Realidad

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Camino con pasos pesados a la cocina.

Dejo las llaves en la mesa, estoy exhausto.

Ahí se encuentra Anna, dándole soplos al café en una taza que le he regalado, tiene la mirada perdida, bajo sus ojos hinchados y rojos se encuentran unas grandes bolsas negras. No tiene la combinación perfecta.

A pesar de su mala apariencia, no le dirijo la palabra. La pelea de ayer ha sido bastante fuerte y aunque quiera solucionar las cosas, en éste momento una frase equivocada hará que todo empeore.

Echo un vistazo al árbol de navidad adornado con luces apagadas y pequeños colgantes, los regalos regados en el piso se encuentran intactos, con sus envolturas y tarjetas.

Mi reloj de mano apunta las dos de la mañana con veintiséis minutos. Frunzo ligeramente el ceño al ver a través de la ventana el cielo ya claro. Toco repetidamente al notar que el pequeño aparatito ya no funciona.

Ésta vez, miro el reloj colgado en la pared que marca una hora más coherente (siete y media de la mañana).

– ¿Acaso no bajarán las niñas? –pregunto con un deje de autoridad.

Mi intento fallido de no hablarle. Pero es bastante extraño que Leslie y Laura no estén abriendo sus regalos, alocadas.

Anna no responde y continúa soplando el café, no ha dado un solo sorbo.

Cuando me acerco a ella, puedo notar que está tiritando y sus ojos se abren y cierran reiteradamente.

–Anna –la llamo.

El teléfono de la casa llama, mi esposa salta y deja caer la taza, ella suelta una maldición y deja el desastre en el piso, busca el teléfono y lo apaga sin ver quien llama.

Se agacha con un trapo húmedo para recoger y limpiar lo que ha provocado.

Me inclino quedando a su altura y digo:

–Lo hago yo, te vas a cortar –dejo mi mano sobre la suya, ella se queda quieta y planta su mirada en la mía, luego de unos segundos la baja y se sienta en el piso más allá del charco. Su semblante se pierde en el piso, acaricio su cabello sintiéndome culpable por su actitud–. Escucha, amor. Lo siento, ayer fui un total idiota contigo –sus manos cubren su rostro ahogando un sollozo lleno de dolor.

El timbre suena, Anna corre a la puerta, mira a través del lente y abre.

Dalia (mi suegra) abraza a su hija fuerte, casi fundiéndose en mi esposa.

– ¿Cómo ha salido todo? –le pregunta.

–Mamá –lloriquea–, es él, es él –suelta varios sollozos–. Fui hace unas horas, los policías me han dicho que… –se detiene un segundo para calmarse, es imposible, su pequeño cuerpo sufre convulsiones por su excesivo llanto. Dalia soba su espalda– su auto estaba cerca de la carretera principal, él perdió el control del auto. Esto está mal.

–Dios sabe porqué hace estas cosas, hija. Sólo tienes que ser fuerte.

Anna niega con la cabeza. –Ya no puedo.

–Sé que es difícil, pero tus hijas dependen de ti.

Ahora Anna asiente poco convencida. –Tengo que ir a verlo y reconocer unas cosas, ¿puedes quedarte con las niñas?

Dalia afirma. –Ve.

Anna saca un abrigo del perchero y sale.

Corro tras ella tomando su muñeca con fuerza.

– ¡Hey, Anna! ¡Qué diablos te sucede! –grito pero ella ni se inmuta–. ¡Maldita sea, necesito saberlo! –Hago presión en su muñeca y la giro para que me mire. Ella se da vuelta frenética–Lamento lo que pasó ayer, pero no puedes ignorarme así, ¡qué te pone tan mal!

Sus ojos vuelven a aguarse, puedo ver el reflejo de la casa atrás mío, puedo ver el auto de los vecinos, los juegos cercanos, pero no me encuentro. No existo en el reflejo de sus ojos.

Ella recoge las llaves caídas en medio de las piedritas, vuelve a su posición normal y sigue su camino.

Quedo atrás.

Y después de unos segundos lo entiendo.

Estoy muerto.

El que se Fue.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora