¿Acaso crees, lector, que esa ferocidad contenida me asustó? Si es así, es que me conoces poco. La pena se diluyó en la esperanza de besar pronto esa frente de piedra y esos labios férreamente sellados. Pero no era el momento. Aún no quería acercarme a él.

Bajó el escalón y avanzó lentamente, a tientas, hacia la pradera. ¿Dónde estaba ahora su paso enérgico y retador? Se detuvo, como si no supiera hacia dónde dirigirse. Alzó la cabeza y abrió los párpados: con un gran esfuerzo, los elevó hacia el cielo y luego hacia el anfiteatro de árboles. Era evidente que para él no había más que tinieblas. Estiró la mano derecha (llevaba el brazo izquierdo, el mutilado, pegado al pecho), como si quisiera adivinar por el tacto lo que tenía alrededor. Pero solo tocó el vacío: los árboles estaban demasiado lejos. Persistió en el empeño, pero finalmente dobló los brazos y permaneció inmóvil y en silencio, soportando la lluvia que no cesaba de caer sobre su cabeza. En ese momento, John salió en su busca.

—Apóyese en mi brazo, señor —le dijo—, se acerca un chaparrón. ¿No cree que es mejor que entre en casa?

—Déjame solo —fue la respuesta.

John se retiró sin haber advertido mi presencia. El señor Rochester intentó pasear: fue en vano, la incertidumbre le cercaba. Volvió hacia la casa con paso vacilante, entró y cerró la puerta tras él.

Entonces me acerqué y llamé. La mujer de John me abrió enseguida.

—¿Cómo estás, Mary?

Retrocedió como si estuviera delante de un fantasma. La calmé, respondiendo a su apresurado «¿Es usted de veras, señorita Eyre, quien aparece en este solitario paraje a estas horas?» con un firme apretón de manos, y la seguí hasta la cocina; ahí estaba John, sentado frente al fuego. En pocas palabras, les expliqué que me había enterado de los eventos acaecidos en Thornfield desde mi partida y que había venido a ver al señor Rochester. Pedí a John que bajara a la caseta a pie de carretera donde había despedido al vehículo y trajera a casa el baúl que había dejado allí. Después, mientras me quitaba el chal y el sombrero, pregunté a Mary si había alguna habitación libre para pasar la noche en ella. No era fácil disponerlo todo a esas horas, pero tampoco era imposible, así que le informé de mi decisión de quedarme. Justo en ese instante sonó la campanilla del salón.

—Cuando entres, dile al señor que hay una persona en la casa que desea verle, pero no le des mi nombre.

—No creo que quiera recibir a nadie —respondió Mary—. Se aparta de todo el mundo.

Cuando regresó, le pregunté qué le había contestado.

—Debe comunicarme su nombre y el motivo de su visita —replicó, y empezó a llenar un vaso de agua. Luego lo puso sobre una bandeja al lado de unas velas.

—¿Para eso te llamó? —pregunté.

—Sí. Siempre pide velas al atardecer, aunque de poco le sirven.

—Dame la bandeja. Yo la llevaré.

La tomé de sus manos y ella me señaló cuál era la puerta del salón. El temblor de mis manos sacudió la bandeja y derramó el agua. Mi corazón parecía a punto de reventar. Mary abrió la puerta, me cedió el paso y se fue.

El salón estaba oscuro: apenas unas ascuas ardían en la chimenea. Inclinado sobre ellas, con la cabeza apoyada en la antigua y envejecida chimenea, se hallaba el dueño de la casa. El viejo perro, Pilot, yacía a un lado hecho un ovillo, como si deseara dejar el camino libre a su amo o temiera ser pisado por este. Cuando entré, Pilot levantó las orejas; dio un brinco y corrió hacia mí, con tanto entusiasmo que casi me hizo soltar la bandeja. Conseguí depositarla sobre la mesa, le acaricié y dije con dulzura, «¡Siéntate!». El señor Rochester reaccionó al ruido girándose hacia la puerta, pero, al no ver nada, suspiró y nos dio la espalda.

Jane EyreWhere stories live. Discover now