《Para todas esas personas que creen en la magia, en que lo desconocido es intrigante e inquietante, y lo conocido monótono y aburrido. Haz llegado al lugar indicado.》
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Aquel pasillo era frío, no estaba segura cuantos grados hacía dentro de esas paredes, pero se asemejaba a la nieve en aquel invierno cuando con su madre salieron a hacer muñecos de nieve en vísperas de navidad...solo que este frío arrasador no estaba acompañado de un buen momento. Respirar aquel aire costaba demasiado, el aroma a medicamentos y encierro se penetraba en sus pulmones con cada inhalación, no era aquel oxígeno lleno de vida y naturaleza, simplemente era vacío, gélido.
Todos estaban en silencio, expectantes, sintiendo el mismo aire frío ingresar por sus fosas nazales. Se podía oír a lo lejos personas hablar entre sí, pero no era más que un zumbido ajeno a la situación actual...ya que todas las miradas estaban clavadas en esa puerta de madera, pintada de cierto blanco que atraía aún más el frío, leyendo una y otra vez el letrero pegado a esta, "Quirófano".
El reloj, que era lo único que emitía sonido, marcaba las seis en punto, era de madrugada y el amanecer comenzaba a asomarse por las pequeñas ventanas de aquel pasillo, pero siquiera el Sol podía hacer aquel lugar más cálido.
Eran seis personas, una sentada junto a la otra, tal vez dos o tres aún tenían marcas de mascara de pestaña corrida por sus mejillas, pero todos estaba allí por la misma razón, y todos sabían lo que iba a ocurrir, solo era cuestión de tiempo para que esa puerta se abriera y la noticia de que Elisabeth Billon había muerto llegara a sus oídos.
Y así fue, cuando el pomo de la puerta fue girado, las seis personas presentes se levantaron, esperanzadas por un milagro, pero solo bastó observar el rostro de aquel médico para que sus esperanzas cayeran en picada a impactarse directamente con el suelo.
- Lo siento...
Las siguientes palabras no fueron oídas por la persona más joven de aquellas seis, su mente se envolvió en un estado de shock, todo era blanco...porque aquella madrugada, Kara Wilston, de tan solo quince años, acababa de perder a la persona que más amó en su vida, su madre y su última familia biológica.
Un año más tarde:
No estaba segura de cuando fue...quizá fue cuando Francis cerró el baúl del auto, o el momento en que el motor de este rugió, aunque probablemente habría sido durante el abrazo con Susan, la mejor amiga de su madre; pero a lo mejor fue cuando se despidió de sus dos mejores amigas, Jessica y Emma, o quizás solo sean todos estos momentos, los que hicieron que aquellas palabras lleguen a la mente de Kara, "Estoy abandonando mi hogar".
Francis, su padrastro, era transportista, los lunes se iba a repartir las mercaderías por ciudades limítrofes y volvía los jueves, completamente exhausto como para escuchar los relatos de Kara sobre el nuevo libro que comenzó a leer. Con mamá era todo más fácil, ella estaba todo el día en casa junto a Kara, las veinticuatro horas, pero había fallecido hace un año y ya no se sentaba a oírla hablar sobre como el personaje principal había besado con tal euforia a su personaje favorito. Tía Susan- aunque de tía biológica no tenía nada- intentó tomar aquel lugar de su madre, pero nadie podría reemplazarla jamás, sumado a que su tía también tenía un trabajo al que asistir. Kara sabía que podría independizarse sola, solo tenía dieciséis años, si, pero era mucho más madura que todas las chicas de su edad, y quizás vivir a bases de pastas no era una idea excelente, pero de seguro efectiva. Por supuesto Susan y Francis no pensaban igual, por lo que tomaron la maravillosa- cabe destacar el sarcasmo- idea de enviarla de Danville, su hogar, a Chapel Hill, aquel pueblo el cual visitó una navidad al tener seis años, donde todo el mundo era monótono y aburrido. Viviría con sus tíos, el tío Mark, hermano de Francis, y Celia, su esposa; Kara no tenía nada en contra de ellos, es más, eran personas muy agradables, pero el problema no eran ellos justamente...sino aquel jovencito, de diecisiete años Thomas Wilston, o en otras palabras, su primo. El único recuerdo que viene a su mente al pensar en Thomas Wilston, es cuando tenían ocho, como él escupió sobre su helado de chocolate porque era más grande que el suyo.
Pero ya no había nada que hacer al respecto, allí estaba, a mitad de camino, escuchando las aburridas canciones favoritas de Francis, mientras el viento impactaba sobre su rostro, volando sus largos y castaños cabellos, con destino a Chapel Hill, donde su "nueva vida" comenzaba.