Color Coral (Explícito)

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Lo conocí en sueños. Me levanté de pronto con la convicción de encontrarlo pero sin mayor pista que una vaga fragancia. Una aroma que no estaba dispuesto a diluirse en mi memoria, no por ahora, no antes de que la idea de su ausencia me asfixiara por completo.

Tenía todo lo que necesitaba. Ese recuerdo perfumado me invitaba a un trance por el que me dejaría llevar como un sonámbulo, como un alma sedienta hacia la fuente de mis delirios. Podía oír el eco de su voz lejana, susurraba un cántico hechizante y rozaba el arpa con sus finos dedos como una sirena. Caminé hasta llegar al muelle y me lancé al agua sin miedo a morir sumergido en tan esplendoroso encanto.

Ahí estaba él. Sin arpas ni cantos pues todo eso era capaz de conjurarlo con su magia. Yo estaba fascinado por aquella criatura. Se trataba de un efebo magnífico de torso diminuto, costillas prominentes y una cintura tan irreal como la cola de pez en la que acababa ese absurdo cuerpecito. El cuello y los brazos, igualmente delgados, los llevaba ataviados de piedras marinas. Su cabello negro flotaba a un ritmo pausado circundando un rostro élfico de labios naranjas y profunda mirada gris.

Quedé pasmado bajo aquellas aguas que oprimían mi pecho y aquella imagen gloriosa que eclipsaba mis instintos más básicos de supervivencia. No respiraba. Más que aguantar la respiración, me había sido robado el aliento sin que me percatara de su falta. Asustado de acabar matándome de esa forma tan sublime, se apresuró en nado hacia mí, tomó mi mano con suma gentileza y la llevó hasta su rostro. De ser una ilusión era lo bastante sólida como para perder la oportunidad. Acaricié su mejilla, deslizando mis dedos hacia sus cabellos. Entonces procedí con bastante menos delicadeza y, en un reflejo de supervivencia, empujé mi rostro hacia sus labios.

No podría llamarlo un primer beso. Al contacto con sus labios, me estremecí desde las entrañas, mi entero ser se revolvió hasta quedar convertido en una ráfaga de burbujas. Él acarició mi nuevo aspecto y sonrió con ternura. Luego me guio hacia los laberintos de coral. Los habitantes fantásticos de aquella ciudadela marina observaban perspicaces la sospechosa estela de burbujas que seguía el nadar sinuoso de su querido sirenito. Finalmente, tomamos caminos más alejados de las miradas ávidas y nos perdimos por completo del resto del mundo al entrar en su caverna secreta.

Solo entonces se arriesgó a deshacer el hechizo, devolviéndome mi cuerpo. Divisé la superficie y nadé lo más rápido que pude. Tomé aire a bocanadas. Me aferré a la roca más cercana y me tumbé de espaldas dejando que mi cuerpo recuperara el oxígeno. Él asomó la mitad de su rostro por sobre la superficie. Su cabello mojado sobre la frente, la culpa en su mirada inocente... con tan solo ver esa pequeña parte de su cuerpo se me hacía insoportablemente adorable.

Traté de moderar mis jadeos para calmar su preocupación, pero luego él sacó medio cuerpo fuera del agua abrazándose a una estalagmita. Ya no había angustia en su mirada, solo curiosidad. Parecía regocijarse contemplando el movimiento de mi torso jadeante. Detuvo su mirada en las venas palpitantes de mi cuello y luego bajó hacia el tamborileo de mi corazón.

Se acercó temeroso. Más de sí que de mí seguramente. Pero cruzó el umbral de sus miedos y recostó su rostro en mi pecho. Mi corazón martilleó con violencia contra sus delicados tímpanos, pero solo consiguió terminar de derribar su pudor. Pegó el resto de su cuerpo al mío y noté que su cola de pescado había desaparecido. Ahora tenía unas piernas delgadísimas definidas por líneas a la vez tensas y curvas que parecían estar a punto de tocarse a la altura de los tobillos. El roce de aquellas magníficas piernitas me suscitó una inquietud que me golpeó en el centro del pecho y luego descendió por mi cuerpo en línea recta. Me di cuenta entonces que estaba desnudo. Ambos lo estábamos.

Me permití unos segundos para acariciar la idea de que no hace mucho ese ser fantástico se me había antojado una entelequia de imposible belleza y ahora me hallaba enroscado a la lozanía perfecta de su piel.

Levantó el rostro lentamente y yo lo guie de vuelta hacia mis labios. Esta vez pude explorar sin interrupciones los sutiles sabores que llevaba impregnados en aquellos labios color coral. Él se afanó en la locura de nuestros besos colgado de mi cuerpo como antes lo hiciera con aquella fría estalagmita. ¿Habría estado añorando esta pasión carnal tanto como añoraba yo la perfección de su encanto? Sea como fuere, dejé atrás mis frustradas aventuras con profanos cuerpos humanos y él sus juegos infructuosos con las convexidades de coral para entregarnos al ensueño compartido de ensamblar nuestra lujuria.

Lo penetré sin miramientos, sin treguas ni advertencias. Me escurrí como una anguila entre sus nalgas, sumergiéndome de lleno en sus profundidades, sin perdonarle un centímetro en cada embestida. Sus gritos golpeaban el techo de la gruta con la misma inclemencia que yo arremetía contra él. Se retorcía como un pez. Cerraba con fuerza los ojos y me complacía tanto más con esa visión de sus exuberantes pestañas. Luego, paseaba la mirada por sus labios entreabiertos de los que surgía un dulce sollozo. Pero de pronto, él se atrevía a alzar la vista esforzándose por levantar sus párpados agotados. Yo le clavaba la mirada de vuelta al tiempo que encajaba bien mis caderas entre sus piernas. Entonces, apretaba fuerte los dientes, fruncía los labios, arqueaba la espalda y dejaba escapar un gemido espléndido, seguido de una mueca de alivio, una sonrisa. Disfruté por igual la estrechez de su roce así como sus adorables quejidos y la perfección de cada una de sus facciones.

Las aguas finalmente se calmaron y ambos nos tumbamos boca arriba sobre las rocas. Estábamos exhaustos. O al menos yo lo estaba. Sobre nosotros caían suavemente los haces de luz celeste desde lo alto de la caverna. Una luz tenue que se terminó de disipar cuando me rendí ante el sueño.

Cuando desperté el sirenito ya no estaba ahí. Realmente no esperaba que estuviera. Había sido demasiado bueno. Lo inesperado fue que yo estaba ahí, en la caverna donde habíamos hecho el amor. No me sentía cansado en absoluto. ¿Cuánto habría dormido? Las débiles luces que se escurrían desde el techo no ofrecían mayores pistas.

Pasé horas. Quizás días. Era una larga espera en aquel recinto inmutable. El único cambio perceptible era esa sensación de que el espacio se hacía cada vez más angosto. Eché al agua la esperanza de volver a ver a mi fantástico sirenito. Entonces se me ocurrió que debía hacer exactamente lo mismo. En lo alto de la caverna solo había pequeñas aberturas por las que difícilmente lograría pasar. Eso sin contar el hecho de que llegar hasta allí sería físicamente imposible y que de intentarlo lo más probable es que cayera mucho antes de llegar a la meta. Me imaginé aterrizando sobre una estalactita y con esa imagen terminé de disuadirme de aquel despropósito.

Solo quedaba el agua. Quien sabe qué tan lejos estaba la superficie. "Demasiado", admití como lo más probable. Pero, ¿qué quedaba? ¿Esperar aquí hasta que se me termine de extinguir la vida? De todos modos la muerte nos espera al final del camino. Estaba preparado para acabar con esta absurda espera.

Me zambullí y nadé tan rápido como pude. Para encontrar la salida primero debía nadar hacia abajo. Me sumergí cada vez más, pero no había señales de ninguna salida. Me comenzó a faltar el aire. La esperanza se me escurría del pecho y se fugaba por entre mis labios en forma de pequeñas burbujitas. Incluso si encontraba la salida, no llegaría hasta la superficie.

"Está bien", pensé. "La gente muere sin haber vivido lo que yo viví. Y no es que lo haya conseguido por mis propios méritos. Nunca fui lo suficientemente audaz para triunfar en la vida, y por supuesto tampoco lo fui en el amor. Y sin embargo, la suerte me ha traído mejores resultados que al más taimado. Me embarqué en el amor sin brújulas ni velas, sin prudencia y sin reservas, ni siquiera un remo para intentar encaminar un poco el azaroso destino que me impondría la marea. Jamás pensé que encontraría semejantes perlas y tesoros. Mi memoria era una ciudadela de coral con esmeraldas coronando sus techos majestuosos. Quizás debí quedarme en la caverna a proyectar todos aquellos recuerdos sobre la superficie inerte del agua... esa misma agua en la que alguna vez hice el amor con el adorable sirenito...".

El SirenitoWhere stories live. Discover now