Capítulo I, parte III

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—Pero hijo —le decía su madre cada vez que se cruzaban por la casa, mirándola con preocupación a través de sus ojos verdes, idénticos a los suyos—. El Bastión no es lugar para ti. En ese sitio no hay medios, no se puede ejercer la sanación con dignidad o eficiencia. Vivirás entre muertes y dolores que no podrás evitar o aliviar, y eso te consumirá.

—Quizás por eso precisamente deba ir, madre. Quizás esos hombres me necesiten más que las gentes de Aedria —le contestaba él, haciendo alusión a la ciudad en la que vivían—. Además, tal vez sea emocionante entrar en el ejército.

La realidad era que Daimen nunca había sentido admiración por las artes bélicas, al contrario. Odiaba la violencia en general y la guerra en particular. Pese a ello, había quedado muy impresionado por varios pacientes de la consulta de su padre que habían sido soldados y presentaban extraños comportamientos que los incapacitaban para la guerra e incluso les impedían retomar sus vidas anteriores. Algunos sufrían de insomnio, ataques de histeria o cambios de humor repentinos. Otros tenían alucinaciones, amnesia o incluso perdían el habla. Su padre hacía tiempo que había desechado los preparados de hierbas que combatían las miasmas infecciosas, pero tampoco conseguía encontrar nada que ayudase a aquellos pacientes. Uno de ellos, un soldado que se llamaba Altus, solía ser muy agradable con Daimen y ambos pasaban ratos amenos charlando sentados en los escalones de piedra de la casa de campo de sus padres, pero un día cualquiera había decidido ahogarse en el río Lerz y acabar con su sufrimiento. A Daimen le había impactado mucho la noticia y comenzó a sospechar que el problema de Altus, como el de tantos otros, no era físico, sino mental, y por eso había decidido marcharse al Bastión para hacerse una idea real de la vida de aquellos hombres y poder llegar al fondo de sus trastornos.

Su padre era muy reconocido en la región y tenía contactos importantes dado que le había salvado la vida a mucha gente, y había conseguido que le hicieran hueco en el campamento más grande e importante de Galedia: el Bastión. Aquel lugar no solo era la base militar más relevante de todo el territorio, sino que además era un campo de formación, donde los muchachos de alta cuna eran entrenados para ser oficiales y se iniciaba a los campesinos u hombres de origen más humilde en el manejo de las armas como soldados rasos.

Así pues, Daimen se resignó a la necesidad acuciante de aprender a manejar la espada con mayor soltura. Había recibido nociones básicas en la Academia como el resto de chicos de su edad, pero las armas nunca se le habían dado demasiado bien. La mayor parte del tiempo era incapaz de trazar una estrategia sin que en su mente se cruzasen continuamente las imágines de todas las probables heridas que podían infringirle y sus posibilidades de sobrevivir a ellas. Durante meses recibió clases de un ilustre espadachín de Vedria hasta que en la oficina de reclutamiento de Avya le dieron el visto bueno y le otorgaron el rango de cabo, ya que no era posible que un sanador participase en el ejército como soldado raso.
El día de su partida, su padre le regaló varios volúmenes sobre anatomía y plantas curativas. Su madre, con los ojos brillantes de lágrimas, le entregó su viejo maletín de sanadora, de gastado cuero marrón y repleto de todo lo necesario para realizar su trabajo, le besó la frente y los cabellos dorados y serenamente dejó a su hijo marchar hacia su elección, no sin antes decirle que estaba muy orgullosa de él y de hacerle prometer que le escribiría siempre que pudiese. Sonya le pellizó un brazo y acto seguido se echó a llorar, desolada por la partida de su "irritante y sabihondo" hermano pequeño.
El Bastión se hallaba en los confines norte de Triara, resguardado entre montañas achaparradas afianzadas en los aledaños de un pantano, a seis días a caballo desde Vedria. A Daimen no le gustaba cabalgar, y cuando al fin divisaron la muralla del bastión al anochecer le dolían terriblemente las posaderas y la entrepierna, además de sentir todo el cuerpo agarrotado y con calambres por doquier.
El intendente, un hombre bastante rudo llamado Odel le indicó con pocas palabras cuáles eran sus aposentos. Solo había seis sanadores más para todo el campamento, con otros tantos ayudantes que no eran más que soldados muy jóvenes a los que se había destinado a aquella ocupación, casi más por quitarlos de en medio que porque alguien fuese consciente de que el número de sanadores era por completo insuficiente para un sitio tan grande. Daimen compartiría una pequeña construcción de piedra basta y techumbre de paja con todos ellos, la cual estaba anexionada al mohoso y destartalado hospital.


Su habitación era un minúsculo rectángulo que comprendía una cama, un baúl, una pequeña mesa, un taburete y una palmatoria con su vela correspondiente. Las paredes rezumaban humedad y la única luz natural provenía de un diminuto ventanuco con los cristales opacos de suciedad. Las letrinas estaban en el exterior, al otro lado de un camino que más bien parecía un lodazal, pero ni el aire libre lograba disipar la peste que emanaba de allí. Mientras se quitaba las botas llenas de barro con movimientos lentos debido a las agujetas que le había provocado la cabalgada, distinguió un barullo lejano que se aproximaba cada vez más. Intntó asomarse a la sucia ventana para ver qué sucedía y a punto estuvo de caerse del susto cuando uno de sus compañeros entró de golpe en la precaria estancia. Supo que era un sanador por el broche que llevaba prendido en el peto de cuero negro que les obligaban a vestir: dos serpientes se entrelazaban en torno a una silueta humana, formando dos eses especulares. Daimen llevaba uno idéntico colgado en su pechera.

—Eh, tú, nuevo. Has llegado en el momento oportuno. Acaba de llegar un batallón de exploradores heridos. Ha habido una escaramuza con los rebeldes de las montañas. Emboscaron a los nuestros en el bosque, después de que matasen a unos cuantos Itinerantes andrajosos. Me pregunto cuándo va rendirse Iorg Aranne. ¿Cómo habrán podido resistir quince años en esa cordillera? A este paso jamás viviremos en paz. Dicen que hasta había mujeres peleando. Vamos, mueve el culo —le tiró un mandil sucio y gastado de lino blanco—. Lo vas a necesitar.

Crónicas de Galedia I: IalmyrWhere stories live. Discover now