Algo Más Que Vecinos

By AstridSnchez718

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🆃︎🅴︎🆁︎🅼︎🅸︎🅽︎🅰︎🅳︎🅰︎! C̸a̸p̸i̸t̸u̸l̸o̸s̸ l̸a̸r̸g̸o̸s̸ Leopold Gallagher, un rico hombre de negocios... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 19 - Fin

Capítulo 18

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By AstridSnchez718

Capítulo 18

Cinco meses después, Leopold Gallagher se encontraba trabajando en su despacho cuando entró su secretaria  con un ejemplar de The Times en una de sus manos.

—Gracias, Janet, déjalo ahí, por favor —dijo sin levantar la vista de los documentos que repasaba en ese momento.

Al terminar, abrió el periódico y le echó un rápido vistazo para ver las noticias del día. Acababa de pasar una página cuando leyó de pasada uno de los numerosos anuncios de la sección de cultura; incrédulo, se quedó inmóvil y volvió a leerlo detenidamente.

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HOY MIÉRCOLES, A LAS 19:00 H.

INAUGURACIÓN DE LA EXPOSICIÓN DE PINTURA

«PAISAJES INTERIORES»

DE CATALINA STAPLETON

GALERÍA TORRES
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Leopold permaneció un buen rato mirando con fijeza el anuncio del periódico sin verlo en realidad. El dolor agudo que atravesó sus entrañas le sorprendió; estaba convencido de que el tiempo transcurrido había conseguido mitigar el daño que la desaparición de Catalina, sin darle ningún tipo de explicación, le había causado. Su primera idea fue rasgar la página, estrujarla entre sus dedos y arrojarla a la papelera, pero, de inmediato, cambió de opinión. Durante toda su vida se había enfrentado con los problemas cara a cara y esta vez no sería una excepción.

A pesar de que ya no creía albergar ningún sentimiento profundo hacia Catalina, pensaba que sería mejor asegurarse. Leopold reflexionó durante un buen rato y tomó una decisión: acudiría a la galería y la saludaría como un ser civilizado saluda a otro con el que ha compartido algunos momentos especiales.

Nada más.

Satisfecho al comprobar lo tranquilo que se sentía después de haber tomado esa resolución, decidió llamar a la mujer de Harry para que lo acompañara.

En cuanto entró en la galería, Leopold descubrió a Catalina en un rincón hablando con Diego Torres y una pareja desconocida. A pesar de saber que iba a encontrarse con ella, Leo no estaba preparado para la oleada de emoción que lo recorrió al verla. Cat estaba todavía más hermosa de lo que la recordaba; lucía unos pantalones ajustados y una camisola suelta color rosa y estaba radiante, como si una lámpara la iluminara desde dentro. Gallagher se detuvo incapaz de dar un paso más y Lisa, que caminaba a su lado, lo miró con curiosidad.

—¿Te ocurre algo, Leopold?

Leopold inspiró con fuerza antes de contestar.

—Nada, Lisa. Ven, vamos a saludar a la artista —con el brazo alrededor de la cintura de la mujer se acercó a Cat, que en ese momento se reía de algo que había dicho Diego.

—Hola, Catalina.

—¡Leo! —cualquier vestigio de color desapareció súbitamente de sus mejillas y Leopold, testigo de su palidez, se sintió como un fantasma del pasado que hubiera venido a atormentarla de nuevo—. No… No esperaba verte por aquí…

Se notaba que a Catalina le costaba encontrar las palabras, lo que le produjo una cierta satisfacción. Con disimulado interés, la mirada de Lisa pasaba del uno al otro, como si presintiera las tumultuosas corrientes ocultas que circulaban entre los dos.

—Vi el anuncio de la exposición en el periódico y decidí pasar a saludarte —la ventaja que llevaba Leo sobre ella le permitió dirigirse a su exvecina con aparente indiferencia.

—Me… me alegro de verte —la voz de Cat sonó entrecortada, era evidente que seguía bajo los efectos de la conmoción que le había causado verlo una vez más.

—Yo también me alegro de verte, Catalina. Te veo muy bien —la mirada masculina se deslizó arrogante sobre su cuerpo, como si tasara cada centímetro de su carne y encontrara que no estaba a la altura. Cat empezaba a sentirse enferma y se mordió el labio inferior con nerviosismo.

—Gracias —susurró Catalina. De pronto, la joven parecía apagada y sin rastro de su viveza habitual.

Leopold consiguió al fin apartar los ojos de su bonito rostro y, haciendo un enorme esfuerzo por seguir aparentando indiferencia, se despidió sin que su tono sereno traicionara su agitación.

—Bueno, te dejamos que sigas charlando. Daremos una vuelta por ahí.

