Cuando el otoño amó

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CUANDO EL OTOÑO AMÓ
Por Ami Mercury


Las hojas crujieron bajo sus pies descalzos. El viento soplaba entre las copas de los árboles, que transportaban historias en susurros. Hacía tiempo, el otoño sonreía cuando escuchaba sus secretos. A veces lloraba. Otras, se estremecía. Todos tenían algo que contar y él atendía siempre.

Una ráfaga fría le sopló en la cara. Respiró. Su cabello largo y alborotado volaba libre. Era la época: su época. El tiempo en que los alegres colores del verano se tornaban en toda una gama de marrones, anaranjados y dorados. Como sus ojos. Es lo que hacía. Cuando el verano tocaba a su fin y el aire ya no arrastraba historias de amor, de besos fugaces bajo el sol y arena entre los dedos, el otoño recorría el mundo y, con manos gráciles, obraba su magia.

Era una tarea agradable. Pero también solitaria.

Nadie lo acompañaba. Recorría ciudades, pueblos y aldeas, carreteras, ríos, mares... Y veía en sus viajes a hombres y mujeres tan distintos. Altos, bajos, gordos, flacos, alegres, tristes. Todos hermosos. El otoño encontraba belleza en cada detalle. En sus risas exageradas, en sus llantos amargos, sus miedos y anhelos. Quería acercarse a ellos y esa fue su maldición.

Hace mil años, el otoño amó. Amó con intensidad a un hombre que ya no existía. Que aún dolía.

Se llamaba Otto. Lo recordaba a la perfección. Ojos amables del color de la puesta de sol. Sonrisa tierna. Fuertes brazos que lo cobijaban en las frías noches. Lo visitaba cada año cuando la Tierra se doblegaba a sus deseos. Él lo esperaba con la ventana abierta después de cada verano, cuando la brisa del mar se tornaba fría y las primeras hojas caían sobre el alféizar. Y el otoño no faltaba jamás a la cita.

Año tras año, desde que Otto no era más que un chaval. Hasta aquella noche.

Tan dichoso fue a su lado, que no vio lo que le hacía. El amor le ponía una venda sobre los ojos y lo tornaba olvidadizo. El otoño creyó que podría calentar el corazón de aquel hombre en lugar de enfriarlo, que su maldición no lo acompañaría cuando estuviese a su lado. Y se equivocó.

Por eso no podía acercarse a los humanos. Por eso tenía prohibido hablarles, amarlos. Porque su influjo era el de la melancolía que traían sus cielos grises, sus árboles desnudos y sus lluvias. Porque cuando acariciaba sus pieles tersas o ancianas, suaves o ásperas, del más pálido de los blancos o el más oscuro de los caobas, les provocaba tristeza y los volvía taciturnos y apáticos. Y eso solo con un toque.

Para Otto, su influencia fue más de lo que pudo soportar, pues el otoño no se limitó a solo caricias. No se detuvo en los primeros susurros, en dos o tres soplos tras la oreja. No; el otoño quiso ir más allá y se dejó acunar por las palabras de amor, por las promesas de eternidad. Y su vínculo creció cada año que compartían. Se hicieron inseparables, al menos durante el tiempo en que el otoño caminaba por la tierra. Y esas caricias llegaron a tocar cada rincón de sus cuerpos desnudos, atravesaron la carne y la piel y alcanzaron la misma alma, que se impregnó del otro.

La del otoño se llenó de dicha con la presencia de Otto.

La de Otto, de tristeza.

Y la tristeza lo mató.

Ese fue el castigo que el otoño recibió por su atrevimiento. Era una ley no escrita: ningún dios debía acercarse jamás a los mortales. La Madre Tierra se lo recordaba continuamente. Le reprochaba que hubiera tomado la forma de una de aquellas criaturas simples para sucumbir a los placeres de la carne. Pero el otoño no hacía caso. No era lujuria lo que él sentía hacia Otto. Era pureza, era un amor incondicional, era la certeza de que daría por él hasta la misma inmortalidad.

Cuando el otoño amóWhere stories live. Discover now