En vida y muerte

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Tan fría, tan distante y con la mirada perdida en el cielo incandescente, con esas nubes de tonos naranjos y violáceos.

La tarde caía y todo parecía enfriarse. Desde que había empezado el verano hace unas semanas, las tardes parecían la muerte de toda la felicidad; de las voces de los niños apagándose poco a poco hasta quedar en murmullos, algunas veces en llantos.

Con cada paso, dejaba atrás una estela de sufrimiento y melancolía que, cualquiera que estuviese cerca, podría sentir de repente como su vida es insignificante y todo en lo que alguna vez creyó se reduce a un puñado de mentiras; aun si la emoción ya estuviese allí, la haría sólo un poco más asfixiante.

El alma vagante de Jade recorría los rincones más oscuros que un simple mortal jamás cruzaría. Todo lo repudiado por la sociedad se reunía en aquellos callejones con aroma a abandono y abuso.

Jade caminaba entre las estelas de humo de algún que otro cigarrillo y otras sustancias cual hoja sobre el agua. Observaba a cada una de esas personas como si su mirada pudiese calar en lo más profundo de sus secretos. Podía verlos, allí escondidos, arañando el alma de cada uno. Jade podía ver a todos esos demonios, y ahí estaba ella en medio de esa oscuridad sonriéndole a cada uno. Saludando como si fuesen amigos de mucho tiempo atrás.

—Vaya, vaya, pero mira quien anda por aquí.

La seguridad del lugar se había esfumado con tan sólo su presencia, la cual Jade prefirió ignorar por más inquietante que fuese.

—No debería impresionarte —dijo ella, aún sin voltear en su dirección—. Somos prácticamente lo mismo, vinimos por algo en común.

—Oh no, dulce Jade, tú y yo nunca seremos iguales.

Su voz era como sentir la seda acariciando cada parte del alma y cuerpo, dejando al final de ese recorrido una estela de sangre.

Llegó a su lado y ella pudo verlo claramente; iba con su traje azul oscuro desgarrado y los pies ennegrecidos. El granate de su cabello brillaba bajo las blancas farolas.

En medio de ese callejón, entre toda esa multitud que no reparaba en sus presencias y la luna menguante, algunos vagos recuerdos se deslizaban por la memoria de Jade, cayendo violentamente en picada. La presión aplastante en su pecho y su cabeza siendo traspasada por millones de agujas al rojo vivo que matarían a cualquier otro. Pero aun siendo un alma vagante por el mundo, desgarraba cada parte de su ser.

Aquellas imágenes pasaron en cámara lenta, una a una y sin cronología, volviéndolas un rompecabezas de lo más desastroso. A su lado, Maeron observaba su lenta agonía. Veía como caía al suelo retorciéndose de dolor por la súbita memoria con baches entre ella.

Dedicándole una última mirada por encima del hombro, se marchó, dejándola sola y en llanto confuso.


Por más que le arrancara a pobres inocentes la poca felicidad que tenían en sus vidas de rutina incesante, no la sentía en ella. Después de arrebatarles lo que los mantenía de pie, Jade quedaba más vacía que antes.

Imágenes sin descodificar se repetían una y otra vez. Sólo veía fuego, personas gritando, escuchaba un llanto lejano y entre todas esas cosas, un dulce beso.

Jade caminaba entre la oscuridad de la noche sin luna ni estrellas. Su alma lloraba y ni los grillos cantaban; su lamento era pausado, pero capaz de congelar todo a su alrededor.

Maeron caminaba a una distancia prudente y trataba de no perderla de vista a pesar de la negrura envolvente. Su llanto era un cuchillo rasgando su ser, un recordatorio constante de lo que tiempo atrás había hecho.

Recordaba sus ojos, no los muertos en que se habían convertido, sino los vivos y llenos de inocencia que él había resquebrajado poco a poco hasta convertirla en la chica que caminaba a unos metros de su presencia.

Esa tarde veraniega de agosto no pudo evitar sentirse atraído por su luz, la necesitaba para su colección; día tras día, se encargó de susurrar palabras de odio para ella misma, la hizo temer hasta de su existencia y a ahorcarla de vez en cuando con el ritmo asfixiante de la vida.

Jade se había detenido hacía unos momentos, justo cuando a Maeron le faltaban dos pasos para llegar hasta ella.

El viento silbaba a través de ambos tratando de hacer que todo lo que los rodeaba se fuera. Los árboles eran mantos que se alzaban como figuras a punto de engullirlos.

—Quieres saberlo, ¿no?

—Depende, ¿fue dolorosa?

—No —dijo, pero sabía que ella esperaba un poco más—. Peleabas con tu novio, él se salió de control y te pegó en el pómulo izquierdo. Nunca fuiste capaz de dejarlo a pesar de que te había engañado muchas veces anteriormente. Siempre te creías que cambiaría —rió amargamente en medio del camino. Empezaron a caminar y antes de continuar, él la miró y nunca vio un llanto más desgarrador—. Ese día, saliste huyendo sin rumbo alguno; querías evitar las preguntas en casa y sin amigos con los cuales contar, no hubo muchas opciones. Corriste hasta llegar al bosque, tus pulmones parecían a punto de estallar. Te echaste a llorar junto a un tronco... Y ahí fue donde nos reencontramos.

—No sigas, por favor —uno a uno, los recuerdos se iban entrelazando. El dolor era más intenso esta vez.

—Necesito explic...

—¡NO SIGAS! — su grito cortó el viento, el ambiente se congeló. Ella lo miraba fijamente, sus ojos ya no eran el océano de melancolía que había creado. Eran el infierno en la tierra, Maeron pudo ver su perdición en ellos.

—Lo siento...

Y fueron las últimas palabras de un monstruo que, tarde, se arrepentía de sus crímenes.

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