Historias que no contaría a m...

By RRLopez

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¿Cómo se despista a un traficante de drogas y a sus violentos secuaces durante toda una noche cargando con un... More

introducción
Copyright
Dedicatoria
1. Aventuras bizarras. Pt. 1
2. Aventuras bizarras. Pt. 2
3. Aventuras bizarras. Pt. 3
4. Cita a tientas. Pt. 1
5. Cita a tientas. Pt. 2
6. Cita a tientas. Pt. 3
7. Cita a tientas. Pt. 4
8. Cita a tientas. Pt. 5
9. Cita a tientas. Pt. 6
10. Misión impasible. pt1.
12. Misión impasible pt.3
13. Misión impasible pt.4
14. Misión impasible pt.5
15. Misión impasible pt.6
16. Misión impasible pt.7
17. Misión impasible pt.8
18. Misión impasible pt.9
19. Misión impasible pt.10
20. Misión impasible pt.11
21. Misión impasible pt.12
22. Hijos de un dios infinitesimal pt.1
23. Hijos de un dios infinitesimal pt.2
24. Hijos de un dios infinitesimal pt.3
25. Hijos de un dios infinitesimal pt.4
26. Hijos de un dios infinitesimal pt.5
27. Hijos de un dios infinitesimal pt.6
28. Hijos de un dios infinitesimal pt.7
29. Hijos de un dios infinitesimal pt.8
Para terminar
Imposible pero incierto, muy pronto en Wattpad

11. Misión impasible pt.2

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By RRLopez

Estaba ya frente a la puerta de mi casa y mi cerebro había terminado de ultimar los detalles finales. Mientras giraba las llaves de la puerta, reí como el sempiterno profesor Moriarti (el de la serie de dibujos, que tenía más gracia). Con otro enigmático “Ja, je, ji, jo, ju” terminé mi almuerzo ante el estupor e intriga de mis parentales, y tras mediar un simple «nada» a su «¿qué te pasa?», comencé a teclear números de teléfono para reunir a la troupe.

Tan sólo faltaba la sintonía del “equipo A”.

Una vez concertada la cita con todos, y mientras bajaba a ducharme, resonaron en mi cabeza las últimas palabras de Antoine por el auricular:

—Vale, allí estaremos, campeón .Pero primero, ¡botellón!

En fin, si uno quería que las tropas lo siguieran debía tener a sus hombres “contentos”.

Vestido para la ocasión, me senté por un momento frente a la ventana para meditar. Con una parsimonia cuasi ritual presioné el botón del play en mi radiocaset, y la tranquilidad de la tarde y el son de los pajarillos cantores se vio interrumpido por el mensaje de justicia del «Screaming for vengance» de los Judas Priest.

A los cinco minutos tuve que apagarlo, a petición de mis amables vecinos y de mi padre, que se había levantado tan sólo con los calzoncillos en plan “Tarzán de los monos de la siesta”, para reprender (una vez más) mi escandalosa actitud.

El resto de la tarde, por el interés que en ello le iba a mi futura descendencia, traté de contener mi entusiasmo. Y cayó la noche, y con ella cayó la implacable sed de justicia que nos reunió en el paseo de la Avenida Parque. Todos ellos escucharon mi fantástico (en más de un sentido) plan con atención, y tras mi arenga se alzó una voz entre los allí reunidos.

—Illo, ¿”Pal whisky”, cuánto ponemos?

Di por supuesto que todo había quedado claro.

El de los botellones es un asunto muy curioso, que casi se podría calificar de fenómeno inexplicable. Se puede estar sentado en cualquier sitio sin que surja un tema de conversación que amenice la jornada, sin embargo, pon a los contertulios de pie en mitad de cualquier fría calle con un vaso de plástico en la mano, y se activará un fenómeno de dimensiones patológicas; la conversación fluirá a raudales y comenzarán a desenterrarse anécdotas y batallitas.

Estoy por apostar que pasaría incluso si los vasos estuvieran vacíos. Es como lo de los perros de Paulov, tan sólo que en este caso los sujetos del experimento comienzan a babear cuando éste finaliza.

Justo cuando acabábamos de servir los primeros “cacharros” se acercó a la reunión un tío de unos veintisiete años, con un aspecto muy correcto.

—¡Ey, tíos, que viene uno de esos “testigos Jorobaos”! —advirtió Ramiro.

—Guarda las botellas, que lo mismo las rompe por sacrilegio, que de los fanáticos estos no se puede fiar uno —recomendó Makcoma con aire preocupado, echando una cariñosa mirada a las botellas.

—No tendrá cojones el “pive” —dijo Renato con seguridad.

—Oye, perdonad ¿Os podría hacer unas preguntas? —iniquirió con tono conciliador el hombre acercándose al corro, y dirigiéndose a Antoine, que es el que en apariencia, y digo sólo en apariencia, parece más normal.

—Dime, campeón —le respondió éste con familiaridad.

—Veréis, —dijo en plural, aunque siguió dirigiéndose solamente a Antoine —es que estoy haciendo un sondeo de opinión para una campaña de concienciación sobre el problema del alcoholismo en la juventud, que está realizando el Ayuntamiento.

—¿Os he contado alguna vez el día que vi al alcalde tajado, antes de que fuera alcalde? —interrumpió Makcoma. Todos conocíamos esa historia.

—Dispara, figura.

—¿Cuánto dinero gastas al mes en bebidas alcohólicas? —comenzó la batería de exhortaciones.

—Pues verás, lo que me da mi madre.

—¿Pero cuánto puede ser eso más o menos?

—Depende, porque hay meses que le doy patadas a los ciegos en las espinillas y les quito los cupones.

—¡Ah! —contestó el encuestador con resignación.

—Y hay veces en que las diferentes marcas están rebajadas —apuntó acertadamente Ramiro.

—Hombre, y si el botellón lo hace un colega por su cumpleaños, te sale gratis —añadió Makcoma con tino.

—Vale, vale, pongo mil pesetas y en paz.

—¿Oiga, eso no debería ir en Euros? —preguntó Peazo, siempre alerta.

—Usted a éste no le haga caso que no bebe ni en los bautizos —saltó Renato.

—De acuerdo, de acuerdo —el encuestador empezaba a estar abrumado por la sobrecarga de información. —Pasaré a la siguiente pregunta. ¿Sabes o eres consciente del número de hepatocitos y neuronas que mueren cada vez que tomas un vaso de cerveza?

—No —negó Antoine con voz simplona.

—¡Mil quinientas! —el hombre pronunció a la frase un tono exagerado, “como intentando” sorprendernos.

—¿Mil quinientas qué? —preguntó Ramiro.

—¿Cómo que mil quinientas qué? —nuestro entrevistador nos miraba consternado. Estaba empezando a agobiarse.

—Sí, que si mil quinientos hepatocitos o mil quinientas neuronas.

—Eeeehhhh.... pues no sé —el tipo miró su guión y se rascó la cabeza —Aquí no lo pone.

—¿Cuántos vasos te has bebido tú antes de venir aquí? —le interrogó Makcoma en tono irónico.

—Puees ..... —intentó alegar el hombre.

—¿Eso es lo que pasa con un vaso sólo? —preguntó Renato con cara de preocupación.

—Sí.

—¡Pues menos mal que yo nunca bebo menos de cinco! —dijo Antoine.

—Yo, además siempre voy de whisky —agregó Ramiro con voz alegre.

—¡Si es que es lo más sano! —puntualizó Makcoma.

—¡”Pos” claro! —exclamó Renato —¡Es lo que digo yo siempre! ¡Felio, pásame el “Dragados y Construcciones”, no lo monopolices!

Yo, que por mi parte aún me estaba carcajeando para mis adentros, cedí solidariamente a la petición de mis compañeros.

—¿Qué “pacha” campeón? ¿te hace un “whiskas”? —ofreció Antoine al desesperado encuestador.

—Bueno, vamos a echarlo —accedió éste encogiéndose de hombros con cierto grado de resignación en su voz.

Cuando hubimos escanciado las últimas gotas de los frascos, brindamos por nuestro plan, y porque les dieran siete veces por culo al Cabezudo y a su amigo.

A esas alturas Peazo, que es un chico muy formal, ya se había ido a dormir, y Modesto, que era el único que quedaba sereno, guió nuestros tambaleantes pasos hasta el garito de turno, del cual evidentemente fuimos expulsados cuando Antoine se puso a vomitar en la máquina de tabaco y tiró al suelo diez tubos que había encima de la misma.

Yo, como medida de represalia, y con la maestría de un ninja, cubierto, eso sí, por Modesto y Ramiro, eché una rápida meada a los pies de la máquina de dardos, a modo de despedida para nuestros anfitriones temporales.

