My friend

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Quizá encuentren contradicciones, pero tienen razón de ser.

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Era un sentimiento de impotencia, mezclado con pesar y el infantil capricho. Su pecho dolía, sentía nauseas porque no había comido en todo el día y el ácido le estaba carcomiendo las paredes estomacales, pero no podía comer, sabía que no daría más que dos bocados y muy posiblemente vomitaría todo al final; no quería desperdiciar la cocina de Envi.

Sentía el suave y esponjoso pelaje en su mano, delineaba las orejas y veía la débil y suave respiración del conejo; como subía y bajaba su pequeño pecho. La nariz rosada se movía de a ratos y no evitaba sonreír ante eso. El calor ajeno era lo que lo rompía, lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas.

Le dolía, como le dolía, golpeó el suelo con su mano libre, sintiendo el frío concreto contra sus nudillos y se mordió los labios para callar su sollozo; no quería despertar a su durmiente amigo. Su mirada se nubló y nuevas lágrimas cayeron, sorbió por la nariz y cerró los ojos, precipitando las pesadas gotas.

Le pasaron un pañuelo desechable, uno de los tantos, lo tomó y se limpió, lanzando el pedazo de papel a una esquina de la habitación; un pequeño montón crecía conforme pasaba la noche. Se escuchaban las gotas de lluvia golpear la ventana, los rayos iluminando la habitación y los truenos haciendo un escándalo.

Rio sin gracia. —Lo bueno es que no puede escuchar los truenos—. Su voz ronca y temblorosa apenas se levantó sobre el estruendo de la tormenta.

—Duerme mejor así—. Comentó Envi desde atrás. —Siempre le tuvo miedo a los truenos—.

—¡También a los fuegos artificiales! —.

Su risa sonó a sollozo, su llanto apoderándose de él. Envi tomó un pañuelo más y se lo pasó a su Diablo. Llevaban horas ahí, Satanick sentado en el suelo, entre sus piernas su pequeño conejo blanco acurrucado en una cómoda almohada. Envi a unos cuantos metros y con la caja de pañuelos lista.

Satanick apretó el pañuelo, limpiándose los ojos, estaba harto de las lágrimas, del ardor en sus ojos y de los mocos, pero siempre que bajaba la mirada su corazón se quebraba y el llanto continuaba. Acarició las orejas, arrojando el pañuelo a la esquina olvidada.

Su estómago se estrujaba, tenía asco, quería vomitar, la bilis en su garganta junto con el nudo de la impotencia y el dolor. Inhaló y cerró los ojos, dejando caer la cabeza para atrás, chocando con la suave superficie de su cama. Un quejido roto salió de sus labios cuando inhaló de nuevo.

No quería decir adiós, no quería soltar a su amigo y menos tener que verlo cerrar sus ojos para siempre. No quería dejar de sentir la acompasada respiración ni el reconfortante calor, no quería perder a su lindo conejo, a su pequeño compañero que le otorgaba alegrías diarias. No quería, quería que se quedara a su lado hasta el final de los tiempos.

Pero los animales no viven tanto, imbécil. Esa voz tan igual a la suya se le recordaba que tan infantil era su deseo y que tan egoísta era. Miró al pequeño animal, que continuaba durmiendo, todos los días los pasaba durmiendo, Satanick sabía que estaba sufriendo, su amigo sufría aunque nunca lo mostraba y no tenía medios para decirlo.

Tenía un tumor en su pequeño pecho, inoperable por la edad tan avanzada del conejo; una operación a esa edad era jugar con la suerte, las probabilidades de que su amigo sobreviviera eran tan mínimas, tan lejanas, tan desalentadoras. Su corazoncito tenía un soplo, no podía ni caminar bien. Había noches en las que chillaba de dolor. Su oído había desaparecido por completo, sordera total.

FarewellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora