—Zigor, sé que no te gusta esto, pero intenta poner buena cara —le pidió su madre colocando sus manos a cada uno de sus hombros.

—¿Y qué cara quieres que ponga? Siempre lo hacemos todo por ti: El traslado, las fiestas, con quién quedamos... —Zigor cruzó los brazos y fijó la vista a su madre.

Alguien llamó al timbre.

—Bueno, ya están aquí. Haz el favor —suspiró antes de coger la cesta.

—Claro. Como siempre tengo que hacer lo que tú quieres y tú misma, ¡Te odio! —le gritó antes de que abriera la puerta.

A Zigor le dio la sensación de que las luces volvieron a parpadear otra vez y el suelo se movió de manera suave, pero pareció que su madre no se había dado cuenta.

Su madre se quedó en silencio unos momentos, y solo cuando el timbre insistió a que le atendieran, pareció volver en sí. Se puso la mejor sonrisa que pudo en los labios y abrió la puerta.

—¡Truco o Trato! —tres niños con diferentes trajes, uno de bruja, otro de fantasma y un último de Jason enseñaron sus cestos esperando impacientes a los dulces.

—¡Uh! ¡Qué miedo me dais! —su madre se llevó la mano al corazón—. ¡Zigor, pásame la cesta! —la madre se volvió un segundo para mirarlo.

—Voy —contestó el niño a regañadientes.

En el camino, no pudo evitar desear en ese mismo momento muchas cosas a su madre, las vergüenzas que le habían hecho pasar y moldearlo a su gusto. Nunca le dejaba ser él mismo y eso es algo que los padres deberían dejar para que aprendiera a equivocarse y a ser seguro.

Cuando cogió la cesta, una corriente le pasó por el brazo y sintió un escalofrío. Suponía que debía ser la electricidad, a veces pasaba, así que lo olvidó en el fondo de sus recuerdos. Desechó aquellos extraños pensamientos que surgieron en lo más fondo de su alma. No entendía a veces a su madre, pero en el fondo sabía que la quería.

—Aquí están —le extendió la cesta sin mirarla.

—Gracias —contestó su madre con voz animada.

Afuera, niños con todo tipo de disfraces pasaban casa por casa para llenar su cesta de todo tipo de golosinas y comérselas a última hora de la noche. Los jardines estaban decorados por luces, objetos inquietantes; algunos eran más currados que otros.

A estas alturas del año, el frío hacía que se le erizara la piel en los pequeños brazos de Zigor, la mano helada de la noche alborotó sus cabellos y acarició su rostro. En el cielo nocturno, las nubes empezaban a amontonarse y ocultar parte de la luna sonriente con su mar de estrellas.

—Eso son muchos, señora —dijo uno de los niños. Los tres miraban asombrados el tesoro que le había puesto mi madre en el interior de sus cestas.

—No os preocupéis. Aún me quedan —se recolocó en una esquina del portal y sonrió.

—¡Muchas gracias! —los niños incrédulos le devolvieron el gesto despidiéndose.

—¡Feliz Halloween! —gritó su madre para que pudieran oírle.

Las horas fueron pasando y todos los niños del vecindario formularon la misma frase para pedir los caramelos. Zigor le daba esperanza saber que, poco a poco, esa noche llegaría a su fin y podría olvidarse de ella hasta el año que viene. Pero como en todas las historias, lo peor sucede justo cuando la gente desaparece y las horas negras de la noche dan señal con sus campanadas, avisando de lo que está por venir. En este caso, la fiesta acabó a las doce de la noche.

ZigorWhere stories live. Discover now