LA LLEGADA

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El crepitar de los maderos resonaba con un ritmo acompasado que junto al roce de las olas emitía un sonido melódico y relajante. La espesa niebla producía un ambiente húmedo y el salitre se colaba por todas las rendijas del barco incluso por los poros de los marineros que se cuidaban de que todo fuera viento en popa.

La Nao Magdalena se dirigía hacia las costas españolas en una ruta comercial que partía de tierras americanas y que surcando el Atlántico pretendía llevar un cargamento de especias hasta la costa de Cádiz. Era una embarcación española fabricada en los astilleros de Zarauz con una capacidad de 102 toneladas y que en ella viajaban 45 tripulantes y 10 viajeros que aprovechando la ocasión realizaban sus américas inversas. Querían buscar nuevas oportunidades en la metrópoli y con ello labrarse un futuro mejor, si lo hubiese.

El pasaje del barco había conseguido acceder a él de diferentes formas, era habitual que en un navío comercial se pudiera viajar a cambio de diferentes favores. La gran mayoría eran familias que habían pagado una fortuna para poder embarcarse. Lógicamente estos beneficios recaían en la figura del capitán que con gran disimulo escondía en sus aposentos. Por otra parte, existían los poderes fácticos de la época que mediante actos lascivos y prohibidos donaban un viaje a las costas españolas.

Destacaba la figura de una mujer embarazada que por su rostro no debía sobrepasar los veinte años. Posiblemente le quería dar un futuro mejor a su hijo y huir de toda una serie de desgracias que le acaecieron en la colonia americana. No tenía rasgos indígenas, más bien europeos, era rubia con una tez extremadamente blanca, cosa que sorprendía a la mayoría del pasaje y de la tripulación. Miles de especulaciones se hicieron sobre su persona, pero ninguna de ellas cierta. Jamás descubrirían la verdad por dos motivos. El primero porque no articulaba palabra, posiblemente era muda y el segundo porque moriría en ese mismo viaje, a pocos días de la llegada a España.

La luna brillaba intensamente aquella noche y se filtraba enérgicamente entre la niebla. Los marineros que estaban de guardia, no necesitaban sus antorchas para controlar la situación dentro de la nao. Era casi una luz artificial, extraña, que perfilaba las sombras incluso mejor que la del sol. Cada paso, cada movimiento extraño era rápidamente descubierto por una tripulación medio adormecida y que seguía con una rutina profesional todas las tareas propias a esas horas. Silencio.

La espuma de las olas se reflejaba cuando rozaba los laterales de la embarcación y el rastro del barco era visible en media milla. En esos momentos un joven grumete paseaba por la parte de proa buscando un escondite para fumar tranquilamente una pipa, el único recuerdo que le dejó su padre también marinero y que falleció trágicamente en una empresa en las indias, a manos de los nativos. Dedicó unos segundos en encenderla con su pedernal y una vez lo consiguió luchando contra el húmedo viento hizo como cada noche y se asomó a observar el mar. La humedad de la brisa marina le golpeaba el rostro, pero era una sensación que siempre le había gustado. Sentirse libre por un momento, volar, viajar, soñar con un futuro en tierra, vivir...y, ¿morir?

En esos momentos un estruendo resonó fuertemente en el cielo, un trueno sin duda sobre una tormenta que podría estar acercándose...pero ninguna a la vista. El grumete se extrañó y enfocando sus ojos hacia la lejanía no logró vislumbrar nada. Repentinamente cesó la brisa, las olas se detuvieron, la espuma dejó de golpear el casco, la noche se paró... y fue cuando una fuerza invisible agarró con fuerza del brazo al chico y lo lanzó agresivamente por la borda, su cuerpo voló y cayó a mucha distancia del barco. Sus gritos de auxilio se ahogaban en el agua salada y a medida que intentaba salir sus esfuerzos lo hundían más, no pudo mantenerse en la superficie, no sabía nadar. Ningún marinero se percató de la situación absortos observando la luna. Ésta había adquirido unos tonos rojizos que embelesaban a cualquiera que la mirase. Un efecto hipnotizador que dejaba por un momento sin alma a los tripulantes. Todo se paró hasta que se oyeron unos gritos desgarradores. No era el grumete pidiendo auxilio, estaba ya muerto, eran unos gritos de mujer que provenían de la bodega. Automáticamente los marineros salieron del letargo en el que estaban sumidos y reaccionaron rápidamente, cruzaron sus miradas y corrieron a ver que sucedía. Bajaron las escaleras, no sin algún tropiezo por las prisas. La luz que emergía de la bodega era fabricada por algunos faroles que rápidamente hicieron suyos los marineros.

Cautelosos, alumbrando los espacios y recovecos, buscaron la procedencia de aquellos gritos sin encontrar nada. Lo habían oído todos por lo tanto no cabía duda del error. Mirándose entre ellos confirmaban y asentían que era cierto lo que habían escuchado. Otro grito desgarrador, más largo y profundo. Y otro, y dos más...y continuaban sin cesar. Los marineros ya tenían la señal que les guiaba el camino. Descubrieron que en un rincón entre ropas y tinas de agua y ron se encontraba la mujer embarazada ensangrentada. Estaba dando a luz. Los marineros no sabían que hacer, no era trabajo suyo y decidieron no auxiliar a la mujer.

- ¡No podemos hacer nada! – afirmó uno de ellos – no sobrevivirá ni la criatura ni la mujer en estas condiciones. Arrojémosla al mar.-

- ¿Estás loco? No podemos hacer eso animal. Es una persona como tú y yo. – le recriminó el que parecía más joven. – avisa al capitán que yo la ayudaré.

Mientras les recriminaba los apartó de un empujón y se acercó a la embarazada. Le preguntó cómo se llamaba y con una mirada de dolor le respondió.

- Me llamo Elisabeth – le respondió tenuemente.

Se desveló el primero de sus secretos, no era muda.

Entre gemido y gemido y agarrándole con fuerza de su brazo derecho la joven le dijo unas palabras al oído al joven marinero que le sorprendieron.

- No permitas que salga de este barco. No dejes nacer al bebé. ¡Mátalo! ¡mátalo! ¡La muerte salvará a la vida!

No entendía nada, cómo podía ser que una madre tuviera la intención de desprenderse de su bebé. Entendía el sufrimiento y el colapso que tenía y podía achacar a esos motivos la reticencia de no tener el bebé. Pero no sabía que el plan debía ser ese y no otro.

Los gritos seguían, la sangre no dejaba de salir del bajo vientre de la mujer. El olor era nauseabundo, se mezclaba la humedad, con los orines y las defecaciones de la mujer. El sudor lo empapaba todo y su tez se iba volviendo aún más pálida de lo que era. Los labios perdían su color rápidamente y la fiebre le subía por momentos. El marinero pidió gritando una manta para Elisabeth. El bebé quería salir y no se lo podían impedir. Fue cuando empezó a asomar la cabeza de la criatura. Nunca antes habían visto nada similar los allí presentes. La mujer apretaba con las pocas fuerzas que le quedaban más por la necesidad que por las ganas de hacerlo. Una cabeza, medio cuerpo, unos brazos y finalmente las piernas junto con el cordón umbilical. Salió sucio, mezclado con restos de sangre y líquido amniótico. La placenta entera se había desprendido y yacía en el suelo. Un lloriqueo lastimero indicó automáticamente que estaba viva. Era una niña.

El puñal rasgó el cordón umbilical de manera que quedó colgando junto a la mujer. Desfallecida no tenía fuerzas para articular palabra, pero con un gesto con la mano hizo acercar al marinero que la ayudó. Él se aproximó con el bebé en sus brazos y se lo depositó sobre la madre. Ésta lo miró con cara de pena, fue el único momento que se apreció el candor en su rostro y bajo sus lágrimas le susurró al marinero unas palabras en el oído. La cara de éste fue de estupefacción, los ojos se le abrieron de par en par y cuando intentó devolverle unas palabras observó que la mujer yacía muerta con el bebé llorando entre sus brazos.

La luna volvió a su estado natural, del rojizo al blanco. Las olas chocaban de nuevo acompasadamente el casco del barco. Faltaban dos días para llegar a puerto, y bajo la pérdida de Elisabeth y el nacimiento del bebé se creó una fuerza extraña que inundó el barco hasta su llegada. Mientras tanto, en medio del océano un cadáver de un grumete dejaba pasar las horas pudriéndose hasta su eterna desaparición. 

La sombra de DuerWhere stories live. Discover now