Capítulo 52. Una leal sierva

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Una vez que terminó, se giró de regreso sin voltear a verla, pero ella sí lo vio a él. Cada vez que se reunía con John Lyons, éste le parecía más viejo. Su cabello, o lo que quedaba de él, era totalmente blanco y corto, como la barba de candado perfectamente arreglada que adornaba su rostro pálido y anciano. Era un hombre de complexión gruesa y fuerte a pesar de su edad, y lo demostraba en su paso firme y seguro. Vestía un muy elegante traje color azul, con camisa blanca y corbata roja; un porte bastante republicano.

Aunque tenía la apariencia de poder ser el abuelito bonachón y anticuado de cualquiera (o quizás vendedor de pollos fritos), ese hombre era uno de los Apóstoles de más alto rango y poder dentro de la Hermandad, además del superior directo e Ann; uno de los últimos miembros con vida de la antigua Aquelarre que los había precedido hace ya bastantes años. Era alguien que imponía respeto y miedo entre los demás Discípulos de la Guardia... pero no tanto en Ann. Pocas personas o cosas la intimidaban, y John Lyons no era una de ellas. Aun así, respetaba las jerarquías, así como el poder y la experiencia que el viejo asesor político y corredor de bolsas ostentaba; no hubiera tenido que recurrir a él si no fuera así.

Lyons se sentó en la fila delante de ella, virándose hacia el altar y dándole por completo la espalda. Ann bufó al ver esto, aunque más mentalmente que otra cosa. ¿Enserio eso era necesario?, ¿o su vejo superior solamente había visto demasiadas películas viejas de espías?

—Espero que esto sea importante —murmuró Lyons con voz grave y solemne—. Tengo demasiados asuntos que atender como para perder el tiempo en tonterías.

Ann soltó una nada discreta risilla irónica.

—Los políticos de esta ciudad podrán lamerse las bolas a sí mismos por un par de horas sin ti, Lyons —le respondió la mujer de negro, sarcástica. Aquel comentario pareció que el hombre de barba olvidara su acto de James Bond, pues inconscientemente se giró hacia ella por encima de su hombro. Su mirada radiaba bastante molestia, aunque la mujer sabía que no era sólo por su chascarrillo.

—Todos hacemos nuestra parte en esto, Ann —le respondió Lyons con seriedad—. Y por lo que he escuchado, tú no has cumplido del todo bien la tuya últimamente. —La mirada de Ann se endureció al escuchar ello, que sonaba claramente como un reclamo—. ¿A eso viniste? ¿Quieres que te encontremos un remplazo? Porque encantado busco a alguien que sí pueda con la labor que te encomendamos.

—Yo he cumplido lealmente mi deber con la Hermandad —respondió Ann, defensiva—. He sacrificado mucho por esta causa, y tú los sabes.

—Has ganado mucho también. Quizás más de lo que merecías.

—Si a eso le llamas ganancia. Vine buscando tu ayuda y consejo, pero tienes una gran facilidad para hacer que me arrepienta de siquiera esperarlo de ti —señaló la mujer con un nada sutil enojo—. La situación es seria, y no me avergüenza admitir que no sé qué hacer. Damien está fuera de control. Desde que conoció a esa chica en New Hampshire, sencillamente ya no confía en mí, ni en ti, ni en ninguno de nosotros. Piensa que le hemos estado mintiendo y manipulando todo este tiempo.

—Es sólo una estúpida rabieta de adolescente —musitó Lyons, agitando una mano con desinterés en el aire—, derivada sin lugar a duda de tus mimos constantes.

—¿Mimos? ¿Acaso me estás diciendo que lo consiento?

—Tú, y todos a su alrededor. —Lyons se volteó mejor en su banca, hasta poder verla casi de frente. Sus ojos, pequeños pero penetrantes, la observaron fijamente como un padre regañando a su hija—. Lo tratan con sumisión y miedo, agachando la cabeza ante él y haciendo todo lo que diga y mande. No es raro que las cosas llegaran a este punto.

Resplandor entre TinieblasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora