Algo Más Que Vecinos

By AstridSnchez718

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🆃︎🅴︎🆁︎🅼︎🅸︎🅽︎🅰︎🅳︎🅰︎! C̸a̸p̸i̸t̸u̸l̸o̸s̸ l̸a̸r̸g̸o̸s̸ Leopold Gallagher, un rico hombre de negocios... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19 - Fin

Capítulo 6

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By AstridSnchez718

Capítulo 6

Leo abrió la puerta de su piso, encendió la luz y echó una ojeada a su alrededor; todo estaba como de
costumbre, reluciente y sin nada fuera de su sitio, y por primera vez desde que vivía allí, pensó que su hogar resultaba algo frío. Molesto por ese absurdo pensamiento, sacudió la cabeza tratando de borrarlo. Le gustaba su casa, había contratado a uno de los mejores arquitectos de interiores de Londres para decorarla y se sentía satisfecho con el resultado. No entendía a qué venía ese repentino descontento.

«Un par de comentarios de tu excéntrica vecina, Gallagher, y cambias de opinión como Berlusconi de amante veinteañera», se reprochó, disgustado consigo mismo.

No entendía qué le pasaba últimamente; Leopold se consideraba un hombre razonablemente feliz, tenía unas metas muy claras y había encaminado su vida hacia ellas, sin desviarse ni un milímetro. Sin embargo, de un tiempo a esta parte notaba como si le faltara algo, una ligera insatisfacción lo acompañaba con frecuencia.

«Pero esto no tiene nada que ver con Catalina Stapleton», se dijo. «Todo esto no es más que la reacción ante un shock. El shock que supone para mí haberme dado cuenta de que no solo no amo a Alison, con la que hasta hace unas pocas semanas barajaba la idea de casarme, sino que ni siquiera me cae bien».

Leopold siempre se había preciado de conocer hasta el último pliegue de su alma y no entendía cómo había podido engañarse a sí mismo durante los dos últimos años; esa noche sintió como si se le hubiera caído la proverbial venda de los ojos. De repente, sentado a su lado en la elegante mesa que les habían asignado, rodeado de lo más granado de la sociedad inglesa, se dio cuenta de que Allison tenía una risa estridente que le ponía de los nervios. Después, la escuchó realizar un par de comentarios que a Leopold le hicieron ponerse aún más recto de lo que estaba en el asiento. Los demás rieron divertidos, pero, por vez primera, él fue consciente de que el sentido del humor de Alison era ofensivo y cruel. Reconocía que era una mujer muy bella y que muchos hombres lo envidaban por tenerla como pareja. Quizá por eso había estado ciego hasta ese momento, le resultaba halagador saber que otros codiciaban lo que él poseía. Durante toda su vida había estado muy orgulloso de sus éxitos, tanto en el terreno laboral como en el personal; sin embargo, esa noche, de pronto, le pareció todo absurdo y sintió unas ganas terribles de escaparse de allí cuanto antes.

Alison se enfadó mucho cuando le dijo que deseaba marcharse. Por primera vez, no pudo ocultar sus sentimientos y su rabia se desbordó de una manera que hizo que Leopold se pusiera aún más rígido de lo que ya estaba. Tuvo que echar mano de toda su buena educación para mantenerse impasible ante los comentarios de Alison y le anunció en un tono muy cortés que él se iba y que ella tenía dos opciones: quedarse allí o permitir que la acompañara hasta su casa. Alison decidió quedarse y enseguida se puso a coquetear con uno de los mayores rivales de Leopold que llevaba meses detrás de ella. Incrédulo, Leopold se dio cuenta de que no le importaba lo más mínimo y, sintiendo un profundo alivio, se fue de la fiesta y condujo hasta la galería de arte.

En cuanto llegó, descubrió a Catalina en un rincón hablando con Diego. Al ver el brazo del galerista rodeando su cintura, se detuvo en seco y permaneció observándolos un buen rato sin que se dieran cuenta. No pudo descubrir en la actitud de Cat ni el más ligero asomo de coquetería; simplemente, era una mujer de la que emanaba tal calidez que los demás revoloteaban a su alrededor como polillas deslumbradas por las llamas. Reparó en lo afectuosa que era con cualquiera que se le acercara, padres, alumnos… para todos tenía una palabra amable o un gesto cariñoso. No era que Catalina Stapleton le gustase.

