Jack, el tacaño.

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 Érase una vez, hace siglos y siglos atrás, vagabundeando por los pueblos y aldeas de Irlanda, un borracho apodado "Jack el tacaño". Jack era conocido en todo el país por ser un embaucador, un manipulador y un lastre para la sociedad. Se cuenta de él que cada mísera moneda que cayera en sus manos la gastaría en alcohol, sin importarle minusválidos ni ancianos pordioseros. Se dice que bebía hasta la última gota de cerveza, y que si algún otro borracho dejaba una jarra sin terminar, allí iría él a rematarla.

Cierta noche, Satanás oyó, casi por accidente, el deplorable estilo de vida y las dudosas hazañas de Jack. Escuchó con sumo interés los cuentos de las malas acciones y la diabólica persuasión del sujeto. Escéptico (Y, por qué no, algo celoso) de los rumores, el demonio fue al mundo terrenal a corroborar por su cuenta lo que se contaba de la vil reputación de aquel apodado "Jack el tacaño".

Para sorpresa de nadie, Jack caminaba borracho y tambaleante por el campo cuando en el medio de un camino de piedra vislumbró un hombre muy alto, vestido al completo de negro y con una siniestra mueca de sonrisa en la cara. Jack sombríamente aceptó que aquel sería su fin; Satanás había llegado para reclamar su malévola alma, así que, ni corto ni perezoso, preguntó:

—Considerando que tomarás mi alma, ¿Me concederías un último favor?

—No veo por qué no —exclamó Satanás—. ¿Qué deseas?

—Me gustaría tomar una última jarra de cerveza inglesa antes de partir hacia el Infierno.

Así, Satanás y Jack caminaron hacia un pub en específico, ya que según Jack, allí servían la mejor cerveza de toda Irlanda. Estuvieron una media hora caminando hasta llegar a la dichosa taberna, y ahí Jack bebió hasta saciarse. Cuando hubo terminado, pidió a Satanás que pagase la cuenta, para sorpresa de éste. Jack convenció a Satanás para que se metamorfosease en una moneda, y él, impresionado por las nefastas e inflexibles tácticas del hombre, accedió. Aunque Jack estaba borracho, no era estúpido, y aún su maquiavélico cerebro maquinaba muy bien, y en toda la caminata desde el lugar de encuentro hasta la taberna había ideado un plan. El tipo tomó a Satanás (Ahora convertido en moneda), y lo guardó en su bolsillo, donde también tenía un crucifijo. El objeto impidió a Satanás volver a su forma original, por lo que tuvo que acceder al trato que le propuso Jack: Él lo dejaría libre tan solo si no volvía a buscar su alma en diez años.

Diez años más tarde, en el décimo aniversario del diabólico trato, Jack caminaba sin rumbo por el pastizal, cuando, naturalmente, se encontró a Satanás, esta vez no con una sonrisa sino con una mirada de odio encendida como brasas. Inmediatamente, Jack recordó el ya borroso acontecimiento, y aceptó finalmente que su alma estaba condenada a ir al Inframundo de una manera u otra. Antes de ir, Jack le preguntó a Satanás:

—Satanás, ya que he de irme de este mundo ¿Podré pedirte un último deseo?

—En absoluto —contestó Satanás—. Bien cara me salió la gracia hace diez años.

La idea malévola ya había cuajado en la cabeza de Jack, por lo que prosiguió:

—No sabía yo que Satanás era tan cobarde.

Este comentario encendió una llama de ira en el demonio, que era muy orgulloso, y exclamó:

—¿Cómo te atreves, humano insolente?

—Apuesto —prosiguió Jack— a que ni siquiera puedes subir a una rama bien alta de aquel árbol de allá y bajarme una manzana.

—Te demostraré que puedo —respondió Satanás, con tono soberbio—, y luego llevaré tu alma al lugar más profundo del Infierno, donde te torturaré yo mismo.

Entonces Satanás, bien resuelto, trepó al árbol con extrema habilidad y, sentado en una rama bien alta, agarró la manzana más roja y más madura que Jack hubiera visto, pero antes de que el demonio se bajase, el hombre talló con un cortaplumas que tenía en el bolsillo la figura de un crucifijo en la corteza del árbol. Satanás, al ver frustrados su planes de nuevo, demandó que lo dejase bajar. Jack, astuto, le propuso un trato:

—Te dejaré bajar, tan solo si juras no llevar nunca mi alma al Infierno.

—De ninguna manera —clamó Satanás—. Bajaré de este manzano y pagarás tus fechorías con tu vida.

—Bien —vociferó Jack—. Buena suerte.

Y así, el sujeto abandonó a Satanás sentado en una rama de un árbol.

Cada día Jack pasaba por el lugar y se reía y se burlaba del demonio, mientras éste, impotente y atascado en su invisible prisión, lo insultaba y lo amenazaba, hasta que, un día, Satanás accedió al trato de Jack, y refunfuñando volvió a su morada.

Pero el deseo le sirvió de poco a Jack, ya que unos años después las décadas de alcoholismo cobraron su cuota. El alma de Jack se preparó para entrar por las puertas de San Pedro, pero el coro angelical que sonaba se detuvo apenas puso un pie dentro del Cielo. Jack fue juzgado por el mismo Dios, quien le dijo:

—Jack, has llevado una vida de excesos, engaños y maldad. Tu alma pecaminosa no podrá ingresar al Paraíso.

Desolado, mas no se puede decir que sorprendido, Jack bajó hasta las puertas infernales y rogó admisión en el Inframundo, pero Satanás mismo entreabrió la puerta y le dijo:

—Con gusto tomaría tu alma, Jack el tacaño, sin embargo he hecho un juramento, y no puedo romperlo. Vete.

—El camino es oscuro y neblinoso —replicó Jack—. ¿No tendrás acaso una lámpara que me sirva de guía?

Medio en burla, de una abertura en la puerta infernal se le arrojó a Jack una brasa ardiente.

—Nunca se apagará —acotó Satanás, entre risas—. Ahora vete, y no vuelvas.

Desde ese día hasta la eternidad, Jack fue condenado a vagar solitario entre los planos del bien y el mal, con tan solo una brasa encendida dentro de un nabo ahuecado, con una extraña cara tallada en el frente.

Jack, el tacaño.Where stories live. Discover now