Capítulo 1

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Bajo la ventana de aquella pequeña habitación, junto a la cama individual donde parecía no haber dormido nadie, se veía la silueta del anciano encorvado de piel blanca, opaca, arrugada, reseca y lastimada por el tiempo y el descuido.

Apenas vestía unas canas y el resto de su cabeza desnuda pintaba algunas manchas de edad. Tenía los ojos melifluos, cristalinos, su mirada senil y los párpados débiles y contraídos.

Lo cubría una manta de lana gris como el color de sus pobladas cejas y por sus perneras se apreciaba un pantalón holgado, de algún algodón desgastado que apenas conservaba el color negruzco que alguna vez brilló, como él.

Entre los pliegos de sus dedos se notaba una pequeña y delgada cadenita. Miraba atento una fotografía que se movía por la agitación de su respiración y por sus trémulas manos. Con gran dificultad se incorporó de su asiento sin desviar la mirada de la imagen.

Se escuchó de pronto el sonido de lágrimas densas caer sobre el piso de cemento viejo, cuarteado, erosionado y frío. Su llanto era silencioso, su rostro ya privado del sentido. Sordo su dolor pero hondo y sostenido.

El sortilegio de la imagen parecía impedirle parpadear, sólo musitaba con el sufrido aliento: Isabella...

Mi abuelo fue, en sus mocedades, un hombre extraordinario. Fue padre muy joven y en su niñez conoció la felicidad pasajera que le arrebataría la violenta separación de sus progenitores. Tuvo que madurar por necesidad y no por el curso natural de la vida, que en otros es, a veces, más benévolo.

Se educó con cierta formalidad, fue un estudiante necio, retraído y solitario, pero de espíritu curioso, soñador, valiente y creativo. Su carácter alegre, jovial, entusiasta y dulce le ganaban muchas simpatías, sin embargo, siempre gustaba de estar solo.

Su adolescencia fue generosa en experiencias y fructífera en desamores. Muchas veces, mientras me sentaba en sus piernas, contaba sus desventuras amorosas que, como común denominador, empezaban en medio de conflictos, se volvían más conflictivas en poco tiempo y al final terminaban, casi invariablemente, en huir de él.

Era, en cierta manera, como si tuviese un imán para el infortunio en el amor y un talento especial para enamorarse de maneras francamente incomprensibles.

Por ejemplo, un día contó que conoció a una mujer morena, muy guapa, que caminaba sola por la calle de Gènova, en la colonia Juárez, a la que preguntó si podía acompañarla a su destino. Ella le dijo algo así como: "déjame de molestar, por favor". Él insistió luciendo su sonrisa irresistible (así decía él) y ella le propinó una bofetada por impertinente, no obstante, en un descuido ella se embarazó y pariò a un niño del cual él jamás se hizo responsable.

Más de veinte años después ella seguía amando a mi abuelo, hasta que supo que mientras ella estaba en gravidez, él esperaba noticias de otra mujer que estaba por dar a luz a una hermosa niña. La gracia consistió en que eran casi vecinas y lo conocieron en la misma forma, sólo que a una calle de diferencia, pues a la "güera michoacana" la abordó en la calle de Ámberes en la misma colonia Juárez. Esa güera fue mi abuela.

Fue a la escuela de medicina y a punto de terminar el tronco común, se volvió a enamorar y huyó con una enfermera a Santiago de Chile. Con ella estuvo hasta que se enamoró de una venezolana que conoció en la Isla Margarita; donde se enamoró de una joven brasileña y así sucesivamente hasta que terminó por conocer gran parte de América del Sur, Centro, Norte y hasta algunos países de Europa.

Sus historias a este respecto eran indiscutiblemente jocosas; a sí mismo se calificaba como: "un enamoradizo irredento y un estúpido incorregible". Era imposible no reírse y no admirarlo al mismo tiempo.

Isabella y el Peregrino © Tomo 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora