El origen del sirenito

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Desperté nuevamente. Pero esta vez no estaba solo. Me arrullaba una voz lejana. No venía de lo alto como antes la luz en la cueva. Venía de abajo. Era un canto amable. Una historia. Un susurro. Todo estaba oscuro. No había adonde mirar, así que agucé el oído y me imbuí en lo que esa voz tenía por narrar:

Cayó a las aguas una criatura diminuta. Su alma humana se le escapó del cuerpo y emergió a la superficie, apresurada como un colibrí por emprender vuelo hacia el otro mundo. El cuerpo cayó lentamente. Tocó el fondo marino y vino rodando hasta mí. Era un recién difunto. Y era también un recién nacido.

Los humanos suelen arrojar al mar todo tipo de cosas. Cachivaches de los más diversos, pero todos con un rasgo común: despreciados por su inutilidad. ¿Por qué se habrían deshecho de este bebé? Lo revisé con detenimiento y pude encontrar su "falla". La criatura no tenía un sexo entre las piernas. Ni uno, ni el otro. Además de ser demasiado pequeño.

No pude evitar sentir lástima. Creo que cada uno de los objetos descartados sintió pena por el bebé muerto. Busqué entonces un frasco en el que había guardado la vida de un suicida que se arrojó a los mares tiempo atrás. La tomé con cuidado y la deposité en el cuerpo del bebé.

Despertó de inmediato aunque impresa en sus ojos grises llevaba la triste herencia del alma suicida. Para que pudiese respirar le di las branquias de una cabeza de pez botada por los pescadores y una cola también para que pudiera nadar por el vasto mundo marino y ocultara a su vez la razón por la que fue abandonado.

El sirenito creció apenas, quedándose estancado en el cuerpo de un muchacho. Los seres marinos lanzaban todo tipo de explicaciones. Que es su cuerpo, que de nacimiento salió trunco. Que es su alma, acaso no recuerdan que el suicida tenía apenas quince cuando el desamor lo sumió en la pena. Que no aprendió a crecer más allá de la pubertad. Que simplemente no encuentra sentido a ir hacia adelante. Que ha aprendido y no quiere terminar en el mismo lugar.

Tanta palabrería indiscreta llegaba a oídos del sirenito, quien intuía sus orígenes más por las inquietudes de su espíritu que por los retazos que soltaban los peces chismosos. Sentía un vacío inexplicable y presentía que su respuesta estaba más allá de la superficie.

Emergió de las aguas y se aventuró hacia las playas, a jugar con sus semejantes humanos. Allí era un niño más, uno especialmente hábil para nadar, pero que ocultaba un misterio ya que jamás se aproximaba a la orilla ni se lanzaba desde el muelle abandonado donde jugaban los demás niños. Cada tarde, al caer el sol, los niños regresaban a sus casas y él les decía "adelántense, yo iré después". Cuando el fulgor del ocaso se extinguía bajo la línea de los mares y ya no quedaba ningún otro niño en el muelle, el sirenito se sumergía para también él volver a casa.

Sin embargo, a diferencia de la juventud congelada en el cuerpo del sirenito, nada perdura. Los niños comenzaron a preguntarle cuando había llegado al pueblo, quienes eran sus padres, por qué solo lo veían en la playa... El sirenito no pudo ofrecer otra respuesta que el silencio y supo que sus días felices habían terminado. No debía volver a la superficie con ellos. Esa tarde se fue despidiendo de sus amigos como cada día, escondiendo la tristeza de saber que sería la última vez.

Uno a uno se iban despidiendo. Cuando el ocaso cruzó los confines lejanos del mar, aún quedaba un chico, Mijail. Su mirada profunda descansaba sobre el sirenito con un matiz de nostalgia. No tenía prisa por regresar. Como si adivinara lo que pasaría si lo hacía.

El sirenito le sostuvo la mirada, ya sin ocultar su pesar. Se decidió a decirle la verdad. Subió al muelle para sentarse a su lado. Para su sorpresa, al salir del mar su cola de pez se había transformado en un par de piernas.

–¡Estás desnudo! –Gritó el muchacho, también sorprendido–. ¿Eres un niño?

–Lo soy –exclamó el sirenito sin poder creerlo, rebosante de alegría.

"Ahora lo soy", pensó para sí, moviendo los dedos sus pies sobre la superficie del mar.

–No, no puedes ser un niño. Pareces un niño, yo creí que lo eras... ¡pero eres una niña!

El sirenito estaba perplejo. Mijail se había sorprendido, sí, pero no estaba mirando sus nuevas piernas humanas. Su asombro estaba fijo en el lugar donde sus piernas se unían.

–¿Una niña? –se preguntó sin saber a lo que se refería, sin entender qué lo hacía diferente de los demás–. Pero tengo 2 piernas como todos ustedes.

–Jamás nos dijiste quienes eran tus padres y de donde venías. Por eso, nunca salías del agua ni saltabas del muelle. ¡No deberías estar aquí! –gritó y se alejó corriendo hacia tierra firme.

El sirenito trató de ir tras él, pero nunca había usado sus piernas. Se tropezó luego de unos pasos. Sintió que le faltaba el aire. Se le escapaba el aliento con la misma prisa que lo había abandonado la felicidad de sus piernas. Ahora la melancolía le oprimía el pecho. Lo asfixiaba.

Se lanzó al mar y, de vuelta en sus aguas, se sintió reconfortado. El mar era su hogar. Bajo la superficie reinaba una calma profunda. Y aun así, las luces del ocaso lo llamaban desde el otro lado de la superficie, tentándolo cada atardecer a regresar al lugar donde había dejado un fragmento de su corazón.

El SirenitoWhere stories live. Discover now