—Perfecto —Catalina seguía algo pálida, pero se notaba que empezaba a recobrar el dominio de sí misma.

Leopold y Lisa recorrieron la exposición con calma y se detuvieron ante cada obra, examinándola con atención antes de dirigirse a la siguiente.

—Tu amiga es muy buena —afirmó Lisa mientras contemplaba el cuadro de la pequeña cala de Cornualles que tantos recuerdos le traía a Leopold.

—Sí —se limitó a contestar él siguiendo con la mirada la figura de Catalina que ahora charlaba con otro grupo de personas.

En ese instante, Diego Torres se acercó a la joven por detrás y colocó una de sus manos sobre su vientre, Leopold observó cómo Cat volvía la cabeza y le sonreía con dulzura. De repente, como si un rayo acabara de liberar toda su carga electrostática sobre su cabeza, Leo se quedó petrificado.

—¿Qué te ocurre, Leopold? Te has quedado lívido —preocupada, Lisa apoyó su mano sobre el brazo masculino y, al instante, notó su rigidez.

—Perdona, Lisa, pero tengo que llevarte a tu casa ahora mismo. Prometo que te lo explicaré más adelante —las palabras parecían salir a duras penas de entre las apretadas mandíbulas de su amigo y, muy sorprendida, la mujer se dejó arrastrar hacia la salida sin protestar.

Catalina les observó marcharse sintiendo la dolorosa arremetida de unos celos brutales. La mujer que iba con su exvecino no se parecía en nada a Allison; era alta, morena y muy atractiva. En otras circunstancias, si no hubiera sabido que estaba con Leo, le hubiera gustado, pero solo de pensar en que seguramente sería su nueva conquista tenía ganas de asesinarla. Sorprendida por esas violentas emociones, Cat trató de calmarse; no permitiría que la súbita aparición de Leopold después de tantos meses acabara con su tranquilidad. Había sido un auténtico shock volverlo a ver; lo había encontrado algo más delgado, pero seguía tan atractivo como siempre y en cuanto se acercó a saludarla supo, sin lugar a dudas, que no había conseguido olvidarlo. A pesar del tiempo transcurrido, aunque había procurado volcarse en su pintura, no había conseguido borrar la imagen de su exvecino, que volvía a su mente para atormentarla, una y otra vez. Disgustada consigo misma, Catalina sacudió la cabeza decidida a no pensar más en él, al menos de momento, y se volvió de nuevo hacia el hombre con el que estaba hablando, tratando de concentrarse en sus palabras. Cuando acabó todo, Diego se ofreció a acompañarla hasta su casa y se despidieron en la calle frente a su portal.

—Buenas noches, Cat, y enhorabuena. La exposición ha sido un éxito, has vendido más de la mitad de los cuadros.

—Muchas gracias, Diego, no lo habría logrado sin tu ayuda.

—Que descanses, ángel mío. Recuerda que somos un equipo, nos vamos a hacer muy, muy ricos —Diego le guiñó un ojo y la joven soltó una carcajada.

—A ver si es verdad, buenas noches.

Diego se inclinó y depositó un suave beso sobre sus labios. Catalina se lo quedó mirando hasta que su amigo se subió al coche y se alejó, luego empezó a buscar las llaves en su enorme bolso.

—Catalina… —la voz profunda y viril la sobresaltó, y el pesado llavero que había conseguido encontrar al fin cayó al suelo con un alegre tintineo.

—¡Leo! ¿Qué haces aquí?

—Os he seguido —confesó mirándola con el ceño fruncido—. Quería saber dónde vivías, ninguno de tus amigos ha querido decírmelo.

—Quizá sea porque yo no quería que te enteraras —respondió Catalina, molesta, y se inclinó para recoger las llaves.

—¡Quieta! Ya las cojo yo —Leopold se agachó con rapidez y se las entregó.

Cat no pudo evitar que sus pupilas se engancharan con esos helados ojos grises que, paradójicamente, parecían arder de pura furia y, asustada, retrocedió un paso.

—Haces bien en tener miedo —declaró su exvecino con un tono de voz extrañamente calmado.

—¡Yo no te tengo miedo! —los ojos castaños de Cat lo miraron desafiantes, pero a Leopold no se le escapó la forma en que se mordía el labio inferior para evitar que temblara.

—Así que corriste a arrojarte a los brazos de tu amante, ¿no es así? ¿Qué opina Fiona de vuestra relación?

Sus acusaciones la sorprendieron y la hirieron al mismo tiempo.

—No dices más que tonterías. Para tu información, aunque no tengo por qué darte explicaciones, un amigo me prestó una casita en el sur de Francia y me fui unos meses a pintar —sin tratar de ocultar la expresión desdeñosa de su rostro, Catalina se volvió para abrir la puerta.