Nuestra peregrinación de bar en bar finalizó cuando, a las siete de la mañana, tuvimos que huir ante las porras de una pareja de policías locales que habían presenciado accidentalmente nuestra coreografía de danza griega en lo alto de unos contenedores de basura.

Al día siguiente la resaca fue tremenda.

Cuando me levanté sentía mas clavos en la cabeza que el “monstrenco” de “Hellraiser”. Agarrándome al asiento y manteniendo una conversación minimalista intenté ocultar a los ojos de mis padres “la madre de todas las resacas”, como más tarde fue conocida.

El resto del día lo pasamos realizando los preparativos lo mejor que pudimos, dado nuestro penoso estado.

Quizás por eso todo acabó como acabó.

Nos hallábamos en la avenida Gran Vía Parque, a la altura de la plaza de toros, lo suficientemente alejados del pabellón polideportivo como para no llamar la atención de los variados cuerpos de seguridad que guardaban el evento.

Éste era el plan: Modesto se había traído del pueblo un par de walkies de batería. Peazo había apañado por medio de su padre, que era ingeniero del Ayuntamiento, un plano de las alcantarillas de la ciudad que llevaban al generador subterráneo que controlaba la corriente de la zona del pabellón, metiéndole alguna trola sobre “nosequé” proyecto de tratamiento de residuos sólidos urbanos y que él estaba convencido de que le costaría al menos un año de condenación eterna (así es nuestro Peazo).

Pues bien, Modesto y Peazo se introducirían en la red de alcantarillado por un desagüe que había en la rivera, al lado de la noria del río, con uno de los walkies y con el mapa y cortarían la luz a la hora indicada. Cuando estuvieran dentro se comunicarían con Renato por medio del otro walkie, quien a su vez tenía un móvil, para comunicarse con Antoine que estaría vigilando y llamaría a Renato cuando yo diera la señal, que era pasar por delante del pabellón y doblarme dos veces, como si se me hubiera caído una moneda, pero con el tronco muy rígido y de forma brusca, agitando la melena con exageración.

Todos sabíamos que Antoine no veía un pimiento debido a su incipiente miopía, y que incluso había llegado a confundir (cuando iba sin gafas) un camión de la basura con un autobús, pero los treinta metros a los que se encontraba serían una distancia más que suficiente para reconocer mi tupida y llamativa caballera. Además, nadie excepto yo haría un par de movimientos tan ridículos delante de tal elenco de fuerzas de seguridad.

Mi misión era dar la señal cuando Ramiro saliera del mitin para indicarme que Makcoma, en plan comando, había dejado “la sorpresita”.

El hecho de que entraran Makcoma y Ramiro se debía a que ellos tenían más pinta de “Nuevas Generaciones”. Lo de Ramiro, por su carita de niño bueno; era impecable. El único problema era que no sabíamos si sería capaz de sintetizar acetil colinesterasa si lo separábamos de su zarcillo-simbionte, con lo cual su sistema nervioso correría un grave peligro tras años de co-dependencia con el ente saprófito en cuestión.

De Makcoma, decir que, aunque tenía el pelo largo, éste era liso y ordenado (y a veces parecía que postizo, dada su debilidad) y recogido en un discreto y austero tocado que pasaría el control. Además él se había criado en ese ambiente, y la mitad de sus amigos del colegio estarían en aquel mitin.

En aquel momento me sentí intrépido e inteligente, como Perico el del microscopio. Perico el del microscopio era una especie de ídolo personal. De él se contaba en el vecindario que era el chaval más listo de la calle. Era un niño con una mente superdotada y un intelecto preclaro. Tan listo era que sus padres le regalaron un microscopio a los once años, pero con la excusa de obtener muestras de semen para observarlas se masturbó tanto que murió de agotamiento a los trece años. De no haber sido por tan triste trance habría sido premio Nobel, seguro.

Siempre me había identificado con él, en todos los sentidos. Aquella historia era tan buena como la del hombre que se enteró de la muerte de Marcelo Mastroiani mientras hacía el sesenta y nueve, gracias a que su amante se limpiaba el culo con papel de periódico.

Así que allí estábamos los seis mensajeros del orden divino, “di vino di Valdepeñas” tenía que ser, porque la verdad que para llevar a cabo semejante locura había que estar tajado.

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