—¿Por qué? —se extrañó Harry—. ¿Qué le pasa?

—La libertad se le ha subido a la cabeza, señor —dijo Winky con tristeza—. Tiene raras ideas sobre su condición, señor. No encuentra dónde colocarse, señor.

—¿Por qué no? —inquirió Harry. Winky bajó el tono de su voz media octava para susurrar:

—Pretende que le paguen por trabajar, señor.

—¿Que le paguen? —repitió Harry, sin entender—. Bueno... ¿por qué no tendrían que pagarle?

La idea pareció espeluznar a Winky, que cerró los dedos un poco para volver a ocultar parcialmente el rostro.

—¡A los elfos domésticos no se nos paga, señor! —explicó en un chillido amortiguado—. No, no, no. Le he dicho a Dobby, se lo he dicho, ve a buscar una buena familia y asiéntate, Dobby. Se está volviendo un juerguista, señor, y eso es muy indecoroso en un elfo doméstico. Si sigues así, Dobby, le digo, lo próximo que oiré de ti es que te han llevado ante el Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas, como a un vulgar duende.

Annie pensó que eso era algo injusto. Pero tal vez, sus ideales obviamente no eran los mismos que los de las personas.

—Bueno, ya era hora de que se divirtiera un poco —opinó Harry.

—La diversión no es para los elfos domésticos, Harry Potter —repuso Winky con firmeza desde detrás de las manos que le ocultaban el rostro—. Los elfos domésticos obedecen. No soporto las alturas, Harry Potter... —Miró hacia el borde de la tribuna y tragó saliva—. Pero mi amo me manda venir a la tribuna principal, y vengo, señor.

—¿Por qué te manda venir tu amo si sabe que no soportas las alturas? —preguntó Harry, frunciendo el entrecejo.

—Mi amo... mi amo quiere que le guarde una butaca, Harry Potter, porque está muy ocupado —dijo Winky, inclinando la cabeza hacia la butaca vacía que tenía a su lado—. Winky está deseando volver a la tienda de su amo, Harry Potter, pero Winky hace lo que le mandan, porque Winky es una buena elfina doméstica.

Aterrorizada, echó otro vistazo al borde de la tribuna, y volvió a taparse los ojos completamente.

—¿Así que eso es un elfo doméstico? —murmuró Ron—. Son extraños, ¿verdad?

—Dobby era aún más extraño —aseguró Annie.

La castaña tomó sus omniculares y comenzó a experimentar con ellos, para descubrir qué funciones tenían.

—¡Sensacional! —exclamó Ron, con los omniculares, girando el botón de retroceso que tenía a un lado—. Puedo hacer que aquel viejo se vuelva a meter el dedo en la nariz una vez... y otra... y otra...

Annie rió.

Hermione, mientras tanto, leía con interés su programa forrado de terciopelo y adornado con borlas.

—Antes de que empiece el partido habrá una exhibición de las mascotas de los equipos —leyó en voz alta.

—Eso siempre es digno de ver —dijo el señor Weasley—. Las selecciones nacionales traen criaturas de su tierra para que hagan una pequeña exhibición.

Durante la siguiente media hora se fue llenando lentamente la tribuna. El señor Weasley no paró de estrechar la mano a personas que obviamente eran magos importantes.

Cuando llegó Cornelius Fudge, el mismísimo ministro de Magia, la reverencia de Percy fue tan exagerada que se le cayeron las gafas y se le rompieron. Muy embarazado, las reparó con un golpe de la varita y a partir de ese momento se quedó en el asiento, echando miradas de envidia a Harry, a quien Cornelius Fudge saludó como si se tratara de un viejo amigo. Ya se conocían, y Fudge le estrechó la mano con ademán paternal, le preguntó cómo estaba y le presentó a los magos que lo acompañaban.

—Ya sabe, Harry Potter —le dijo muy alto al ministro de Bulgaria, que llevaba una espléndida túnica de terciopelo negro con adornos de oro y parecía que no entendía una palabra de inglés—. ¡Harry Potter...! Seguro que lo conoce: el niño que sobrevivió a Quien-usted-sabe... Tiene que saber quién es...

El búlgaro vio de pronto la cicatriz de Harry y, señalándola, se puso a decir en voz alta y visiblemente emocionado cosas que nadie entendía.

—Sabía que al final lo conseguiríamos —le dijo Fudge a Harry cansinamente—. No soy muy bueno en idiomas; para estas cosas tengo que echar mano de Barty Crouch. Ah, ya veo que su elfina doméstica le está guardando el asiento. Ha hecho bien, porque estos búlgaros quieren quedarse los mejores sitios para ellos solos... ¡Ah, ahí está Lucius!

Annie se giró rápidamente para observar a la familia Malfoy.

—¡Ah, Fudge! —dijo el señor Malfoy, tendiendo la mano al llegar ante el ministro de Magia—. ¿Cómo estás? Me parece que no conoces a mi mujer Narcisa, ni a nuestro hijo, Draco.

—¿Cómo está usted?, ¿cómo estás? —saludó Fudge, sonriendo e inclinándose ante la señora Malfoy—. Permítanme presentarles al señor Oblansk... Obalonsk... al señor... Bueno, es el ministro búlgaro de Magia, y, como no entiende ni jota de lo que digo, da lo mismo. Veamos quién más... Supongo que conoces a Arthur Weasley.

Fue un momento muy tenso. El señor Weasley y el señor Malfoy se miraron el uno al otro, —Por Dios, Arthur —dijo con suavidad—, ¿qué has tenido que vender para comprar entradas en la tribuna principal? Me imagino que no te ha llegado sólo con la casa.

Fudge, que no escuchaba, dijo:

—Lucius acaba de aportar una generosa contribución para el Hospital San Mungo de Enfermedades y Heridas Mágicas, Arthur. Ha venido aquí como invitado mío.

—¡Ah... qué bien! —dijo el señor Weasley, con una sonrisa muy tensa. El señor Malfoy observó a Hermione, que se puso algo colorada pero le devolvió la mirada con determinación. Desvió su mirada hasta Annie, quien le devolvió la mirada intensamente y alzando una ceja, sin dejarse intimidar.

Sin embargo, el señor Malfoy no se atrevió a decir nada delante del ministro de Magia. Con la cabeza hizo un gesto desdeñoso al señor Weasley, y continuó caminando hasta llegar a sus asientos. También Draco lanzó a Harry, Ron y Hermione una mirada de desprecio, pero a Annie simplemente la ignoró, y luego se sentó entre sus padres.

—Asquerosos —murmuró Ron

Un segundo más tarde, Ludo Bagman llegaba a la tribuna principal como si fuera un indio lanzándose al ataque de un fuerte.

—¿Todos listos? —preguntó. Su redonda cara relucía de emoción como un queso de bola grande—. Señor ministro, ¿qué le parece si empezamos?

—Cuando tú quieras, Ludo —respondió Fudge complacido.

Annie soltó un chillido de emoción y se removió en su asiento. Harry la miró y sonrió.


Annie y el Cáliz de FuegoWhere stories live. Discover now