✱ Pero así no era el cuento...

By PriscilaGibert

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Rubí Labelle vuelve por el camino más corto, pero más oscuro. Una niña pequeña con una capucha roja y zapatil... More

2 ~ La Bella y la Bestia
3 ~ Rapunzel
4 ~ Cenicienta
5 ~ La Sirenita

1 ~ Caperucita Roja

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By PriscilaGibert

RUBÍ


No hacía falta que la madre de Rubí le dijese que no había que pasar por lugares con poca iluminación en el pueblo. Se lo había repetido tantos millones de veces que lo llevaba grabado en el cerebro como si hubiese nacido con esa frase ya puesta.

Esto no quiere decir que le hacía caso.

Verás, los caminos iluminados eran muy largos. El camino más corto era siempre por el lado oscuro, ya fuera al volver de la escuela o al ir a visitar a la abuela. Y Rubí, ocupadísima como tenía su vida (nótese el sarcasmo), necesitaba llegar lo más rápido posible a donde fuera que se dirigiese. Por suerte, y eso que no creo en la suerte, jamás le había sucedido nada. O tal vez por desgracia, debería decir, ya que la falta de situaciones peligrosas le había hecho desarrollar la idea (en su díscola y soñadora cabecita) de que eso significaba que no existía ningún peligro.

Así fue como, en un día como cualquier otro, o tarde más bien, porque el sol estaba cayendo, Rubí caminaba saliendo de la casa de su abuela. Iba a comprarle analgésicos, porque la abuela Rosita iba de mal en peor con los dolores de espalda. La niña llegó a la farmacia sin ningún contratiempo, compró el Paracetamol con los pesos y la nota que le había escrito la abuela, y volvió por donde había venido.

Tomó exactamente el mismo camino, esto es, uno de los poco iluminados como tenía por costumbre hacer. Yendo a la farmacia aún había luz, pero ahora a la vuelta el sol había terminado de caer y las luces de la calle se habían encendido... Excepto en un tramo del camino.

Rubí no era una niña miedosa, en absoluto, y no le temía a la oscuridad. Además llevaba esas zapatillas con lucecitas en el borde de la suela, que creaban arcoíris de destellos en la acera cada vez que daba un paso. Eso, y su buzo rojo con capucha, no la dejaban pasar desapercibida. Si tan sólo hubiese vestido toda de negro...

—¿Andás perdida?

Un hombre había salido de las sombras. Viejo, podría decirse, aunque para Rubí eran viejos todos los que tuviesen más de veinte años. Este tenía veinticinco, y su aspecto no ayudaba en absoluto a rejuvenecerlo.

—No, estoy bien —dijo Rubí, y apresuró el paso. El tipo se le mantuvo a la altura con perezosas zancadas, y recién ahí a la niña se le ocurrió pensar que tal vez, tal vez, su madre tenía cierta razón en lo que le decía.

—¿Y qué hacés sola por acá, tan chica? —preguntó el hombre. Rubí no quería contestar, pero pensó que quizás eso sería peor.

—Estoy volviendo a lo de mi abuela.

—¿Dónde vive ella?

—En el barrio Oeste.

—Ah, un barrio privado. ¿Vive sola, tu abuela?

Rubí cobró un poco de valor para replicar al interrogatorio, que le daba muy mala espina.

—Mire, señor, no puedo hablar con gente que no conozco. Disculpe, pero tengo que volver.

—Te acompaño, no está bueno que andés sola, podría pasarte algo —dijo el tipo con tranquilidad, como si tuviese todo el derecho de hacerlo.

Rubí no podía saberlo, pero el tipo no era un hombre cualquiera. Su nombre era Hati, extraño por cierto, pero no carente de significado. Tenía un hermano mellizo, Skoll, pero ese prefería la luz clara de la mañana para rondar por el pueblo. Hati, en cambio, tenía afinidad con las sombras y todo lo que se podía hacer en ellas. Había sumado dos más dos, y que la abuela de esa niña viviese en un barrio privado, más que nada en el Oeste, tenía que significar que tenía plata. Era seguro una jubilada con algún otro buen ingreso de alquiler o lo que fuera.

La otra idea que se encontraba en su cabeza no la voy a detallar, en cuanto que este cuento (o relato de terror) podría estar siendo leído por niños. Sólo aclararé que a pesar de sus muchas delincuencias, unas leves y otras merecedoras de pena de muerte, aún no habían logrado atraparlo, más que nada porque cuidaba de no dejar testigos.

Rubí echó a correr y creyó dejarlo atrás, pero él sólo se escondió entre las sombras y la siguió de todos modos hasta el barrio Oeste, y luego hasta la casa de la abuela. Hati esperó a que la niña abriese la puerta con llave, e hizo acto de presencia antes de que pudiera cerrarla detrás de ella. Entró con facilidad y agarró a Rubí de la capucha roja para impedirle que corriese hacia el teléfono. La abuela, una vieja de sesenta años en camisón rosa, intentó levantarse del sofá al ver la escena, pero hizo un gesto de dolor y volvió a dejarse caer. Rubí se puso a llorar, ahora sí aterrada hasta la médula, y la abuela Rosita abrió la boca (para gritar, supuso la niña).

—Sshhh —la detuvo el tipo, llevándose un dedo a los labios con calma, y aún sin soltar a Rubí aunque ella se sacudiese como una culebra—. Nada de escándalo, señora, y seguirá viva.

—¿Qué quiere de nosotras? —preguntó la abuela, y Rubí detectó el miedo porque ella jamás trataba de "usted" a personas más jóvenes que ella. El tipo rio.

—Plata, básicamente. Para vivir aquí, asumo que tiene algo guardado. ¿Jubilación? ¿Herencia? ¿Alquileres? Quiero en efectivo, nada de cheques. ¿Tiene ahorros en billete en esta casa?

—No, nada —dijo la vieja. Hati torció el gesto y tiró de la ropa de la niña, atrayéndola hacia él y casi estrangulándola.

—Piénselo mejor.

—Los dólares, abuela —dijo la niña entre llanto y llanto.

Hati sintió la satisfacción rodearlo como un baño caliente.

—¿Dónde están? —preguntó, y la abuela señaló en silencio y con mano temblorosa la pequeña estantería al lado del baño. Hati puso los ojos en blanco—. ¿Cuál libro?

—Los Cuentos Completos de los Hermanos Grimm —contestó la mujer a regañadientes. Vieja imbécil, pensó él. Ni siquiera la vida en peligro de su nieta le hacía soltar fácilmente la plata.

Ese pequeño atisbo de lástima, y una confianza demasiado grande en sí mismo y en la incapacidad de la niña para estorbar, fue lo que le hizo soltar a Rubí para agarrar el libro correcto. Era grueso y encuadernado en cuero, y no fue fácil recorrer las hojas con rapidez. Para cuando encontró los diez billetes de cien dólares cuidadosamente planchados entre las páginas de "Caperucita Roja y el Lobo Feroz", estaba absorto en su tarea y no había notado los movimientos de la niña. Él no llevaba el arma en la mano y no le dio tiempo a alcanzarla cuando escuchó una pistola siendo amartillada detrás de él.

En algún momento la niña le había alcanzado a su abuela el arma que tenía guardada en un cajón de la alacena, entre los fideos y las galletitas. Hati suspiró con pesadumbre y dejó el libro con cuidado en su lugar, no sin antes meterse los billetes en el bolsillo del pantalón. Levantó las manos a la altura del pecho, mientras daba un lento paso hacia la abuela.

—Deténgase ahí mismo o disparo a matar —dijo la vieja, pero ahora su voz no temblaba en absoluto, y sus manos tampoco. De hecho sostenía la pistola con la precisión de quien lo ha hecho toda su vida.

Hati no podía saberlo (y sinceramente, Rubí tampoco tenía idea), pero la abuela Rosita no era una humilde jubilada que preparaba pastel y tomaba Paracetamol para su dolor de espalda. Al menos no antes, aunque ahora se había ablandado un poco. Su nombre era Rosarroja Flores de soltera, y había sido enfermera quirúrgica en el área de traumatología durante la Guerra de Malvinas, recién cumplidos los veintiún años de edad. El trauma dejado por la guerra no había sido suficiente para aplacar su patriotismo, y se había alistado en el Ejército Argentino en 1985, apenas unos años después de que se abriese la entrada a las mujeres como oficiales, y justo a a tiempo porque cumplía veinticuatro, y ese era el límite máximo de edad para alistarse. En resumen, Rosarroja, Rosita, o como fuese que se llamaba, no era ninguna mosquita muerta y sabía perfectamente lo que hacía aunque el cuerpo anciano no le cooperase ya.

Rosarroja no podía saberlo (nadie en el pueblo, para ser sinceros, porque no se conocía su rostro), pero tenía frente a su arma a un hombre tan buscado como Jack el Destripador o Bela Kiss, que se encontraba a su merced por alguna casualidad del destino (o por un exceso de confianza de parte del delincuente).

Hati no temió, y Rosarroja menos. Rubí era la que menos entendía de los tres.

—Vamos, señora, baje el arma.

—Ni un paso más.

Hati dio un paso, envalentonado, y el sonido del disparo retumbó en los tres pares de oídos, aunque Hati ya no estaba como para quejarse. La bala atravesó su pecho exactamente por el medio, dejándole aún la energía suficiente para alcanzar el arma en su cinturón y desenfundarla, pero un segundo disparo certero acabó con sus intenciones.

La abuela llamó a la policía y la ambulancia, aunque a Hati ya nada podía salvarlo. Dado que él sostenía un arma cargada en la mano al momento de la muerte, la acción de Rosarroja fue catalogada como legítima defensa, y nadie insistió mucho de todos modos porque Hati fue identificado con las huellas digitales y se supo quién era.

La madre de Rubí casi sufrió un infarto cuando vio a su hija descender de un auto de policía, y casi tuvo un ataque de histeria cuando le explicaron lo sucedido. De más está decir que a Rubí no le permitieron salir de noche o ir sola a ninguna parte desde ese entonces, al menos hasta que cumplió dieciocho, ocho años después de lo ocurrido con Hati. El hecho se había enfriado un poco en sus mentes, y nadie sabía un pequeño detalle importante. Nadie, esto es, sabía que Hati tenía un hermano mellizo.

Skoll estaba muy, pero que muy enojado, pero ante todo, sabía que la venganza es un plato que se sirve frío.

. ~ . ~ . ~ .

Aquí dejo la lista de quienes participaron o están participando en este desafío, para que disfruten leyendo las historias de los demás (si tú estás participando y no te encuentras aquí, o si has cambiado tu nombre de usuario, déjame un comentario):

— PriscilaGibert

— LeahS78

— Blogger6Fowl

— cukibola

— SergioLinde

— WeCallThemMuggles

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