El jarrón de los mandalas

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Las monedas de oro canturreaba y soltaban acordes al caer en las calles empedradas, en ése río mercantil, rodeado de tenderetes, imperio de negociantes y de gentiles; gran mayoría de ellos ataviados en abrigos gruesos, que los hacían más gruesos incluso a ellos mismos.

Por aquella callejuela opulenta, acariciada por las gracias del oro y especies miles, los seguidores caminaban, pero como animales de carga que solo tienen la vista al frente, y en su frente tenían el andar incesante del Enseñante, al que consideraban suyo.

A una granja de camino iban, donde el Enseñante curaría a una piara de regordetes porcinos, advertido de aquél mal, gracias a un sueño donde los animales le habían hablado. Y en ese camino, mercaderes vociferaban sus productos. Allí estaba el Discípulo. Pues sí, entremezclado en el producto que era gritado, sujetado por ese jarrón de delicada alfarería, con los mandalas que agradan a Dios grabados alrededor, sea porque estaban en su superficie, o porque en su entorno se extendían esos trazos en un infinito ramal.

Al Discípulo aquél jarrón le sucedió como un punto. No es que no podía quitárselo de la mente, sino que cada pensamiento estaba impregnado de aquél jarrón aflorado de mandalas. Una cena de pan y vino, y el jarrón vertía el vino; la oración en el templo, y el jarrón observaba a quienes veneraban. Un día en el huerto, desgajando cultivos, y el jarrón contenía el agua infinita para saciar la sed de la tierra. Sólo que no apareció, cuando el Discípulo pensó en las monedas que atraerían al jarrón hasta sus manos, como un hilo milenario con el que estaba conectado.

Se detuvieron bajo un olivo, donde bebieron agua y aplacaron el calor radiante que les pegaba el polvo del camino, como esferas de sol hirviendo. Allí, el Discípulo, intuyendo gracia de Dios, se acercó al Enseñante, que reía junto a otros de sus aprendices.

—Tú, que tienes los discos con los que Dios habló —dijo el Discípulo—. He de necesitar ese jarrón que he visto atrás en el camino, que ahora aparece en cada pensamiento que me ocupa. Necesito dinero para comprar esa maravilla, mas dinero no tengo.

El Enseñante, paciente y sereno, no viendo en el presente, sino en el futuro de ese Presente, puso una mano sobre el hombro del Discípulo.

—Caminarás a mi lado durante la jornada, oh tú que eres el jarrón de lo que otro vertió sobre ti —dijo el Enseñante.

No supo si era ofensa, o si era elogio. Aún habiendo pasado tiempos, días y noches, tal vez no solo contenidas en ese mundo, si no en lo que el mundo era antes, el Discípulo ni advertido de que sus orejas de barro eran. Así que caminó junto al Enseñante, a quien a cada paso recibía monedas en su mano, el abrazo de las gentes y ofrendas de pan y frutas, las cuales aceptaba con agrado para compartir en el lecho de la noche con sus seguidores.

—Con este regalo mido tu valor —decía a cada quien que se aproximaba, concertando una falta a lo faltante.

Absorto miraba aquello el Discípulo, harto de admiración. Sobre todo, cuando muy lejos no estaban de la piara, cuando alguien se aproximó con un jarrón. No era el jarrón. Aquella nueva imagen, aquella nueva figura, no despertó el fulgor que sí había despertado el jarrón de mandalas; mas aquello le sirvió más como una gota de océano en la que ver el océano, un mandala de entre los extensos mandalas para comprender Todo, en vez de un reproche.

Qué sucede que los mandalas de Dios requerían la conexión del Discípulo con ellos, que la necesidad tan agotadora se extendía aún a través de las imágenes. El Enseñante aceptó el jarrón y lo extendió para ser guardado con demás regalos, y acto seguido abrazó a quien le obsequió.

Continuaron en su derrotero hacia la granja, alta lejana, casi olvidada entre los recovecos del camino, que era extensivo con cada paso, en lugar de ser abreviado. Pues el Enseñante, una vez más, ocupó el tiempo conforme a su deseo.

—Aquí tengo un jarrón nuevo. Preciosísimo, en verdad —dijo al Discípulo—. Más aquél que has visto en el mercado es el que llena tus pensamientos. Crees que te falta, por sus mandalas y por sus ídolos. Mas nada falta.

—Pero, aturdido sea. Ese jarrón no está en mi hogar; es decir, que falta —dijo el Discípulo—. Esos mandalas son un trazo de Dios, donde servir el vino y donde adorar lo eterno.

Y el Discípulo ocupaba más espacio, se hinchaba al ingresar el aire para propulsar más aire en su protesta, y sus orejas se encendían como fuego y parecían a punto de salir de su cabeza.

—Habla —dijo el Enseñante—. No puedes servir vino nuevo en un jarrón lleno. Al mercader no le falta. A quien esta tarde compre el jarrón no le faltará, e incluso yo tengo ahora mi propio jarrón. Y a mi jarrón, yo mismo puedo pintar las mandalas de Dios, pues es entonces que las mandalas conectan con su Reino, y su Reino os proveerá. Sea abrigo, sea dinero, o sea jarrón lo que buscas y que aún no tienes. Pues, mira en derredor. ¡De eso nada falta! Y ése vacío es porque faltas tú.

Jarrón vacío era el Discípulo, mas vacío de sí, pero lleno de mandalas con las que él no había inscripto.  

El jarrón de los mandalas de DiosWhere stories live. Discover now