reír hasta cansarme, hasta acabar rendida y relajada. Él estaba de pie, pero también se notaba que estaba cansado y a gusto. Me puse de pie, era hora de despedirse.

—Alex, creo que no deberías volver a la montaña. —Sonó tan protector y tierno que casi le digo que sí.

—¿Por qué?

—Han estado a punto de matarte.

—No. No voy a dejar de protegerte. No puedo.

Héctor pareció estudiar mi expresión durante unos segundos.

—Vale.

Cedió con facilidad. Con demasiada facilidad. En ese momento debí haberme dado cuenta, pero me había perdido en sus ojos.

Nos sonreímos. Nos miramos durante un largo rato, durante demasiado tiempo. Hasta que fui consciente de mi error y, tras una torpe despedida, entré apresuradamente en mi portal. Cerré la puerta detrás de mí y me llevé la mano al pecho. No por la herida sino por lo fuerte que latía mi corazón.

¿Por qué tenía que tratarme con tanta ternura? ¿Por qué tenía que ser tan guapo? ¿Por qué no podía ponerme las cosas fáciles y portarse mal conmigo? Tenía demasiados problemas y esto no ayudaba. No podía permitirme estar tan jodidamente enamorada de un chico al que nunca podría tener.

Hola!

Mañana me arrepentiré de haber perdido tanto tiempo de sueño estos días por terminar el capítulo pero tenía demasiadas ganas de que lo leyerais 😁 y me muero de ganas de leer qué os parece... es que amo demasiado los comentarios, y os agradezco TANTO el amor que le dais a esta historia... AY ❤️️

Alguna vez os ha dado un ataque de risa en el momento más tenso e inoportuno? al punto de que la gente pueda pensar que estáis locas? jaja.

Como curiosidad del capítulo debo confesar que me he sentido tentada a llamar "Be" en vez de "Lola" a la chica borracha, porque ese comportamiento es muy de Bea (de "Si me dices que no") 😂

Capítulo dedicado a @danihuntsthosebooks que ha estado promocionando este libro en su canal y sus redes, y me recomendó para un grupo de lectura 🙈 es demasiado linda ❤️️

Os dejo con una ilustración de @Naian_Mariana (buscad su insta, es buenísima) de la Cuervis que me encanta:


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