Prólogo

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No existía cosa que Robert Payne odiara más que el hedor propio de las cloacas de Midgard

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No existía cosa que Robert Payne odiara más que el hedor propio de las cloacas de Midgard. Desde hacía varias décadas atrás, el gobierno municipal se había encargado de renovar prácticamente todo el sistema de aguas negras de la enorme metrópoli, sin embargo, existían secciones específicas que habían permanecido en el olvido. Robert recorría una de ellas.

En su mano derecha sostenía un grueso tomo forrado con retazos de piel humana, los cuales había extraído de varias de sus víctimas mucho antes de aprender de la boca de uno de los heraldos del mismísimo Satanás que el secreto para obtener poder no era descuartizar a la presa, sino más bien prepararla para extraer el maná de su cuerpo sin vida.

Luego de haber aprendido ese secreto, Robert cambió su modus operandi. Ya no desollaba vivas a sus víctimas —cosa que terminaba por restarle diversión al acto del asesinato— pero a cambio, obtenía poderes inimaginables para una persona común y corriente.

En el rostro demacrado de Robert se dibujó una sonrisa cuando pasó a través de un umbral escondido detrás de una especie de puerta maltrecha hecha con tablones de madera podrida debido a la humedad del ambiente. Más allá del impenetrable manto de oscuridad, logró distinguir la energía vital de más de una docena de personas, quienes permanecían arrodilladas enfrente de un arco de piedra gigantesco del cual surgía un resplandor rojizo. Aquellos individuos realizaban cánticos en un idioma que Robert había tenido que aprender para poder comunicarse con su amo: Lucifer, el Príncipe de las Tinieblas.

Al alzar la vista hacia el Ginnungagap, experimentó cómo una oleada de escalofríos le erizó los vellos de la piel. Su sonrisa se tornó ominosa conforme se aproximaba lentamente hacia el enorme portal de piedra. Una vez se halló a escasos dos metros de su objetivo, abrió el tomo que sostenía en su mano derecha y leyó en voz alta el contenido de la sexagésima sexta página, en cuya superficie desgastada se podía visualizar un símbolo muy particular: una suerte de arreglo de diez esferas que formaban lo que se conocía como "séfirot".

 Una vez se halló a escasos dos metros de su objetivo, abrió el tomo que sostenía en su mano derecha y leyó en voz alta el contenido de la sexagésima sexta página, en cuya superficie desgastada se podía visualizar un símbolo muy particular: una su...

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En cuanto Robert comenzó a recitar las escasas palabras presentes en aquella página, el resplandor proveniente del portal se intensificó al punto de enceguecer a todos los presentes. Varias de las personas que realizaban los cánticos trataron de huir de la estancia en cuanto se vieron agobiados debido a la inmensa cantidad de energía oscura que salía sin cesar del arco de piedra. No obstante, tan pronto como daban un paso, Robert los calcinaba con sus llamas mágicas, un poder que Lucifer le había otorgado luego de que matara a sesenta y seis personas del modo "correcto".

Los demás miembros de aquella secta, al observar las consecuencias de entregarse al miedo, cerraron los ojos y empezaron a rezar para que todo terminara pronto. Robert hizo caso omiso de los sobrevivientes y, aunque el destello del portal continuaba siendo enceguecedor, se concentró en finalizar la lectura del tomo.

El Ginnungagap expulsó una cantidad masiva de energía hacia arriba, perforando el techo de la estancia y causando que una lluvia de escombros cayera sobre los sectarios. A Robert le bastó emplear sus llamas demoníacas para protegerse, en cambio, varios de sus subordinados murieron aplastados por los enormes trozos de concreto. El líder del grupo observó fugazmente los cadáveres, lamentándose al darse cuenta de que habían derramado sangre. Si hubieran quedado intactos, habría podido ofrecerlos a Lucifer para obtener mayor poder y acercarse aún más a su meta de seiscientos sesenta y seis sacrificios.

Restándole importancia a los decesos de los miembros de la secta, volvió su vista en pos del enorme portal, el cual se encontraba a punto de abrirse por completo. Sin embargo, Robert todavía carecía del último ingrediente para rasgar el velo que separaba al Infierno de la Tierra. Desprovisto de una de las entidades primordiales de la creación, jamás sería capaz de destruir esa barrera para finalmente pavimentar el camino que el mismísimo Príncipe de las Tinieblas recorrería para subyugar el mundo de los mortales. Así que sólo se limitó a contemplar la escasa energía que se escapaba del reino de Lucifer.

Aunque el estruendo del aire al ser rasgado por la energía proveniente del Ginnungagap resultaba ensordecedor, Robert era capaz de distinguir los aullidos de los demonios, quienes ansiaban colmar sus fauces con la sangre de los retoños del Creador; ellos deseaban más que nada destruir el orden natural de las cosas, del mismo modo que Robert Payne quería aniquilar la sociedad corrupta que lo había convertido en la peor de las basuras.

El líder de los Arcanistas —el nombre que los perros sirvientes del gobierno le habían asignado a su secta— alzó la vista al cielo ahora descubierto debido a la descarga descomunal de energía maligna que surgía desde el Ginnungagap. Luego, cambió de página en su tomo y recitó un encantamiento contenido en él.

Casi de inmediato, el rayo masivo se detuvo, no sin antes causar una explosión en el cielo, de la cual surgieron haces más pequeños de luz que salieron disparados en todas direcciones. La sonrisa de Robert se pronunció más, tornándose maquiavélica y retorcida. Al mismo tiempo, comenzó a sentir cómo su maná mutaba debido a la influencia de su amo, Lucifer.

Robert Payne acababa de usar el Ginnungagap como una especie de prisma para canalizar su propia energía y amplificarla. De ese modo, había logrado transformarla en un arma de destrucción masiva. A través de aquel poderoso encantamiento, el líder de los Arcanistas había asesinado a más de quinientas personas sin derramar ni una gota de sangre, pues los ataques de naturaleza demoníaca como el que había realizado normalmente quemaban el maná de las personas, destruyendo de forma directa la esencia de sus vidas.

Su cuenta ahora superaba los seiscientos sesenta y seis sacrificios requeridos para obtener poderes que escapaban la comprensión humana. Robert soltó una carcajada a la par que se retorcía debido al dolor supuesto por la mutación de su propio maná. De hecho, su forma física también estaba cambiando, volviéndolo aún más aterrador que de costumbre. Lo peor de todo eran sus ojos: antes habían poseído un color miel, pero ahora brillaban con un intenso carmesí que evocaba el tono característico de la sangre.

Sin lugar a dudas, Robert Payne sería el encargado de desatar el caos en la sociedad humana moderna y hacerla entender que el orden en el que guardaban tanta fe no es más que una frágil ilusión. Pero para ello, tendría que hacerse con una de las entidades primigenias.

Por suerte, conocía la localización de una de ellas. El demonio de fuego, Surtur, quien en antaño había causado el Ragnarok, se encontraba a escasos kilómetros de aquella cloaca. Era sólo cuestión de que Robert lo sometiera a su voluntad para poder usarlo en el ritual de quiebre del velo que separa al Infierno de la Tierra.

Sólo un poco más; un paso más y el apocalipsis —la gran revelación que los mortales tanto ansiaban— llegaría finalmente con el sonido de las trompetas de la destrucción.

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