El ramillete de lirios mágicos

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La condesa de Von Heine seguía enfrente de la ventana, esperando a que su mandadero llegara con la información que necesitaba. A lo lejos, en donde terminaba el denso bosque, se divisaba el color blanco pálido del Palacio Real, en donde vivía el príncipe Angel, y, en donde, la condesa anhelaba, también viviera su hija, convertida en esposa del príncipe Angel, heredero al trono.

   A las espaldas de la condesa, se le tomaban las medidas a su hija Agneta para diseñar el vestido que usaría para el baile que daría el príncipe Angel en quince días. Ya se había elegido la tela, que sería de color blanco grisáseo, con detalles plateados a lo largo de la falda del vestido y el borde del corpiño. Debía de ser la más bella si quería enamorar al príncipe así como ella estaba enamorada de él, pero tanto Agneta como su madre sabían que el príncipe Angel nunca correspondería a su amor. El rostro de Agneta carecía de belleza, sus amistades se burlaban de ella, diciendo que aquel rostro no merecía tan grácil silueta. En ocasiones, se sentía ridícula vistiendo las mejores sedas, muselinas y satines, porque no mejoraban nada en ella, las peinetas de plata con incrustraciones de perlas la hacían ver vulgar en vez de hermosa. Su voz no estaba mal, pero comparada a la característica voz femenina que sus amigas esparcían como perfume dulce, Agneta perdía los ánimos. Su inteligencia tampoco era algo para enorgullecerse, pues su único talento era tocar el arpa, no dominaba ninguna lengua extranjera, la ópera estaba vedada para ella, debido a su voz. En cambio, se le atribuía la virtud de la amabilidad, pues no era vanidosa ni egoísta, esos defectos no se desarrollaron en ella como en las otras jóvenes que visten con prendas finas, y por eso es que nadie se atrevía a herirla de verdad ni jugar con su corazón. Todos pensaban que había sufrido a horrores cuando perdió a su única hermana y a su padre de manera trágica, si tan solo hubieran sabido que Agneta siempre envidió a su hermana mayor Angelina, y que en cierto modo fue la culpable de su muerte y la de su padre. Ni siquiera la condesa de Von Heine estaba enterada de los pensamientos mezquinos de Agneta hacia su hija preferida, y de haberlo sabido la hubiera hecho sufrir por ello.

   La condesa de Von Heine descuidó un segundo la ventana para mirar de reojo a Agneta, sus ojos negros inexpresivos la fastidiaban, de haber podido, hubiera dejado que Agneta muriera si con eso salvaba a Angelina, la de belleza éterea, la que el príncipe Angel amó incondicionalmente hasta su muerte. Regresó su mirada al bosque, cuyos detalles comenzaron a difuminarse por la llegada del anochecer. Siempre que las estrellas aparecían lentamente alrededor de la luna, tanto la condesa como Agneta pensaban en Angelina, lo cual les quitaba el apetito para la cena y apenas articulaban palabra en toda la noche.

   Agneta temía a su madre cuando se enojaba, por lo que se sentó sumisamente en el sofá color plomo, fingiendo que esperaba al mandadero como su madre, pero en realidad su mente se fijó en las nubes que impedían que el brillo de las estrellas llegara a ella, recordó cuando, hace dos años, el cielo estaba igual en la noche que el conde de Von Heine asesinó a Angelina.

   Desde que Angelina nació, su belleza temprana fue tal que los reyes convinieron en casarla con su hijo Angel cuando ambos crecieran, porque estaban convencidos que Angelina había sido bendecida por las ninfas del bosque al otorgarle una hermosura y un encanto en su personalidad sobrenatural. Si acomparabas físicamente a Angelina con Agneta, coincidías en que su parecido era notorio: sus ojos casi negros, su larga melena castaña clara y la tez apiñonada imposible de aclarar. Pero Angelina tenía algo más, sus ojos no eran inexpresivos, eran profundos, parecían mirar a través de ti. Tenía el don natural de añadir elegancia a su andar, su voz la hacía la musa de los poetas y acompañaba el son de las liras. Angelina hablaba varias lenguas, lo que facilitó su aprendizaje sobre la naturaleza y el movimiento de los astros. Su sonrisa era la perdición garantizada para los jóvenes, entre ellos el príncipe Angel, quien creció confiado de que algún día sería su mujer.

Cuentos de Hadas (Vólumen II)Där berättelser lever. Upptäck nu