En absoluto.

Solo que había algo en su actitud que, en cierto modo, resultaba refrescante. A pesar de lo mucho que a veces le irritaba su conducta, cuando estaba a su lado el leve descontento que parecía perseguirlo de un tiempo a esta parte desaparecía en el acto.

«Tonterías», se dijo, al tiempo que se quitaba el esmoquin y se ponía el pijama.

Leopold se estaba lavando lo dientes en el cuarto de baño cuando, sin saber por qué, se quedó muy quieto con la mirada clavada el espejo. Por primera vez, reparó en las finas arrugas que se marcaban en las comisuras de sus ojos y, de repente, se sintió viejo a pesar de sus cuarenta y dos años. Alarmado, se preguntó si Catalina también pensaba que lo era, al fin y al cabo, debía llevarle más de diez años, quizá pensaba en él como en un anciano venerable. Al darse cuenta de a donde le llevaban sus cavilaciones, sacudió la cabeza irritado consigo mismo; ¿qué más le daba lo que esa chica pensara? Catalina Stapleton no significaba nada para él, así que sería mejor dejarse de tonterías; ya era tarde y al día siguiente tenía que coger un avión a primera hora. Terminó de aclararse la boca y se metió en la cama, pero su mente seguía divagando, ingobernable, y aún tardó un rato en dormirse.

Durante el mes siguiente, Cat y él se encontraron en contadas ocasiones y apenas intercambiaron más que algún escueto saludo. Leopold había decidido que no era conveniente acercarse a su vecina más de la cuenta. Al fin y al cabo, no le gustaba que nadie —y menos una insignificante muchacha que no tenía dónde caerse muerta—, le hiciera sentir incómodo. Hubieran seguido así eternamente si una de las veces en las que él llegaba de correr, sudado y jadeante, Catalina, que en ese momento salía del portal, no se hubiera parado allí mismo resuelta a hablar con él.

—Hola, Leo, hace siglos que no charlamos —saludó, alegre.

—Hola, Catalina. Sí, la verdad es que últimamente estoy muy ocupado. Ahora mismo iba a darme una ducha, estoy agotado.

El hombre se volvió para marcharse, pero Cat se interpuso en su camino con decisión, alargó la mano y lo sujetó por el brazo sudoroso. Su gesto, tan efectivo como si acabara de dispararle una descarga paralizante con una pistola eléctrica, lo detuvo en seco.

—Trabajar tanto no puede ser bueno —comentó Catalina clavando sus aterciopeladas pupilas castañas en los duros ojos masculinos.

—Tonterías —descartó Leopold con severidad. La mano femenina seguía posada en su brazo produciéndole un extraño cosquilleo que le hizo envararse aún más pero, a pesar de que le hubiera gustado, era incapaz de apartarse de ella.

—No son tonterías, Leo —su forma de dirigirse a él, como si estuviera hablando con un chiquillo cabezota, hizo que a Leopold le entraran ganas de sacudirla—. La vida no puede ser solo trabajar y trabajar.

—¿Por qué no? A mí es lo que más me gusta —respondió, desafiante.

—Pobre… —la compasión que detectó en los ojos femeninos no le pareció fingida y su enojo subió un par de grados.

—Para tu información, Catalina Stapleton, soy yo el que debería sentir lástima de ti —anunció su vecino.

—Ah, ¿sí? —preguntó ella lanzándole una de esas sonrisas que parecían iluminarla por completo.

—Sí —respondió él parpadeando un par de veces, deslumbrado—. Una mujer de unos veintitantos años…

—Treinta y tres —precisó ella muy seria, aunque el cálido chisporroteo de sus ojos desmentía su aparente gravedad.

—… que vive de prestado en casa de su tío —continuó él como si no la hubiera oído—. Con un trabajo que no debe reportarle más de unas mil libras al mes…

—Novecientas cincuenta, para ser exactos.

Definitivamente, esa joven resultaba exasperante.

—¿Qué futuro te espera? ¿Qué ocurriría si por cualquier cosa perdieras la salud? ¿Tienes algún tipo de seguro, un plan de jubilación, un…?

—¡Para por Dios, Leo, me estás deprimiendo!

—Quería que llegaras por ti misma a la conclusión de quién de nosotros es más digno de lástima. Está claro ¿no? —afirmó Leopold, triunfante.

—Pero hay algo que marca toda la diferencia.

—¿Sí? —preguntó, sarcástico, para él estaba muy claro que la joven no quería dar su brazo a torcer por pura cabezonería.

—Yo estoy disfrutando del presente. Mi trabajo me encanta, lo mismo que a ti, pero no se traduce solo en cifras; trata de personas, con las que mantengo el contacto día a día, que me transmiten emociones y calor humano. Tú tienes una gran empresa, cada día más grande, pero todo ese esfuerzo ¿para qué? ¿Quién reclamará los frutos de toda una vida de sacrificio?

—Eso no son más que tonterías sentimentales. Yo también trabajo con personas. Gracias a mi sacrificio, como tú lo llamas, miles de ellas gozan de un empleo que, a su vez, les permite disfrutar de la vida. Y respecto a cuando yo no esté, espero que para entonces habré creado una familia y tendré hijos a los que poder entregar el resultado de tantos años de trabajo.

—¿Familia, hijos? ¿Tienes pensado casarte con la inefable Alison? —preguntó Catalina con curiosidad.

—Mi vida sentimental no es de tu incumbencia —Leopold respondió con frialdad, a pesar de que sus ojos grises lanzaban furiosas esquirlas de hielo, pero Cat no se amilanó.

—Y dime, querido vecino, ¿cuándo encontrarás tiempo para casarte y no digamos para tener hijos? ¿Está la fascinante Alison dispuesta a traer al mundo lo que no serán más que serios obstáculos en su carrera?

—¡Hablas de lo que no sabes! —a Leopold le enfureció no poder controlar el tono de su voz, que sonó más alto de lo que deseaba.

—¿Ah, no? —la joven alzó una ceja, burlona.

Haciendo un esfuerzo sobrehumano para no perder los papeles por completo, Leo cogió la mano que lo sujetaba y la apartó con suavidad, respiró profundamente y contestó en un tono más calmado:

—No quiero seguir hablando contigo de este tema. Me voy a duchar. Buenas noches —muy tieso, giró sobre sí mismo y se dirigió hacia el portal, pero no pudo evitar oír la voz de su insufrible vecina a sus espaldas.

—¡Leo, Leo, lo siento! ¡Te prometo que no volveré a meterme contigo! —a pesar de sus excusas, el hombre creyó detectar una nota de regocijo en sus palabras y, furioso, apretó los puños con fuerza—. Si vuelves a tiempo el viernes, te invito a cenar y a una partida de ajedrez —le gritó Catalina antes de que él cerrara la puerta sin volverse a mirarla.

«Esa mujer está loca si cree que voy a pasarme el viernes por su piso para que siga insultándome», se dijo Leopold apretando los labios.

Durante el resto del paseo, Catalina siguió pensando en Leopold Gallagher. Había intentado por todos los medios a su alcance sacarlo de sus casillas pero, a pesar de que estuvo cerca, no lo había conseguido. Ese estirado vecino suyo era duro de pelar, se dijo. Su coraza de buena educación era casi inexpugnable, pero Cat se prometió a sí misma que la atravesaría, aunque para ello se viera obligada a utilizar juego sucio.

—Milo, te pongo por testigo de que el orgulloso Leopold Gallagher no tendrá más remedio que empezar a disfrutar un poco de la vida, le guste o no— juró Cat, alzando el puño contra el cielo oscuro como una moderna Scarlett O'Hara. El perro la miró con adoración y se limitó a mover el rabo, entusiasmado.

El viernes Leopold llegó a su piso hacia las ocho de la tarde, acababa de llegar de Nueva York y, a pesar del cansancio acumulado, sabía que no podría pegar el ojo. Al abrir la puerta, vio una nota que alguien había deslizado por debajo de la rendija, se agachó y descubrió una letra desconocida y bastante caótica.

«Como su dueña», pensó mirando la firma que figuraba al final.

Querido Leo, espero que recordarás la partida que tenemos pendiente.

Cat

Nada más. Estuvo a punto de rasgar la nota y tirarla al cubo de la basura, pero en ese momento su móvil emitió un sonido y vio que su amigo Harry le había dejado un mensaje.

«Leopold», escuchó, «si llegas a tiempo, tengo una mesa reservada en Mason's a las ocho y media. Estaremos nosotros, los George y una chica que está deseando conocerte».

«Demonios», se dijo a sí mismo, «no debería haberle comentado a Harry que lo he dejado con Alison».