—Un amigo… qué conveniente —ciego de ira, Leopold la agarró del brazo y la obligó a volverse hacia él una vez más.

—¡Ay, me haces daño!

—No me importa y, si no fuera por tu estado, te juro que te sacudiría hasta que se te descolocaran todos los huesos del cuerpo —susurró entre dientes con violencia y sin hacer ningún amago de aflojar el apretón.

—¡Déjame en paz! ¡No puedes venir aquí amenazándome! —furiosa, Cat se revolvió intentando soltarse.

—¿Ah, no? —sus grandes manos la sujetaron con más fuerza de los brazos y la zarandeó ligeramente.

—Suéltame o gritaré —lo desafió la joven mirándolo airada.

—Veo que no estáis casados, ¿por qué?

—¿Casados? Sigues diciendo tonterías —respondió Catalina con un mohín petulante.

—¿Acaso no quiere reconocer a su hijo? —Leopold la sacudió de nuevo, rabioso.

Cat lo miró desconcertada, como si no tuviera ni la menor idea de qué demonios hablaba. De repente, al ver su expresión, una idea se dibujó con nitidez cegadora en la cabeza de Leopold.

—Porque es suyo ¿no? ¿De cuánto tiempo estás? —preguntó muy pálido.

—De unas veinte semanas.

Leopold hizo unos rápidos cálculos y su rostro tomó un tinte cerúleo.

—No será…

—¿Qué? —Cat lo miró retadora.

—¿No será… mi hijo?

Sin afirmar ni negar, Catalina clavó sus pupilas en él. Estupefacto, Leopold extendió el brazo y colocó su mano sobre el vientre levemente abultado.

—¡Déjame, no se te ocurra tocarme! —gritó Cat apartándose de él en el acto.

—Es mío —afirmó Leopold como si no pudiera creérselo todavía.

—No te preocupes, no te voy a pedir nada.

—¡¿Cómo has podido…?! —Leopold tuvo que inspirar con fuerza un par de veces antes de poder continuar; los ojos plateados tenían una mirada enloquecida y la joven empezó a sentirse realmente asustada—. ¡¿Cómo has podido ocultarme una cosa semejante?!

A pesar de que procuraba mantener un tono moderado, sus palabras salían como disparos de entre sus dientes apretados.

—No es asunto tuyo —contestó Cat en voz tan baja que era apenas audible. En el fondo sabía que llevaba meses tratando de acallar su mala conciencia.

Lleno de ira, Leopold apretó sus brazos aún más, sin reparar en el dolor que le causaba.

—Ah, ¿no? ¿Entonces de quién si no? —Catalina, incapaz de aguantar su mirada furiosa y dolida, dirigió la vista al suelo—. Lo que no comprendo es que… ¿No pensaste en…? —Leopold no fue capaz de terminar la frase; solo de pensarlo se le revolvía el estómago.

Catalina trató de ocultar el pesar que le causaba esa pregunta.

—¿Abortar? Ni por un instante se me pasó por la cabeza. Ya soy mayorcita para hacerme responsable de mis actos; pero es mi hijo y de nadie más, así que no te preocupes.

—También es mi hijo, tengo derecho a preocuparme. Yo también soy responsable de mis acciones.

—Mira, Leo, estoy cansada y quiero irme a la cama. No me apetece mantener esta conversación en este momento —de pronto, Leopold reparó por vez primera en el aspecto fatigado de Catalina y en las leves ojeras bajo sus ojos, y la soltó despacio.

—Está bien. Vete a dormir, pero te prometo que vamos a hablar de esto largo y tendido. Esta vez no escaparás de mí con tanta facilidad —le advirtió en un tono sereno. Luego, dio media vuelta y se alejó en dirección a su coche.

Profundamente aliviada, Cat abrió a toda prisa la puerta de la vivienda y desapareció tras ella. Leopold se quedó un rato sentado tras el volante; notaba que aún respiraba con dificultad.

Catalina iba a tener un hijo suyo.

Leopold se pasó una mano nerviosa por el pelo. No estaba seguro de estar preparado para ser padre; desde luego, era la última noticia que esperaba recibir esa noche y se sentía como un boxeador noqueado que no sabía de dónde le llovían los golpes. Después de varios minutos, cuando consiguió calmarse un poco y cesó el temblor de sus manos, arrancó y se alejó de allí a toda velocidad.

Dos días después, Cat salía de su casa cuando se encontró a Leopold de pie al lado de su deportivo de color negro.

—Buenos días, Catalina, sube, te llevo —dijo con voz tranquila.

—¿A dónde me vas a llevar si puede saberse?

—He hablado con tu madre y sé que tienes cita con el ginecólogo. Vamos, te acompañaré.

—¿Has hablado con mi madre? —la joven lo miró boquiabierta.

—Por lo visto, se te había olvidado contarle el pequeño detalle de que el padre de tu hijo no tenía ni idea de que estuviera en camino. Creo que te espera una buena bronca.

Catalina lo miró furiosa.

—No sé por qué demonios tienes que hablar con mi madre, nadie te ha dado vela en este entierro y no quiero que me acompañes a ningún lado.

—Sube —paciente, Leopold mantuvo la puerta del vehículo abierta.

La mirada severa que acompañó la orden no le dio opción a Catalina para negarse; al fin y al cabo, Leo parecía decidido y no podía hacer una escena en mitad de la calle. Muy enfadada, Cat se sentó en el asiento del copiloto.

—Creí que había dejado claro que no te quería en mi vida.

—Siento desilusionarte, querida Catalina, estoy aquí para quedarme y no podrás impedírmelo —su expresión, resuelta y despiadada, le hizo comprender a la joven el secreto del éxito de su antiguo vecino en los negocios, así que, impotente, a Cat no le quedó más remedio que indicarle el hospital a donde debían dirigirse y, después, no dijo ni una palabra más durante el resto del trayecto.

De reojo, Leopold miraba de vez en cuando su hermoso perfil, mientras ella, muy digna, no apartaba la vista de la calzada. A pesar de la actitud de Catalina, ardía en deseos de alargar la mano y coger entre los suyos esos dedos esbeltos, que se retorcían con nerviosismo.

—Pase Catalina, tiéndase en la camilla y desabróchese el botón del pantalón —la sonriente enfermera la hizo pasar a un pequeño habitáculo que contenía una camilla y un ecógrafo—. Hoy le harán la ecografía de las veinte semanas. Me imagino que su esposo querrá estar presente también.

Antes de que la joven pudiera negar el parentesco, Leopold dijo:

—Por supuesto, no me lo perdería por nada del mundo.

Catalina notó que la enfermera acusaba el impacto de la sonrisa de su exvecino y soltó un bufido indignado. En cuanto se quedaron a solas, Cat se volvió hacia él, enojada.

—No me gusta que te hagas pasar por mi marido.

—No hace falta que te preocupes, más temprano que tarde será una realidad —la chica lo miró con la boca abierta, pero antes de que se le ocurriera alguna contestación, Leopold añadió—: Venga, Catalina, haz lo que te ha dicho la enfermera y túmbate de una vez.

Incapaz de articular palabra, Cat obedeció por fin y, tendiéndose en la camilla, se desabrochó el botón del pantalón y se subió la blusa. Leopold contempló fascinado ese vientre levemente abultado —la única señal, salvo un ligero aumento del tamaño de los senos, de que la joven estaba embarazada— y sintió un intenso deseo de acariciarlo. La entrada de la doctora interrumpió sus pensamientos.

—Buenos días, Catalina, ¿qué tal se encuentra?

—Perfectamente, al menos ya no me voy quedando dormida por las esquinas. Eso sí, desde que se me pasaron las náuseas tengo hambre a todas horas —respondió Cat, sonriente.

—Eso entra dentro de la más absoluta normalidad —declaró la doctora devolviéndole la sonrisa, mientras extendía un gel transparente sobre el abdomen de la joven. A continuación, cogió la sonda exploratoria y la fue deslizando por encima de su piel.

—¿Qué es eso? —preguntó Leopold, asustado al escuchar un ruido atronador.

—Es el corazón del feto.

—¿No va demasiado rápido? ¿Es eso normal? ¿Tiene algún problema? —nervioso, el pobre hombre fue disparando una pregunta tras otra.

—Siempre es así, todo parece estar bien. Ya mide 14 centímetros y pesa unos 250 gramos —contestó la doctora con amabilidad, procurando tranquilizarlo—. ¿Desea conocer el sexo de su bebé, Catalina?

—Sí, por favor —la joven había permanecido hasta entonces en silencio, observando maravillada la imagen en blanco y negro del monitor.

La doctora examinó atentamente la pantalla durante un buen rato y anunció:

—Van a ser padres de una niña. Felicidades a los dos.

—¡Una niña! —la voz masculina, algo ronca, resonó en la habitación.

Incapaz de contener su emoción, Leopold cogió una de las manos de Cat entre las suyas, las pupilas de ambos se encontraron y Leo percibió en los grandes ojos castaños de Catalina el brillo de las lágrimas. Sin poder evitarlo, ambos se sonrieron al mismo tiempo y algo, cálido y delicado, pasó entre los dos

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