Nada que reprochar

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El recuerdo más antiguo que tengo sobre mi mamá es de cuando yo tenía cinco o seis años. Estaba muy enojado con ella por algo, no estoy seguro porque, aunque a esa edad generalmente mis corajes eran sobre todo porque o no me dejaba salir a la calle con mis amigos, o no me dejaba jugar con mis juguetes, no podía seguir comiendo dulces o porque tenía que hacer mis tareas.

El hecho es que ese día estaba muy enojado con ella y mientras empacaba mis juguetes porque me iba a ir a vivir con abuelita, le pregunte: ¿Porque nunca me dejas hacer lo que quiero?

Ella no me contestó, solo me preparó un sándwich para el camino y me dijo que le hablara cuando llegara a la casa de mi abuelita. Yo claro que no esperaba esa respuesta, así que al final no me fui a ningún lado. Eso sí, el sándwich me lo comí.

¿Porque nunca me deja hacer lo que quiero? ¿Cuántas veces me hice esa pregunta?

Por supuesto que muchas veces si me dejaba hacer lo que quería, el problema es que yo siempre quería divertirme o hacer cualquier cosa que no fuera aburrida como ayudar a hacer el quehacer de la casa, hacer tareas o estudiar. Pero era un niño y los niños siempre piensan en absoluto.

No es ningún secreto para nadie que yo era un poquito latoso, bueno un poquito más latoso de lo normal, y que tampoco nunca fui un gran estudiante.

Mis papás como cualquier padre tenían que ir a la escuela, en el caso de mi hermano era para recibir puras buenas noticias, ora para recibir un diploma, ora para comunicarles que fue el mejor portado o con las mejores calificaciones del salón o de toda la escuela. En mi caso era por ser el más burro de todo el año, o por que hice alguna que otra travesura. De hecho, un día a mi mamá se le ocurrió que era una buena idea llevarle regalos a mis maestros. Eso por lo menos los ablandaba un poco antes de dar las razones de por que estaban ahí.

Después de incontables juntas en la escuela, hubo una maestra que les recomendó llevarme al psicólogo, seguramente en buena fe. Mis papás como buenos padres me llevaron y para mi buena suerte el doctor les dijo que no tenía nada malo, que solo era algo hiper activo. No paso ni una semana y yo ya estaba inscrito en un equipo de fútbol, en clases de pintura los fines de semana y me dejaban salir bajo ciertas condiciones más tiempo con mis amigos de la calle.

Cualquiera podría pensar que con esto mejoraría en la escuela, pero la verdad es que seguía siendo igual de burro, solo que ahora dormía más horas en la tarde.

Les mentiría si no les dijera que mi niñez fue extraordinaria. En esa época después de la escuela pasaban mis abuelitos o mis tíos por nosotros y nos llevaban a casa de mis abuelos, aún recuerdo a mamá Lita pasar con su diablito para cargar la mochila de veinte kilos o a papá Froy en su triciclo, a mi tío Victor diciéndome que no hiciera cara de enojado porque me iba a arrugar, quien iba a saber que tendría razón. A mi tía Aurora o mi tía Lety llevándonos a su casa de vez en cuando solo por el hecho de estar con nosotros.

Cuantas veces no me pelee con mi hermano, bien que sabía que me podía dar mis chingadazos y aun así casi nunca lo hacía, de hecho, hasta tenía permiso explícito de mi mamá, pero casi siempre se aguantaba. También mi abuelita, cuantas veces no nos peleábamos porque no quiera comer, o porque no dejaba de ver la televisión y no hacia mis tareas. Solo Dios sabe cuántas veces no esperamos los tres a mi mamá en la puerta, cuando entraba empezábamos a gritarle lo que había pasado ese día, yo le gritaba que mi abuelita me había dado un zape, mi abuelita le decía que fue porque no dejaba a Yoyo en paz quien a su vez también le gritaba su versión de los hechos. Siempre gritábamos, supongo que pensábamos que quien gritara más fuerte iba a salir victorioso. Todo era muy divertido, aunque seguro para mi mamá no lo fue tanto en el momento.

Nada que reprocharWhere stories live. Discover now