«¿Esto es lo que se siente estar protegida?», preguntó su mente adormecida. La sensación era embriagadora. Uno de los lobos se estiró, acurrucándose contra su espalda, bostezando con pereza. El calor que comenzó a desprender de su cuerpo la hizo flotar directo hacia el sueño.

Aún a medio desmayarse del cansancio, con la calidez rodeándola, su estómago rugiendo de hambre, sus heridas en proceso de cicatrización, en medio de la intemperie y con los músculos adoloridos, era consciente de cada lobo.

Como si estuvieran conectados.

A través de sus párpados, podía ver una luz blanca frente a ella. El hocico de Invierno estaba cerca de su boca, así que cuando sumergieron en un sueño profundo, ellos compartieron el aliento.

Y los demás le compartieron el calor y algo más que ella no supo identificar.

***

Elysa se dio cuenta que la lluvia no afectaba en mínimo a los lobos. Parecían impermeables al agua, porque las gotas de lluvia resbalaban de sus pelajes como si fueran alérgicos a ellos. Y siempre permanecían cálidos como el fuego.

Ella se dio cuenta, observando muy de cerca, que debajo de aquel pelo largo y grueso, había una especie de lana que iba creciendo a medida que la temperatura descendía. Naturalmente, ellos se adaptaban a las estaciones con normalidad. Cosa que los humanos no podían, y lo envidiaban terriblemente.

Dentro de todo, ella estaba aliviada porque no había otra ropa encima de ella más que un viejo pantalón y una camisa desgarbada. Los cánidos la ayudaban a mantenerse caliente.

Pero eso no era lo más importante. Si Elysa calculaba mentalmente, había pasado más de tres días sin comer. Se acarició los brazos, desconsolada. Ella no podía comer carne, no cuando esta estaba cruda. Si hacía una fogata, posiblemente haría enfadar a los Lobos o daría una señal de humo en el cielo gritando; ¡OIGAN, ESTOY AQUÍ!

Existían dos enemigos principales de los lobos en el mundo: el fuego y los humanos.

Cosa que Elysa sabía perfectamente, ya que de pequeña se tragaba todo tipo de información sobre ellos. Sabía que en una manada siempre tenía que haber un Alfa y una Omega. Diaurmuid y Gráinne habían sido el Alfa y Omega que se habían enlazado con sangre y sangre con el Rey Aengus y la Reina Tayen.

Eso le hizo preguntar... ¿Invierno era el Alfa de la manada? Resultaba muy probable. Pero lo que sí no sabía, era quién era la Omega de la manada.

Tratando de sacar todas sus preguntas y conclusiones de la mente, Elysa se puso de pie y comenzó a caminar en línea recta. Si había una cosa que tenía que hacer, era conseguir comida para ella misma. Tenía la sensación de que los lobos la entendían cuando ella les hablaba pero no les pediría frutas o verduras para comer. Era algo ilógico y Elysa tenía ganas de hacer algo por su propia cuenta.

Así que caminó, observando todo lo que se cruzaba a su paso. Los lobos, detrás de ella, la seguían con tranquilidad, jugueteando entre ellos y marcando el territorio en los árboles a medida que avanzaban. Algunas veces, uno de los lobos se apartaba y volvía con un hueso para mordisquear o alguna rata como bocadillo. Otras veces, el lobo no volvía y aullaba para anunciar que se había extraviado.

Y Elysa lo entendía todo.

Desde las sonrisas, las posturas y las expresiones de sus cuerpos y rostros; absolutamente todo.

Alaska, la loba marrón, y Fénix, el lobo negro que lucía rojizo a veces, era la pareja de la manada. Eran enigmáticos y jamás peleaban.

La manada en realidad nunca peleaba. Se respetaban mutuamente, incluso cuando se provocaban un rasguño o una herida, se lamían entre ellos hasta que ninguna gota de sangre resbalaba.

El Espíritu del InviernoWhere stories live. Discover now