||PRÓLOGO||

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Esa noche el casino rebosaba de gente, las camareras a falta de ropa me sonreían al pasar con las bandejas llenas de bebidas de diferentes colores. Otras llevaban las famosas rosas del lugar, solo un pétalo de ellas y perdías la noción del tiempo. Una droga fuerte y duradera, por eso el precio rozaba los mil dólares.

—Niño, estamos aquí. —Oigo a mis espaldas y no puedo evitar poner los ojos en blanco. Desde que descubrió que no pasaba de los veinticuatro años, tiene una pequeña obsesión con tratarme como un crío para lo que le interesa.

Me giro encontrándome con el mayor pez gordo de todo el estado, los negocios con él siempre iban viento en popa, pero últimamente me miraba como si fuese su mano derecha y habían límites a los cuales no estaba dispuesto a cruzar.

—¿Ya te lo has pensado? —Pregunta mirándome a través de las cartas de póquer que tenía en forma de abanico sujetada con sus dos manos.

Me siento delante, el puro de su boca se movía cuando hablaba y un hombre joven, con toda la cabeza tatuada en compensación con su falta de pelo, me reparte algunas cartas.

—Si lo hago va a ser con un treinta por ciento de intereses, los dos sabemos que un veinte es muy poco. —Digo yo, mientras ordeno mis cartas según va desarrollándose la partida.

—Niño... todavía no aprendes. —Apuesta cien, y yo lo doblo. No me sobraba el dinero, pero la herencia de mis padres daba mucho con lo que jugar. —Es un veinte o nada. Y sabes que la segunda no te hace ningún bien.

El magnate mira como juego, observando mis ojos en todo momento y yo solo inspiro pasando la lengua por mis labios, recogiendo otra carta del montón.

—Veinticinco, ni para ti ni para mi. A ti también te interesa que yo lo haga y sabes que solo yo puedo hacerlo. —Comento en un murmuro, pero sabía que a pesar de la música me había escuchado perfectamente.

Una joven rubia pone sus pechos en mi rostro cuando va a servirnos las copas que había pedido el muchacho de al lado. Alzo una ceja y solo me sonríe guiñándome un ojo. Es lo que tienen los casinos, me repito interiormente. Era ley de vida que las mujeres provocasen y los clientes tuviesen prohibido tocarlas. Las tentaciones eran el encanto del lugar.

Mira sus cartas, pero en realidad piensa en mi oferta. No iba a dar mi brazo a torcer, lo que me pedía era inhumano y lo que iba a ganar por ello iba a ser descomunal, así que si yo iba a hacer el trabajo sucio, me merecía más que un veinte por ciento.

—Hecho, pero no me falles. Ya sabes cómo acabaron tus padres la última vez. —Él sonríe y a mi me hace apretar la mandíbula recordar que por su culpa mis padres están muertos.

Y por eso estaba bajo su mando, no quería saber cuál sería su siguiente golpe en mi contra.

Dejo las cartas sobre la mesa y recojo todo lo apostado.

—Royal Flush, yo gano.

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