Lo último que le apetecía esa noche era acudir a una cita a ciegas. Otra posibilidad era quedarse en casa zapeando delante del televisor hasta que le entrara el sueño, pero esa opción tampoco le seducía. Quizá lo mejor, al fin y al cabo, sería ir a casa de su vecina. Así aprovecharía para cenar un poco, echar la famosa partida de ajedrez —que liquidaría en cinco minutos—, y regresaría a su casa temprano.

Sí, haría eso exactamente.

En la nota no ponía hora, así que Leopold se duchó con calma, se puso unos desgastados vaqueros y una camisa blanca y se calzó unos cómodos mocasines de ante. Buscó en su pequeña vinoteca y cogió una botella de vino blanco, con ella en la mano llamó al timbre y esperó varios minutos. Molesto, oprimió de nuevo el botón durante un buen rato, hasta que la puerta se abrió por fin.

—Hola Leo, perdona, no te oía con la música —saludó, Catalina sin aliento. Luego miró el reloj y al ver la hora exclamó, agobiada—: ¡Dios mío, no pensé que fuera tan tarde!

Leopold contempló el pelo revuelto de su vecina, la cara roja y su expresión angustiada. Sus habituales vaqueros rotos y su camiseta de algodón, a pesar de estar protegidos por un delantal, lucían numerosas manchas de lo que podía ser sangre o, lo más probable, salsa de tomate.

—Parece que te ha pasado un tanque de tres toneladas por encima —fue el veredicto de su vecino.

Catalina le sonrió sin ofenderse y retiró el enmarañado cabello de su rostro con una mano no muy limpia.

—Gracias, Leo, tú en cambio estás impecable, como siempre.

Leopold agradeció el cumplido con una ligera inclinación de cabeza y entró en la vivienda mirando a su alrededor con curiosidad. No había estado allí desde la noche de la fiesta y observó que todo estaba mucho más ordenado; a pesar de ello, un libro en la mesa y algunas revistas abiertas aquí y allá, un jarrón lleno de flores, el perro dormitando frente a la chimenea encendida y el leve olor a comida que salía de la cocina, le daba a la vivienda el ambiente hogareño del que la suya carecía.

—¿Cuál es la emergencia? —preguntó muy tranquilo.

—Quería lucirme —confesó la chica—, así que le pedí a Fiona su libro de Venti deliziose ricette italiane pensando que sería fácil, pero la vitrocerámica me odia y conspira contra mí. A pesar de que he seguido las instrucciones al pie de la letra, en vez de deliziose, todo me sale más bien «asquerosi».

Divertido, Leopold observó su aspecto desesperado.

—Vamos a la cocina —ordenó y, obediente, Cat lo condujo hasta allí arrastrando los pies.

La cocina parecía un campo de batalla; la salsa de tomate salpicaba incluso las paredes, algunos trozos de verdura habían caído al suelo y, por todas partes, había utensilios y platos usados de distintos tamaños y colores.

—Dios mío, ¿esto lo has hecho tú solita?

Catalina suspiró, avergonzada, mientras Leopold echaba una ojeada a la receta y a los ingredientes que estaban esparcidos alrededor.

—Creo que podré hacer algo con todo esto.

—¿De verdad? —pregunto ella, animándose de repente. A Leo le pareció como si el sol acabara de salir en medio de la desordenada cocina.

—Anda, ve a ducharte. Yo me haré cargo de este código rojo.

Cat protestó:

—Ni hablar, Leo. No puedo dejarte solo con este follón. Yo he sido la que te invitado, no puedo permitir que con lo cansado que debes estar te ocupes de todo. Llamaré a pedir una pizza.

—Catalina —dijo Leo en un tono de voz de no admitía objeciones, al tiempo que colocaba las palmas de sus manos sobre los hombros de la chica—. Vete a duchar ahora mismo y, ya sabes, no hace falta que te des prisa.

Diciendo eso la giró y con una leve palmada en el trasero, la envió en dirección a la puerta. La chica volvió la cabeza, indignada, pero no se atrevió a protestar. Al fin y al cabo, sentía un alivio tremendo al ver que otro se hacía cargo del desastre.

Siguiendo los consejos de Leopold, aprovechó para lavarse el pelo donde también habían ido a parar restos de salsa de tomate, lo secó con el secador y se puso uno de sus sencillos vestidos.

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