3. Amenaza

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La última vez que había entrelazado la mano con él se remontaba a tan sólo unos días atrás, cuando sus gritos desgarraban el momento.

Sonrió levemente, acariciando su palma con las yemas de sus dedos. Sentados en la cama y acompañados por el silencio, de vez en cuando cruzaban miradas y pequeñas risas.

Itadori se fijó en las líneas de su piel, las que cruzaban de lado a lado el suave lugar que tocaba. La línea de la vida era larga y curvada como una hoja de laurel; la del amor, por su parte, reinaba en la parte de arriba, más cercana a los dedos, como el recorrido de un río selvático.

Delineó cuidadosamente el caudal de todo el ecosistema de su palma, provocándole cosquillas.

—¿Y bien? —Fushiguro habló, curioso por saber qué era lo que tenía que decir sobre aquello. —¿Qué me depara el destino?

De nuevo, su tenue risa alteró el aire, pero pronto se tocó el abdomen, tenso y quieto. El efímero contacto fue roto sin aviso alguno y Yuuji lamentó no haberse atrevido a entrelazar sus manos. Realmente deseaba hacerlo, quería poder tocar su piel sin que estuviera empapada en la espesa sangre de uno de los dos.

La muerte, por supuesto. —La grave y oscura voz interrumpió lo que quería contestar, llevándose una mirada de asombro y terror.

Itadori se levantó de golpe, cubriéndose la mejilla y apretando con fuerza. No lo había dicho él, ni siquiera se había dado cuenta de lo mucho que había bajado la guardia. Sintió los dientes y el relieve de la falsa boca desaparecer de su rostro desagradablemente.

Fushiguro frunció el ceño, viendo a su desesperado amigo cubrirse la otra mejilla y, posteriormente, el dorso de la mano que la tapaba, completamente paranoico. Apretó los labios, recordando al instante el motivo por el cual estaba pasando el tiempo con él.

Un escalofrío agitó su espalda. Sí, podía sentir a Sukuna al otro lado de Itadori, como si él tan sólo fuera una mera y fina pared que los separaba. No olvidaba las heridas de su cuerpo. No dejaría que le volviera a tocar, le acababa de demostrar que no podía controlar aquellos pequeños, pero importantes, aspectos.

Sabía que iría a más.

Por mucho que le suplicara leer sus manos —al parecer, en el club de ocultismo se hacían bastantes de esas cosas— se apartaría, tomaría la libreta que tenía guardada en el segundo cajón del escritorio y anotaría todo lo que iba sucediendo.

Aquel era su trabajo.

Incluso las heridas de su rostro comenzaron a doler, haciendo acto de incómoda presencia. La cicatriz que tenía en la mejilla, los raspones rojizos de su mandíbula, la tirita de su frente. Era como llevar un constante recordatorio de que había estado a punto de matarlo. Itadori se había convertido en una amenaza para todos.

El chico jadeaba delante del espejo que había en la puerta del armario, con la cara roja de fatiga y vergüenza. Lo último que Yuuji quería era provocar más accidentes, dañar a más gente; volver a recoger el cuerpo ensangrentado de Megumi del suelo. Sí, era lo que más le aterraba. Ser rechazado por la persona a la que quería era incluso una mejor opción.

Observó cómo su amigo se le acercaba por detrás y apoyaba una mano en su hombro, sin hacer contacto visual. Suspiró, agotado mentalmente. Realmente estaba haciendo un esfuerzo mayor del habitual para mantener a la Maldición tranquila.

—Será mejor que descanses. —Sintió una suave palmada de ánimo. Todo en Fushiguro era suave, quería poder ser suave. ¿Cómo, sino, iba a salvar a los demás? —¿Me estás escuchando?

No quería desmoronarse allí mismo. Necesitaba cumplir con lo que le había dicho su abuelo, si continuaba de aquella manera, ¿cómo acabaría? Igual de solo que acabó él.

—Sí. —Alcanzó a susurrar, pensando en demasiadas cosas al mismo tiempo. El tacto en su hombro desapareció. Tenía tanto miedo de quedarse solo que se giró para encararle, con el ánimo completamente por los suelos. —¿Qué es lo que recuerdas tú del accidente?

Necesitaba saber si había oído lo que le había dicho. Entonces podría aceptarlo de una vez por todas, pronunciar de nuevo aquellas palabras que habían muerto en el aire frío.

Pero no recibió respuesta alguna.

Por lo general, y aunque pareciera sorprendente, Fushiguro no tenía ningún problema en hablar acerca de sus sentimientos o de cómo veía las cosas. Era una persona bastante abierta en aquel sentido, no tenía demasiados prejuicios ni muchos filtros a la hora de expresarse.

Lo cierto era que podía contar por decenas las personas que habían pensado de él lo contrario. Tal vez podía ser por su aspecto, su facilidad para enfadarse o su habitual ceño fruncido, pero, en el fondo, era de lo más cariñoso. Le gustaban los abrazos, la calidez de la amistad y las carcajadas compartidas, de aquellas que dejaban a uno sin aliento; los pequeños detalles le encantaban, las sonrisas de complicidad, el olor a pastel.

Sin embargo, había un desmesurado número de razones por las cuales no podía aceptar lo que sentía en aquel momento.

—¡Joder! —Tiró el bolígrafo contra la mesa, haciendo que rebotara y cayera al suelo ruidosamente. Apoyó los codos sobre la superficie, hundiendo la cabeza entre las manos. Se tocó las heridas con cuidado, buscando saber cuánto podría apretarlas hasta que el dolor le hiciera llorar. —¿Por qué no puede ser otra persona? ¿Por qué?

A primera vista eran tan diferentes como el Sol y la Luna, pero eran muy similares en los aspectos suficientes como para sentirse cómodos cuando estaban juntos. Hasta podía decir que se complementaban. No era capaz de plasmar lo que tenía en mente cuando escribía, ni siquiera era capaz de hacer un informe detallado para Satoru.

Lo peor de todo era que se había dado cuenta de que no había estado prestando atención a la entidad que guardaba en su interior. Tan sólo se había fijado en lo bien que se lo pasaba a su lado, en sus sonrisas, sus pequeños detalles, las bromas y las carcajadas; también sus pequeños sonrojos, que ya podía llegar a comprender. Había empezado a cuestionarse muchas cosas desde aquellas palabras, entre ellas emociones que no sabía que podía llegar a sentir por él.

Precisamente por ello era un revoltijo de sentimientos confusos que no tenía idea de cómo digerir. ¿Por qué? era lo que se preguntaba una y otra vez.

De repente, un par de golpes en su puerta lo sacaron de sus pensamientos. Se puso en pie, arrastrando la silla hacia atrás, y se dirigió hacia ella. Giró el pomo, cansado, queriendo meterse en la cama a pesar de que aún eran las seis de la tarde.

Su profesor le sonreía, con su habitual uniforme y carisma impecables. Lo invitó a entrar, reflexionando sobre lo que podía decirle. También era demasiado pronto como para que le pidiera información sobre Itadori.

—Dime. —Miró, frustrado, cómo Satoru se sentaba sobre su cama, atento a su reacción. —¿Es demasiado para ti?

Cursed || ItaFushiWhere stories live. Discover now