Y el Persa, rogándole apagar el ruido de sus pasos, arrastró a Raoul por unos corredores que el joven nunca había visto, ni siquiera cuando Christine le paseaba por aquel laberinto.

—¡Con tal que Darius haya llegado! —dijo el Persa.

—¿Quién es Darius? —preguntó el joven mientras corría.

—Darius es mi criado.

En ese momento se hallaban en el centro de una verdadera plaza desierta, pieza inmensa que iluminaba mal un cabo de vela. El Persa detuvo a Raoul y, muy bajo, tan bajo que a Raoul le costaba oírle, le preguntó:

—¿Qué le ha dicho usted al comisario?

—Le he dicho que el ladrón de Christine Daaé era el Ángel de la música, llamado el Fantasma de la Ópera, y que su verdadero nombre era...

—¡Chisss...! ¿Y le ha creído el comisario?

—No.

—¿No ha dado ninguna importancia a lo que usted le decía?

—¡Ninguna!

—¿Le ha tomado por loco?

—Sí.

—¡Tanto mejor! —suspiró el Persa.

Y volvieron a echar a correr.

Después de haber subido y bajado varias escaleras desconocidas para Raoul, los dos hombres se encontraron frente a una puerta que el Persa abrió con una pequeña llave maestra que sacó de un bolsillo de su chaleco. El Persa, como Raoul, iba naturalmente de frac. Pero si Raoul llevaba una chistera, el Persa se tocaba con un gorro de astracán, como ya he puesto de relieve. Era un insulto al código de elegancia que regia entre bastidores, donde se exige la chistera, aunque se da por supuesto que, en Francia, a los extranjeros se les permite todo: la gorra de viaje a los ingleses, el gorro de astracán a los persas.

—Señor —dijo el Persa—, su chistera puede molestarnos en la expedición que proyectamos..., haría bien dejándola en el camerino...

—¿En qué camerino? —preguntó Raoul.

—En el de Christine Daaé.

Y el Persa, haciendo pasar a Raoul por la puerta que acababa de abrir, le mostró en frente el camerino de la actriz.

Raoul ignoraba que pudiese llegarse al camerino de Christine por un camino distinto al que él seguía de ordinario. Se hallaba entonces en el extremo del pasillo que solía recorrer hasta el final antes de llamar a la puerta del camerino.

—¡Conoce muy bien la Ópera, caballero!

—¡No tan bien como él! —dijo modestamente el Persa.

Y empujó al joven al camerino de Christine.

Se hallaba tal como Raoul lo había dejado momentos antes.

Tras cerrar la puerta, el Persa se dirigió hacia el delgadísimo panel que separaba el camerino de un amplio gabinete trastero que lo continuaba. Escuchó y luego tosió con fuerza.

Al punto se oyó movimiento en el gabinete trastero y, pocos segundos más tarde, llamaban a la puerta del camerino.

—¡Entre! —dijo el Persa.

Entró un hombre, también tocado con un gorro de astracán y vestido con una larga hopalanda.

Saludó y sacó de debajo de su capa una caja ricamente cincelada. La depositó sobre la mesa de aseo, volvió a saludar y se dirigió hacia la puerta.

El fantasma de la óperaDove le storie prendono vita. Scoprilo ora