El llanto de las penumbras

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Introducción

Ásdis llevaba días en una nueva población; pequeña, aislada entre los bosques de Canadá. Allí había encontrado a dos familias de guerreros. Simulaban ser gente normal y corriente, que durante la noche salían a cazar por los alrededores o guiaban a los fantasmas de la ciudad.

Las dos familias tenían dos chicas adolescentes. Ya se había fijado en ellas para reclutarlas. Una no tenía madre, la otra sí, y estaba segura de que una vez arrastrase a la hija, la madre cedería sin poner resistencia.

Había llegado el momento de ponerse en marcha. Era medianoche y conocía la rutina de las familias. El día anterior las chicas habían salido a cazar, por lo que esta noche les tocaba descansar y quedarse en casa.

Se disponía a salir de su habitación cuando vio que alguien manipulaba la cerradura. Se echó atrás y de inmediato la puerta se abrió dejando ver a una joven. Rondaría la veintena; era muy alta, delgada y sin apenas pecho. Lucía prendas cómodas; pantalones negros elásticos y una camisa del mismo color. Tenía el cabello color cobre y lo llevaba a media melena, muy pegado a su cuero cabelludo. Su rostro contaba con una gran mandíbula, al igual que su nariz, ligeramente de forma aguileña. Llevaba una daga y a Ásdis no le sorprendió que estuviera brillando: era una guerrera y no iba sola.

A su espalda había otra joven, más menuda que ella, con mirada triste, pelo corto de un rubio trigo, la cual vestía las mismas ropas.

Las dos entraron en la estancia y fue la más alta quien se dirigió a Ásdis.

—No hemos venido para atraparte, solo queremos hablar y si accedes, dejamos las armas.

—¿Por qué debería creeros? —quiso saber la espiritista.

—Tú puedes derrotarnos, las tres sabemos eso. Somos nosotras, mi hermana y yo, la que tenemos todas las de perder. Así que por favor, escúchanos.

A Ásdis le podía la curiosidad y asintió. Las guerreras dejaron las armas tras ellas, en una cómoda y dieron un paso adelante. De nuevo fue la más alta quien tomó la palabra.

—Me llamo Kendra y tengo veinticinco años. Ella es mi hermana Cassie y tiene veinte. Estos fueron los nombres que nuestros padres nos dieron de nacimiento, aunque no mucho después mi madre dejó a mi padre y nos mudamos. Abandonamos Londres para acabar viviendo en un pequeño pueblo de Canadá —explicó de manera serena—. Durante nuestro viaje, se llevó a cabo nuestra transformación. Mi madre nos dijo que haciéndonos pasar por chicos estaríamos más seguras en el Clan, contaríamos con más ventajas y decidimos hacerlo —confesó. En este punto hizo una pausa para tomar un par de respiros con intención de calmarse—. No somos guerreras comunes y corrientes. También somos espiritistas, como tú, aunque nunca hemos recibido instrucción, pero en ocasiones hemos logrado invocar a los elementos. Eso nos hizo muy valiosas para el clan: chicos espiritistas, algo jamás visto.

En este punto la joven hizo una pausa y Cassie, situada a su espalda hasta el momento, se colocó a su derecha. Se dirigió a las manos de su hermana y con sorpresa vio que eran prótesis. Le habían cortado los brazos hasta la altura de los codos. Pero las sorpresas no acababan ahí. Cassie abrió la boca: no tenía lengua.

Tras mostrar su aspecto, Kendrá prosiguió.

—Hace cinco meses atacaste nuestro pueblo. Mi hermana y yo salimos gravemente heridas y fue entonces, al sanar nuestras lesiones, cuando descubrieron la verdad. No esperaron a que nos recuperásemos. A mí me cortaron los brazos para impedirme realizar conjuros, ya que siempre que he manejado algún elemento ha sido con mis manos, y a mi hermana le cortaron la lengua, pues sus palabras eran su arma. Después de eso, nos quemaron con el fuego azul. Sentimos que moríamos; llegamos a sentir el fuego, pero no nos quemó, solo nos arrebató nuestros poderes.

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