La magia del bosque

12 1 0
                                    

Lina se marchó llorando, pasando a todo correr por delante de mí. Le vi desaparecer al otro lado del aparcamiento. Para cuando pude reaccionar ya era tarde. Mi amiga y compañera de trabajo ya estaba lejos. A mi lado se plantó Elías. Boqueó estúpidamente y se quedó con la mirada fija y perdida en el punto en el que había desaparecido Lina. Se pasó la mano por el pelo ensortijado, emitiendo un suspiro.


—¿Qué has hecho, Elías? —porque solo había podido ser culpa suya.


—¡Nada, Jezabel! No me mires así, que no he hecho nada.


«Ese es el problema, imbécil» pensé, mordiéndome la lengua para no empeorar aún más la situación. Como si lo viera: Lina me había hecho caso y, después de dos meses mandándole señales que el minúsculo cerebro de Elías era incapaz de ver, se le había declarado. Y él la había cagado. ¡Qué ganas tenía de estrangularle! Como me frustraba verle ahí, con cara de no haber roto un plato en su vida después de haberle partido el corazón a Lina en mil pedazos.
Estaba a punto de saltarle al cuello, pero por suerte para él, unos golpecitos en el cristal de la puerta que teníamos detrás nos llamó la atención. El gerente nos hizo una seña para indicarnos que se había acabado el tiempo de descanso. Fulminando con la mirada a Elías, volví a sumergirme en el pestazo a fritanga y a los caprichos de nuestros clientes, que no sabían decidirse por una hamburguesa y unas patatas. En todo el tiempo que duró mi turno, no recibí ni un solo mensaje de Lina, y mi ansiedad iba en aumento por la falta de noticias.


Mi turno acababa de madrugada. Sin embargo, estaba tan preocupada que me llegué a su casa nada más salir. Me recibió en su habitación, aún de niña, con los ojos rojos e hinchados. Entre hipidos y sollozos, me contó con todo lujo de detalles cómo ese cretino la había rechazado. Frente a ella, tan afectada por lo ocurrido, permanecí estoica. Pero por dentro, rechinaba los dientes y arañaba las paredes. De todas las maneras suaves y sutiles de rechazar a alguien, él tuvo que coger la peor.


─ ...Y me dijo que dudaba que pudiera gustarle en un futuro, ¿sabes, Jeza? Porque ya había alguien que le gustaba mucho, y por eso no tenía ojos para nadie más...


A partir de ahí, sus palabras dejaron de tener sentido. Estuve meciéndola en mis brazos mientras la rabia diseñaba un plan, desoyendo a la prudencia y a las normas que me había autoimpuesto. Lina se quedó dormida a las tres y media de la madrugada. La acosté en su cama, la arropé y le di un beso en la sien antes de despedirme.


Luego, me dirigí a las afueras con mi vespa. No me crucé con nadie, y tanto mejor. La ira me volvía torpe, cegándome a las señales, a los cedas al paso y a los stops. Salí de la carretera y escondí la moto entre unos matorrales. Anduve a oscuras, sin más guía que el tacto con los troncos de los árboles. Sus copas, a cada paso que me internaba en su territorio, eran cada vez más tupidas, hasta que de pronto, el camino se ensanchaba, formando un claro en forma de corazón. El paso del tiempo y la vida de la naturaleza había cubierto la tierra de hojas y frutos caídos, desordenados. Con las manos desnudas despejé el claro. En su mismo centro quedaba un tronco cortado, de edad apretujada entre líneas concéntricas. Era lo único que permanecía impoluto. Siempre. En todas mis visitas.


Sobre su superficie coloqué los frutos con mejor pinta de los que había encontrado. En todo momento mantuve en mi mente la cara de Elías, su nombre completo y todo lo que sabía sobre él. Su imagen acuciaba mi enfado, la asociaba al sufrimiento de mi amiga. Respiré hondo, y sin apartar dicha imagen de mi mente, le grité al bosque:


—Espíritus del bosque, os lo ruego. ¡Destruid aquello que el indeseable quiere!


Lo repetí como una salmodia hasta que me quedé ronca y tan exhausta que me temblaban las rodillas. Me costó llegar a casa, con los pensamientos dando mil vueltas a la cara de Elías. Nunca había utilizado las enseñanzas de mi madre para algo así; siempre para buenos deseos. Pero serviría. Nunca me habían fallado los espíritus del bosque. Reconocerían mi causa como justa.
Estaba tan segura de ello que no entendía porque al día siguiente amanecí con un resfriado. Ni por qué ese resfriado acabó convirtiéndose en gripe. Tampoco entendí porqué esa gripe degeneró en neumonía. Y solo cuando, a los pies de mi cama en el hospital, sin poder respirar por mi misma y con Elías acampado en la sala de espera, lo comprendí todo.


Los espíritus del bosque me habían escuchado.

La magia del bosqueWhere stories live. Discover now