—¡Eh! —exclamé—. ¡Que lo estaba viendo!

—Espera un momento.

En realidad no estaba viendo nada, pero lo dije por molestar. Él, sin embargo, no entró en el juego. Su expresión había cambiado por completo. Ahora estaba muy serio, con los ojos entrecerrados y el ceño fruncido, y pronto comprendí el motivo. En la cadena TV3, propia de Cataluña, un periodista estaba hablando con un hombre a pie de calle cuyo sobrecogedor testimonio había dejado muy impactado al presentador del programa. Al parecer, aquella misma noche, unas horas después de que nos fuésemos de la fiesta para volver a casa, uno de los vecinos de la zona había encontrado un cadáver en la calle. El cuerpo maltrecho de una chica vestida de rojo al que alguien había robado los zapatos de tacón y el bolso, dejándola únicamente con lo puesto y el DNI encajado en el escote.

Una chica madrileña que llevaba tan solo unos meses en Barcelona...

—¿Qué dice? ¿¡Qué dice!? —quiso saber David con nerviosismo, poniéndose en pie— Mi tío dice que es importante...

—Dicen que la autopsia revela que la chica ha muerto de sobredosis —dije con la voz temblorosa, contagiándome del mal estar de David. Tenía un muy mal presentimiento—. Se ha comunicado ya a la familia lo ocurrido y están de camino... cielos, dicen que probablemente la fallecida volvía a casa desde la fiesta a la que fuimos. Que todo apunta a que estaba de camino cuando empezó a encontrarse mal y buscó refugio en uno de los portales...

Quise seguir traduciendo, pero no pude. La imagen en la pantalla cambió y donde antes estaba la imagen partida del presentador, por un lado, y el periodista y el testigo por la otra, ahora únicamente había una: la fotografía de una joven que ambos reconocimos al instante.

Me llevé las manos al rostro, horrorizada, y ahogué un grito. David, en cambio, no supo qué decir. Se dejó caer a mi lado, profundamente impactado, y me abrazó.

Daniela había muerto.



Aún me temblaban las manos cuando llegamos al tanatorio.

Daniela tenía asignada la sala número cinco, una estrecha estancia acristalada situada al fondo de un largo pasadizo en cuyo interior no había nadie. Al parecer, a la familia aún no le había dado tiempo a llegar.

Lógico viniendo desde Madrid.

El tanatorio resultó ser un lugar mucho más ruidoso de lo esperado, pues cientos de familiares se arremolinaban alrededor de las estrechas salas en el pasadizo principal, pero también más lúgubre. A pesar de la intensa luz blanca que iluminaba cuanto nos rodeaba, se podía oler el hedor de la muerte en cada uno de los rincones de aquel siniestro lugar. Además, no ayudaba la excesiva educación de los trabajadores, todos vestidos de riguroso negro, ni tampoco las pantallas informativas donde se podían leer los datos relacionados con los fallecidos: las salas en las que estaban expuestos y la fecha en la que abandonarían el tanatorio. Era muy útil para los recién llegados, eso era innegable, pero le daba un toque de impersonalidad y frialdad que resultaba incómodo. Incluso sin ser familiar mía, no quería que nadie pudiese leer el nombre de Daniela en aquella maldita pantalla. Me ofendía.

Nos quedamos un rato en el interior de la sala hasta que empezaron a llegar los primeros dolientes. En su mayoría eran conocidos de Daniela, amigos recientes que había hecho durante las últimas semanas, por lo que nadie la conocía demasiado. De hecho, dudaba que la mayoría de ellos supiesen incluso su apellido.

Pero aunque quisiera, no podía culparlos de ello. Por muy dolida que estuviese por su pérdida, ellos no eran culpables de lo ocurrido.

—Dios mío, la familia debe estar pasándolo fatal —murmuró David con tristeza cuando una de las recién llegadas rompió a llorar frente al cristal tras el cual se encontraba el cuerpo de Daniela expuesto. No había sido capaz de asomarme hasta ahora, y dudaba que fuese a hacerlo nunca. No me sentía con fuerzas de ello—. Espero que no les quede demasiado para llegar.

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