HERIDA

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"La fe es el pájaro que canta cuando el amanecer todavía es oscuro" Tagore 

"Te quise tanto que cuando me rompiste el corazón te saque de ahí para que no te hicieras daño" Mario Benedetti. 


Aves poderosas de alas con la fuerza de un huracán. Igual mueren por una helada, una lluvia, por otra ave.

El árbol en el que eligieron vivir pesaba en esperanza. Cada uno de los nidos en las ramas estaba hecho con cabellos, hilos y hojas. La construcción del sueño. Su nido, aunque distinto al resto en colores y materiales, era hermoso. Estaba hecho de una partitura musical que había sido abandonada en la banca del parque. Las notas tapizaban sus paredes. Armonías con arreglos de flores después de cada cuatro tiempos eran su piso. Eligieron estar cerca de la cima, independientes al resto, debido a ello su hogar era un poco frío pero la vista del atardecer desde ahí, era inigualable.

La pareja de aves salía a volar fuera del nido, en tiempos distintos, procurando su lugar. Siempre uno de los dos se quedaba en vigía. Cuando cada uno salía a solas pensaba que el viento a veces se antojaba compartirlo, así como al cielo y su paleta multicolor, o el aire rabioso que empuja hasta liberar las alas y ese romper el aire a contrasentido que se logra al volar. Únicamente se podía salir individualmente en ese tiempo y al volver a casa cantar al otro acerca de las nubes, del sol, de todo lo visto. Compartir a cantadas la libertad vivida.


La sangre brotaba de su pecho; gotas empapaban sus plumas, las teñía y endurecía en mechones secos color marrón. Con fuerza se recargó en las paredes del nido tratando de impedir desangrarse. Fue una herida en el corazón, no había duda. El papel amarillento se tiñó y la armonía se convertía a tonos menores, los arreglos de flores se deshacían. 

Ella presionó su suave y agitado pecho al piso para detener el sangrado. Sentía que el aire se le escapaba del cuerpo. Sus pulmones se reducían como higos en invierno y volvían a crecer palpitantes, en desesperación. Ella empezó a ver las cosas poco claras. Parecía que la rama, el árbol, el viento y las nubes la atacaban. Así se mira todo cuando falta el aire, cuando el corazón está roto, cuando se sangra y se presiona lo más posible para sobrevivir. Se mira mal, se juzga malo lo bueno y lo bueno desaparece. Se tiene que levantar un escudo y una espada imaginaria y comenzar la defensa permanente. 

Apenas que empezaba a recobrar ánimos miró un agujero al fondo del nido. El pequeño charco que se formó con su sangre había hecho un hoyo. El nido frío y hermoso no volvería a ser el mismo. Ya tenía un hueco. Pensó que era su culpa por sangrar, pero ¿cómo no hacerlo si había sido herida en el corazón?, ¿qué corazón no sangra cuando se rompe?, ¿qué herida en ella no mermaría en su nido?
Ahora tenía dos cosas que resolver sola. Su herida, que empeoraba a cada segundo, y su nido, que de continuar roto se volvería inseguro e inútil para vivir pues pronto acabaría por romperse.

Decidió atender lo segundo y valientemente abrió las alas. Tuvo una idea y voló rápidamente a la banca del parque, no había más partituras. Las había usado todas. Se había quedado con la idea de que siempre habría más música que la salvara.

 
Voló más lejos. A pesar del profundo dolor en el pecho, la falta de aire y el miedo. Superó el tremendo pavor de haber dejado solo su nido y al volver quizás encontrar que ya no era suyo. Voló más de lo que debería, lo sentía. Se encontró con una gentil y desconocida ave, tenía un virtuoso canto en rima; ésta la incitó con su verso a continuar su vuelo. Alabó sus alas y apreció la fuerza con la que seguía en vuelo a pesar de su roto corazón. Con el canto hecho poesía de aquella hermosa ave ella sintió que se recuperaba un poco, siempre estaría agradecida. Volvió la esperanza pero al mismo tiempo sintió culpa de haber escuchado el canto de otra ave que no fuera su pájaro. Lealtad.

A lo lejos vio una pila de libros en la banqueta, le pareció como ver oro en medio de su pobreza. Eran un poemario, un libro de psicología, un libro de oraciones, un canto al universo y hojas en blanco, hojas listas para escribir en ellas. La ave cansada, llorosa, triste, desesperada y en evidente agonía, tomó un poco de cada libro y hoja. Llenó sus uñas delgadas, alargadas y traslucidas del papel necesario para reparar su nido. 

Voló de vuelta a casa a toda prisa. No importaba su terrible dolor, sus cansadas alas, su corazón roto, sus ojos llorosos, su culpa... su amor podía contra todo, pensaba. Debía reparar,  volver a tener ese nido hermoso que tanto les había costado. Ni siquiera quería detenerse a entender qué había perforado su pecho de forma tan profunda.
Finalmente llegó, acomodó los pedazos de poemas, oraciones y canto con sumo cuidado y delicadeza. Sabía lo difícil que había sido su viaje y no desperdició ni un pedazo de lo recolectado.

Cuando al fin vio todo rehecho y casi como estaba antes, sintió un duro golpe por la espalda, justo en medio de sus alas. Algo la atravesaba, en el mismo sitio que la herida en su pecho pero esta vez desde atrás. La pájara no entendía qué sucedía. No podía ver claramente quién o qué la hería, ni por qué lo hacía. Sólo sintió nuevamente su corazón roto, esta vez con la desventaja de que ya había una ranura en él que permitió que este segundo ataque pareciera fatal. Bajó sus ojos y alcanzó a ver la punta de un pico. No podía creer que un ave, como ella, fuera capaz de herirla así ¿Qué pájaro mutila para siempre el vuelo de otro?, ¿qué pájara hiere a otra en su propio nido? 

En medio de un insoportable e inmerecido dolor, el ave se rindió y dejó que su corazón al fin descansara. Que la herida sangrara libremente vaciando su pecho hasta pintar sus plumas de un rojo tan intenso y fuerte que parecía fuego, el fuego que todo lo malo purifica. El ave ahora roja fue víctima de un ave sin nido, ni pareja, escrúpulos, valores, sueños, empatía, respeto ni canto. 

Hundida en su sufrimiento la pájara miró a lo alto hacía la parte más alta del árbol... No murió por la sangre perdida, que entintó maravillosamente su plumaje. No murió por las terribles heridas recibidas de frente y por la espalda. No murió por la infame traición de la parvada. Murió cuando se desprendió el último pedazo de músculo en su corazón. Murió cuando vio, a lo lejos, parado en esa lejana rama a su pareja. Ese bello y libre pájaro, por el que ella daba todo, por quien voló tan lejos, ese a quien cantaba a pesar de no poseer la mejor voz. Su pareja. Ese pájaro estaba inmóvil, insensible, inmutable, soberbio; de pie sobre esa rama la miraba morir con desdén. No hizo algo para salvarla, para evitar tanto dolor, para cuidarla, justo como él le había prometido, como ella le había creído...

El atardecer pintó de rojo las hojas, las nubes y casi hacía que se confundiera el día con la noche... la fría noche que anunciaba la primera helada del año. 

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