| • Capítulo 4 • |

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—Tú dominas el portugués.

—¡Yo odio el portugués!

—Aunque quisiera quedarme a ver esta emotiva discusión padre e hijo, que de verdad se ve prometedora, necesito llegar a casa, así que... —Me inclinó hacia adelante y dejo a la vista mis manos esposadas sobre la espalda—. ¿Me dejan ir?

Los policías desvían la mirada como si estuvieran viendo algo ilegal y el padre de Dan solo cierra los ojos como quien ha presenciado la peor bobada en la historia de esa pequeña playa.

Dan, sin embargo, teniendo un corazón tan puro como el mío (a veces) me mira directo, con una sonrisa alentadora.

Los oficiales miran a Adacher y él les indica con un gesto que me dejen en paz. Ellos no tardan en acatar la orden y liberan mis manos de las frías esposas que las atan.

—Papá, por favor —intenta Dan y se nota que está haciendo un gran esfuerzo por hablar frente a nosotros, porque sus manos comienzan a retorcerse como si fueran la palanca de frenos para su lengua y tuviera que tirar de ellas en cualquier momento.

—Daniel, ya está hecho y no voy a discutirlo más...

Sí, en definitiva Adacher era como Ben Aldoni. Tenía ese mismo aire autoritario que te hacía querer desaparecer al instante. No me sorprende que su hijo hubiese huido de casa durante la madrugada.

—¿Por qué?

Me crucé de brazos.

—Sí, Adacher, ¿por qué? —Era un reto, estaba escrito en mis facciones y Adacher lo sabía.

Un brillo de odio destiló en su mirada y estoy casi segura de que en algún momento sopesó la posibilidad de arrojarme al niño a la cabeza.

—Primero que nada, porque no tienes ni la edad ni la preparación suficiente para criar a un niño.

Me cruzo de brazos y le doy una mirada furiosa.

—Pues tú no tienes ni la edad ni el tiempo para ser un padre de un hijo de seis.

Dan abre los ojos de golpe y me mira como si estuviera loca. Probablemente lo estaba, pero no iba a retractarme.

Adacher abre la boca, pero luego parece sopesarlo mejor y la cierra de vuelta. Ha decidido ser el adulto responsable que yo jamás seré.

—Por favor, acompañen a la señorita Collins a su casa —les pide a los oficiales, pero el matiz de su voz hace que todo lo que sale de él parezca más una orden que una amable petición.

Lo que también tiene un efecto dentro de mí, uno que solo silencia el instinto de supervivencia que todavía conservo medio útil: el desafío.

—Gracias, conozco el camino...

—Gracias por cuidar a Dan —dice como si no me escuchara—. Tú y yo vamos a tener una larga conversación después de esto —le reprocha al niño, con autoridad.

—No seas duro con él. Solo quería un poco de paz.

No sé por qué se me ocurre abrir la boca cuando nadie me ha pedido mi opinión, pero es como un superpoder que todavía no puedo controlar. Soy la neófita de las lenguas sueltas.

—¿Se conocen bien? —pregunta con ironía, arqueando una ceja retadora.

—Pues sí, la verdad es que he podido conocerlo muy bien este rato.

—Hum. Papá...

—Claro, porque se puede conocer bien a una persona en ¿cuánto?, ¿dos horas?

—¿Al menos sabes por qué huyó? —Cuando no obtengo una respuesta, continúo—: ¿Al menos sabes qué es lo que quiere?

El Café Moka de ParísWhere stories live. Discover now