—Citlalli Itzel envía sus saludos y le desea una larga vida de prosperidad y bendiciones para usted y el reino de Argenteus.

Hay algunos murmullos, como si las personas alrededor no terminasen de comprender que, sí, sí es la misma lengua la que hablan y que no, no es un bárbaro como le han llamado en el camino. El rey de Argenteus da un paso al frente, acortando la distancia entre ambos.

—Espero que Citlalli Itzel también tenga una larga vida de prosperidad y bendiciones —dice. Su voz es clara, serena. Hay en ella ese tono de autoridad que Pedro reconoce muy bien porque es el mismo que el de su hermana al hablar—. Bienvenido al reino de Argenteus, Coatzin Pedro.

Pedro abre los ojos con sorpresa cuando escucha esa palabra en labios del rey. Sólo las personas más cercanas a él le llaman así. Pequeña serpiente. El nombre que le dio su abuelo antes de morir. No sabe si sentirlo como un halago o como un insulto, así que opta por asentir lentamente y no comentar nada al respecto. El rey no tiene por qué saber del significado emocional de esa palabra y Pedro casi puede jurar que, en realidad, no sabe qué significa y que piensa que es como un rango, similar al Citlalli de Itzel. (Pero no lo es, porque Itzel es la estrella que gobierna sus tierras y por eso es nombrada así: el equivalente, en simbolismo y significado, a la palabra "Reina").

—¿Tuvieron un buen camino? —pregunta el rey.

—Sin contratiempos —responde Pedro. Es la respuesta diplomática, porque no puede simplemente decir que alejarse poco a poco de su hogar ha sido de lo peor que le ha pasado en la vida. No puede simplemente decir que alejarse de sus ríos y sus cerros le rompió el corazón poco a poco.

Hay demasiada formalidad entre ambos y es extraño, ¿pero de qué otra forma podría ser ese primer encuentro? Hasta ese momento, Pedro sólo había escuchado hablar de Argenteus como algo lejano, a pesar de ser reinos vecinos, y su rey era uno de muchos otros. Y ahora está ahí, en ese lugar extraño, sin su única familia, a punto de confinarse a esas paredes de piedra.

—Deben estar cansados —agrega el rey—. Es necesario que descansen, para que repongan su energía. Mañana comenzará una semana ocupada con los preparativos de la boda. Te llevaré a tu habitación, sígueme.

Aunque en el rostro del rey hay una sonrisa, Pedro sabe que no es felicidad lo que siente. No lo culpa, no cuando él tampoco puede sonreír con la libertad con que lo hacía en casa. No cuando, en menos de una semana, se convertirá en príncipe consorte de Argenteus, como parte del convenio entre ambos reinos, en el primer matrimonio político de sus tierras en casi trescientos años.

Sigue al rey al interior del palacio, pero su gente es instruida para ir por otro camino. Así que por un largo rato sólo son él y el rey, caminando por un pasillo con el piso de mármol, más frío que las piedras en el exterior, hasta que llegan a la que será la habitación de Pedro hasta antes de la boda.

—Si necesitas algo, puedes pedirlo —dice el rey.

Salir de aquí y regresar a mi hogar, piensa Pedro, pero no lo dice. En vez de eso, voltea hacia su futuro esposo y asiente, solemne.

—Gracias, así lo haré.

Ambos guardan silencio mientras se miran uno al otro. Pedro aprovecha el momento para analizar al rey y se da cuenta de que es, en realidad, muy joven, que esa aura de autoridad que lo rodea es lo que hace que luzca mayor. Entonces, mientras aún lo observa, el rey suspira.

—Esto es extraño —dice y cuando levanta la mirada, Pedro ve al joven, no al rey, y siente que su cuerpo se relaja un poco.

—Mucho —murmura—. Pero es necesario, ¿no?

El rey suspira.

—No había otro camino para nosotros —asiente—. Argenteus estaría perdido sin ustedes y por eso les estaré eternamente agradecido.

—Yo obedezco lo que mande mi Citlalli, sangre de mi sangre.

Es otra respuesta diplomática, y lo sabe. El rey también. Hay otro momento de silencio, hasta que el rey vuelve a suspirar.

—No hagamos esto algo más incómodo. Al final de la semana, seremos esposos.

—Lo sé.

—Y sé que es un arreglo político, pero ¿crees que podamos llevarnos bien?

—Creo que podremos hacerlo —responde Pedro y en eso es sincero—. Ambos hacemos esto porque es conveniente para nuestras tierras. Ambos pensamos en nuestra gente y en nuestras familias. Eso es algo que tenemos en común.

—Así es, Coatzin Pedro.

—Pedro. Sólo Pedro.

El rey asiente.

—Entonces llámame Martín.

—¿Está seguro?

—Seremos esposos, serás príncipe consorte, tendrás la autoridad para llamarme por mi nombre de pila.

—Aún no somos esposos ni soy consorte de nadie.

—Pero es bueno que te vayas acostumbrando —agrega Martín—. Te dejaré por un rato y enviaré por ti cuando sea hora de cenar.

—Está bien. Gracias... Martín.

Martín sonríe antes de darle la espalda y alejarse por el pasillo. Sólo cuando Pedro está solo en la habitación, con la puerta bien cerrada y alejado del resto del mundo, se permite flaquear. Cae de rodillas al piso y lo golpea con un puño, hiriéndose pero ajeno al dolor. Se queda así por unos minutos, mientras sus emociones y sus pensamientos intentan ponerse en orden, y mientras piensa en su hermana, su último abrazo y sus palabras repitiéndole una y otra vez que era necesario, que estarían más seguros así.

Rodeado de muros de piedra, alejado de su hogar, Pedro no se siente más seguro. Se siente solo y vacío como nunca antes en su vida.

[Latin Hetalia] Corazón verde, muros de piedra (Argenmex)Where stories live. Discover now