ANATEMA ROMANÍ

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Suerte.

Juan pensaba en su suerte mirando el último atardecer.

La ventana daba a la plaza Fuerza Aérea Argentina; en el medio, se alzaba soberbia la monumental torre de los ingleses. Retiro se había convertido en un barrio que nada debía envidiar a ciudades europeas; ni siquiera por la cantidad de foráneos que ahora lo habitaban.

No se trataba de inmigrantes en busca de otra vida; eso formaba parte del pasado. Eran salvajes muertos de hambre que habían perdido todo en la tercera guerra, transformados en nómades sin escrúpulos dispuestos a cazar su propio alimento.

Juan los observaba desde aquella habitación del Sheraton a la que había escalado solo para un propósito. El cielo despejado, los pájaros volviendo a sus nidos, el sol escondiéndose tras los altos edificios... mientras, abajo, la sangre se derramaba una vez más en aquella batalla campal donde los gritos se oían desgarradores antes de cada estocada final.

Sin duda, aquel era un hermoso día para morir.

Abrió la ventana. El viento ondeó las cortinas y Juan sintió un leve escalofrío acariciando su destino. Sin más, decidió abrazar al vacío.

***

Fuerte.

Juan pensaba en lo fuerte que sería el impacto.

El cuerpo quebrándose contra el pavimento, las vísceras aplastadas, el rostro irreconocible y un charco de sangre tibia extendiéndose a la vista de los salvajes. Era presa fácil, entregada por propia voluntad como una ofrenda a los hambrientos.

Extendió los brazos esperando la fatalidad, pero la caída se volvió eterna. Su corazón se aceleró como si sentirse vivo aún fuese una opción. La velocidad le contrajo los órganos y su estómago pareció a punto de estallar. Sin saber el motivo, sintió una insólita presión alrededor del abdomen que, de alguna manera, lo mantenía cautivo.

Abrió los ojos.

Perplejo, descubrió que no caía a su merced sino dentro de un carro que maniobraba acéfalo en una gigantesca montaña rusa. Abajo, arriba; de derecha a izquierda... y viceversa. El carro subió con lentitud por una infinita pendiente amenazando con arrojarlo al vacío desde el cráter de un volcán que pronto haría erupción. Las llamas de su propio infierno lo esperaban al descenso.

***

—¿Te leo la suerte, muchacho?

La gitana pasaba desapercibida entre el gentío.

Juan se detuvo a verla; los ojos negros, profundos y aterradores, erizaron la piel de aquel joven que por el 1930 contaba tan solo con 18 años.

Era la primera vez que visitaba el Parque Japonés. Lo habían mudado hacía poco a aquel predio y sus amigos insistieron en pasar el día allí. Los autitos chocadores, el tren fantasma y el gusano loco no eran de su agrado. Mucho menos los espejos deformantes del palacio de la risa, que en vez de causarles gracia le generaban una extraña repulsión.

Los amigos habían corrido a disfrutar del próximo juego mientras Juan recorría las exóticas instalaciones de tinte oriental. La réplica del circo romano había llamado su atención. No imaginó encontrar una gitana sentada solitaria en las arenas de la entrada. Era vieja; no podía imaginar los años que congregaban las arrugas que le surcaban el rostro. Su sonrisa mostraba una dentadura despareja a la que le faltaban piezas y el cabello blanco, parecido a las telarañas, permanecía casi oculto bajo un pañuelo de vivos colores.

La mujer estiró la mano esperando una respuesta.

—No creo en esas cosas.

La sonrisa se esfumó del rostro avejentado y Juan sintió la mirada gélida atravesando su espíritu.

ITALPARKA - Anatema romaníWhere stories live. Discover now