Capítulo 1

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El chico corría y saltaba a lo largo de la hondonada tratando de despistar a sus perseguidores. Apenas le quedaban fuerzas y sus piernas empezaban a fallarle; si no lograba llegar pronto a la linde del bosque estaba perdido.

Desde las colinas bajas que quedaban a su espalda le llegaba el relinchar de los caballos y el retumbar de sus cascos al galope, cada vez más cercanos. El bosque aún estaba lejos, a más de un millar de pasos, y comprendió que no llegaría antes de que le dieran alcance. Se detuvo y, agachándose entre la maleza, oteó a su alrededor con nerviosismo, buscando un lugar donde esconderse. Los hombres que iban tras él no habían traído perros, así que aún tenía una oportunidad.

A través de la alta hierba, a la sombra de la colina que ascendía hacia el norte, avistó lo que le pareció el agujero de una gran madriguera. Sin pensárselo dos veces correteó hasta ella y de un salto se adentró en la húmeda cabidad. Una vez dentro se dio cuenta de que no se trataba de una madriguera, sino de un tronco caído hacía mucho, petrificado y cubierto por tierra, hierba y musgo. Aquel parecía un buen lugar donde permanecer oculto hasta que sus perseguidores pasaran de largo o dieran media vuelta dándose por vencidos.

Poco después oyó acercarse a los caballos y sintió como la tierra empezaba a vibrar a su alrededor. Estaban en lo alto de la colina, justo encima, buscándole. Aterrado retrocedió aún más en la oscuridad, procurando no hacer ningún ruido y olvidándose casi de respirar. Permaneció allí, encogido, unos minutos que le parecieron siglos, hasta que el rumor de la batida se alejó y desapareció por completo, dejándolo a solas con el retumbar acelerado de su corazón.

Aún dejó pasar un buen rato antes de abandonar aquel escondite improvisado, pero al salir, a gatas y cegado por la luz procedente del exterior, se dió de bruces con algo que no estaba allí cuando había entrado.

—Vaya, vaya. Pero qué tenemos aquí —dijo una voz rasposa sobre su cabeza. El chico miró hacia arriba y vio al hombre gato, que le sonreía desde lo alto; con lo que había topado no era otra cosa que la bota del Rastreador, que había estado esperando pacientemente frente al agujero. Intentó erguirse para huir, pero fue inútil. Ningún humano era lo suficientemente rápido cuando se trataba de escapar de un Rastreador. Este agarró al muchacho por el cuello de la camisa y con un rápido y delicado movimiento lo inmovilizó en el suelo. Luego procedió a atarlo y a subirlo a la grupa de su caballo, que pastaba tranquilamente junto al tronco.

—Es hora de llevarte junto a mi Señor —susurró el hombre gato, y de un salto subió a la silla de montar—. No es nada personal —añadió, volviéndose a medias para dedicar una última mirada al chico. Luego espoleó al animal, que inició el ascenso hacia lo alto de la colina más cercana.

* * *

—¡Vi, Vi! —gritó la pequeña, buscando con la mirada a su hermana mayor, que había desaparecido entre la maleza unos minutos antes, adentrándose aún más en el bosque —¡Sal ya, Vi!¡Tengo miedo!

La niña, de nombre Isobel, permaneció sin moverse en el pequeño claro, bajo los rayos de sol que traspasaban oblícuamente las copas de los árboles. Hacía ya demasiado que su hermana la había dejado allí y empezaba a inquietarse. Sus hermanos decían que aquel bosque estaba maldito.

Desde donde estaba, echando la vista atrás, podía ver entre la maleza y los troncos de los grandes árboles las colinas ondulantes más allá de la linde del bosque, y aquello la tranquilizaba un poco. Si aparecía un monstruo sólo tendría que correr unos pocos pasos para salir de la arboleda y llegar a la aparente seguridad de la pradera. Los monstruos jamás abandonaban la sombra de los bosques donde vivían por que la luz del sol los quemaba, le habían contado sus hermanos en más de una ocasión. Isobel estaba cansada y quería volver a casa. Detestaba aquellas salidas, pues aún era pequeña para ser realmente de ayuda y, con demasiada frecuencia, su hermana desaparecía y no volvía hasta transcurrido un buen rato. Se suponía que la acompañaba para aprender a identificar los distintos tipos de hierbas, musgos, raíces y setas que se utilizaban para aderezar y acompañar las comidas, para hacer las infusiones y preparar emplastos y medicinas, pero Vi nunca la dejaba adentrarse con ella en el bosque más allá de aquel claro. ¿Cómo iba a aprender entonces? Si bien era cierto que cuando regresaba lo hacía siempre con la cesta llena, y que entonces le mostraba lo que había encontrado y le explicaba qué era cada tallo, cada hongo, cada hoja, y para que se servían, Isobel pensaba que para aprender de verdad debía saber encontrarlas en su estado natural. Pero Vi siempre decía que el bosque era muy peligroso y que ella era demasiado pequeña.

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⏰ Última actualización: May 22, 2014 ⏰

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La niña del fin del mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora