Tranquilos, lo que se dice tranquilos, Gabriel y Mercier no lo estaban. Pero habían recibido una orden que los paralizaba. No se podía molestar a los directores bajo ningún pretexto. Rémy había infringido esa orden y no había servido de nada.

Precisamente en ese momento volvía de su segunda expedición. Su cara estaba curiosamente asustada.

—Y bien, ¿ha hablado con ellos? —le pregunta Mercier.

Remy responde:

—Moncharmin ha terminado por abrirme la puerta. Los ojos se le salían de las órbitas. He pensado que iba a pegarme. No he podido decir ni una sola palabra, y, ¿saben lo que me ha gritado?: «¿Tiene usted un alfiler? —No.— ¡Pues entonces, déjeme en paz!». Una ordenanza que le había oído —gritaba como un sordo— llega con un imperdible y se lo da, e inmediatamente Moncharmin me golpea con la puerta en las narices. ¡Eso es todo!

—¿Y no ha podido decirle que Christine Daaé...?

—Me habría gustado verle a usted en mi lugar... ¡Echaba espuma por la boca... Sólo pensaba en su imperdible... Creo que si no se lo hubieran llevado inmediatamente, le habría dado un ataque. ¡Desde luego, todo esto no es natural y nuestros directores están volviéndose locos...!

El señor secretario Rémy no está contento. No hay más que verle.

—Así no podemos seguir. No estoy acostumbrado a que me traten de este modo.

De pronto Gabriel dice en un soplo:

—Vuelve a ser un golpe de F. de la Ó.

Remy se ríe burlón. Mercier suspira, parece dispuesto a decir una confidencia..., pero, tras haber mirado a Gabriel que le hace señas de callar, se queda mudo.

Sin embargo Mercier, que siente crecer su responsabilidad a medida que pasan los minutos y no aparecen los directores, no aguanta más:

—Pues yo mismo iré a reprenderles —decide.

Gabriel, muy sombrío y grave de repente, le detiene.

—¡Piense lo que hace, Mercier! ¡Si permanecen en su despacho, tal vez sea porque es necesario! F. de la Ó. tiene más de un recurso en sus manos.

Pero Mercier mueve la cabeza.

—Pues peor. ¡Voy allá! Si me hubieran escuchado, hace tiempo que se lo habrían contado todo a la policía.

Y se va.

¿Todo qué? —pregunta al punto Remy—. ¿Qué es lo que había que haber contado a la policía? ¿Por qué calla, Gabriel...? ¡También usted está en la confidencia! Pues bien, deberá hacerme partícipe de ella si no quiere que grite que están volviéndose todos locos... ¡Sí, locos de verdad!

Gabriel hace rodar en sus órbitas unos ojos estúpidos y finge no comprender nada de esa «salida» inconveniente del señor secretario particular.

—¿Qué confidencia? —murmura—. No sé a qué se refiere.

Remy se exaspera.

—Esta noche, aquí mismo, en los entreactos, Richard y Moncharmin tenían gestos de alienados.

—No me he fijado —gruñe Gabriel, con fastidio.

—¡Pues ha sido usted el único...! ¿Cree que yo no los he visto...? ¿Y que el señor Parabise, el director del Crédit Central, no se ha dado cuenta de nada...? ¿Y que el señor embajador de La Borderie tiene los ojos metidos en el bolsillo...? Pero, señor maestro de canto, ¡si todos los abonados señalaban con el dedo a nuestros directores!

El fantasma de la óperaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora