Un día en las rebajas

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No os podéis imaginar la alegría que me dieron cuando nos anunciaron que nos íbamos de excursión al cementerio. Mi emoción duró menos que un bebé en una porqueriza escasa de pienso.


No me gustan las aglomeraciones. No es que les tenga fobia, pero cuando no ves más atrás de la segunda fila de víctimas en potencia, no sabes si al otro lado habrá, con sigilo y acechante, un maldito pato clavándote su mirada a través de la multitud.


Para mi disgusto, aquello se llenó de gente. Me dijeron que íbamos de compras pero sin pagar, en una especie de rebajas por fin del mundo. Y efectivamente, como en las rebajas, los tributos se pusieron a correr como locos. Y como en las rebajas, los seguratas eran zombis de pocas palabras y mirada perdida. Pero estos eran de verdad, eran mutos Z. En lugar de a porrazos, los paraban a mordiscos, y en lugar de «vaya despacito, señora, que el suelo está recién encerado» y «se lo dije señora», lo único que se escuchaba de su boca era «cerebrooooo» y «deeeespacito» .


El intenso hedor a carne putrefacta hacía que mi técnica milenaria de comprador exigente y responsable no surtiera demasiado efecto, pues consistía en tirarme un pedo enorme para hacerme hueco entre los demás. Como no tenía prisa ninguna, consideré sentarme un rato a disfrutar del espectáculo y acercarme a la cornucopia cuando los mutos hicieran el trabajo limpio, pero por dos motivos tuve que tomar cartas en el asunto: por la ausencia de palomitas de maíz, y por un recuerdo que me vino a la memoria. Necesitaba algo, dos cosas en realidad, para sobrevivir al fin del mundo: una toalla y una cerveza. Podían estar en la cornucopia y no permitiría que ningún sucio tributo me las arrebatara. De modo que pasé al plan Z, que va justo antes del plan A.


Como buen portador de féretros de ascendencia ghanesa, al cementerio llevaba mi traje de gala: pantalones y guantes grises, chaqueta negra y camisa blanca. Aderezado con unas amplias gafas de sol y mi magnífico sombrerito negro de dos picos y lazada blanca. Deseché la idea de cargar un ataúd yo solo, agarré una urna funeraria, me la puse en lo alto de la cabeza, ¡Astronomía y a bailar!


En unos pocos pasos rítmicos y sensuales avancé entre los no muertos «de por muerte» y los no muertos «todavía», como Gumersindo por su casa, que Pedro no es el único que tiene casa y pasea por ella. Y entonces lo vi. Estaba luchando a picotazos contra varios mutos. No le di opción; tenía que acabar con él antes de que me viera. Le lancé la tapa de la urna cual frisbi de ultramegatumba, y el pato del infierno estalló en mil pedazos. Juraría que entre el estruendo de la explosión se escuchó a alguien gritar «Juanito». Qué cosas.


En la cornucopia me esperaban mi merecida cerveza y una indispensable toalla.

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