Capítulo 2

29.9K 1.5K 101
                                    

Capítulo 2

William


No comprendía lo que me sucedía. Golpeaba el saco sin descanso, sintiendo la piel de mis nudillos desgarrarse al no llevar la protección. Alternaba puñetazos y patadas sin detenerme, queriendo borrar aquella rabia que me consumía, pero ni siquiera conseguía concentrarme; mis movimientos, siempre meticulosos y perfectamente estudiados, eran torpes y descuidados. En las peleas mi cabeza se encontraba en blanco, fijándose en un único objetivo: mi contrincante.

No obstante, en ese momento, mi contrincante eran miles de sombras; hombres de miradas lascivas, queriendo la piel que quería tocar yo. Hombres adueñándose de un cuerpo de dulces curvas, acariciando un pelo tan rojo como el mismísimo fuego.

Por mucho que lo intentara me era imposible no imaginar a la cangrejita en brazos de otro, y solo esa imagen descolocaba todo en mi interior, haciéndome atizar con más fuerza el saco.

Seguía sin una respuesta clara, ¿por qué me sentía de esa manera? No, me negaba a creer que sintiera algo por Alba que no fuera deseo o amistad. Una vez, solo una vez me había dejado guiar por aquella cosa estúpida que latía en mi pecho, y lo único que conseguí sacar fue un terrible y abochornante dolor. En mi vida no había cabida para la espeluznante palabra que empezaba por A y terminaba en MOR. Es más, la había eliminado de mi diccionario.

Me consideraba un enamorado, pero no de una, sino de todas las mujeres; de sus curvas, sus piernas y sus diferentes maneras de vivir el sexo. Pues todas aquellas que habían pasado por mi vida, no eran más que eso: Sexo. Apasionado. Desenfrenado. Excitante.

Nunca me permitía crear ningún vínculo que no fuera carnal, les dejaba muy claro a las que pasaban por mi cama que conmigo no malgastaran su tiempo si lo que buscaban eran promesas de amor. Por eso, me encontraba tan confuso y perdido, al sentir la posesividad despertándose en mis entrañas.

Seguí golpeando ciego de ira el saco, mientras pensaba en la joven de pelo rojo.

Lo primero que pasó por mi cabeza al conocerla, es que la quería en mi cama o, contra el espejo de aquel salón. No era muy exigente en cuestión de lugares, lo importante era estar enterrado entre sus piernas. Pronto entendí que ella era diferente. Era auténtica. No mentía o engatusaba, era clara y sincera. Tan endemoniadamente tímida que me ponía duro solo al ver cómo se sonrojaba. Era bondadosa, de un corazón enorme.

Por estos motivos, me convencí que entre nosotros no podía pasar nada más de una bonita y duradera amistad.

Yo no era un príncipe, en cambio, Alba era lo más parecido a una princesa, y necesitaba su cuento de hadas al completo, con el típico «y vivieron felices y comieron perdices». Para bien o para mal, lo único que le podría ofrecer era un polvo, un aquí te pillo, aquí te mato, un ábrete de piernas sésamo... Da igual que nombre le pusiera, al fin y al cabo, no era lo que ella merecía. Además, la pelirroja ya confiaba poco en el sexo masculino, y si me dejaba llevar por lo que colgaba entre mis piernas, demostraría su absurda, aunque un tanto cierta, teoría de que todos los hombres de la faz de la tierra pensaban solamente en sexo.

No obstante, mi subconsciente era un grandísimo hijo de perra, mientras yo había decidido no tocarla, él me la traía cada noche en sueños. Sueños no aptos para mentes inocentes como la de la cangrejita. Su cuerpo, un manantial de curvas, se contorsionaba en todas las posturas posibles, en lugares insólitos. Soñaba que era su conejillo de indias, que cumplía sus fantasías utilizándome para tal fin. Y claro, tanto sueño no era bueno. Todas y cada una de las mañanas me despertaba con la tienda de campaña montada, y poco importaba si la noche anterior me había liberado. Mi polla amanecía dura, burlándose de mí.

Un golpe al amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora