Raoul se desgarraba la carne con sus dedos crispados, puestos sobre un pecho en el que latía su corazón celoso. Sin experiencia, se preguntaba aterrado a qué juego le invitaba la señorita para una próxima mascarada. ¿Y hasta qué punto una chica de la Ópera puede burlarse de un buen joven completamente nuevo en el amor? ¡Qué miseria...!

El pensamiento de Raoul iba de este modo de extremo a extremo. No sabía ya si debía tener lástima de Christine o maldecirla, y la compadecía y la maldecía alternativamente. Por si acaso, sin embargo, consiguió un dominó blanco.

Llegó por fin la hora de la cita. Cubierto el rostro con un antifaz provisto de un largo y espeso encaje, completamente de blanco, el vizconde se encontró muy ridículo por haberse puesto aquel traje de las mascaradas románticas. Un hombre de mundo no se disfrazaba para ir al baile de la Ópera. Le hubiera hecho reír. Pero una idea consolaba al vizconde: ¡que nadie le reconocería! Además, aquel traje y aquel antifaz tenían otra ventaja: Raoul iba a poder pasearse por allí «como por su casa», completamente solo, con la desazón en el alma y la tristeza en el corazón. No tendría necesidad de fingir: sería superfluo componer una máscara para su rostro: ¡la tenía!

Aquel baile era una fiesta excepcional, que se celebraba antes de los días de ayuno, en honor del aniversario del nacimiento de un ilustre dibujante de regocijos de antaño, de un émulo de Gavarni cuyo lápiz había inmortalizado a los «carnavaleros» y el descenso de la Courtille. Por eso debía haber un aspecto mucho más alegre, más ruidoso y más bohemio que en la mayoría de los bailes de máscaras. Numerosos artistas se habían dado cita allí, seguidos por toda una clientela de modelos y de pintorcillos que, hacia medianoche, empezaban a armar bulla.

Raoul subió la escalinata a las doce menos cinco, no se detuvo para contemplar, en torno suyo, el espectáculo de trajes multicolores que se mostraban a lo largo de los escalones de mármol, en uno de los decorados más suntuosos del mundo; no se dejó entretener por ninguna máscara graciosa, ni contestó a ninguna broma, y escapó a la familiaridad atrevida de varias parejas que ya estaban demasiado alegres. Tras cruzar el gran foyer y escapar a una cadeneta que lo había encerrado un momento, entró por fin en el salón que el billete de Christine le había indicado. En aquel espacio había muchísima gente, porque era el punto donde se encontraban todos los que iban a cenar a la Rotonda o volvían de tomar una copa de champán. El tumulto era allí ardiente y alegre. Raoul pensó que Christine había preferido, para su misteriosa cita, aquella algarabía a un rincón aislado: bajo la máscara estarían más escondidos.

Se apoyó en la puerta y esperó. No esperó mucho tiempo. Pasó un dominó negro que rápidamente le cogió la punta de los dedos. Comprendió que era ella.

La siguió.

—¿Es usted, Christine? —preguntó entre dientes.

El dominó se volvió con presteza y alzó el dedo hasta la altura de sus labios para recomendarle sin duda que no volviera a repetir su nombre.

Raoul continuó siguiéndola en silencio.

Tenía miedo de perderla, después de haberla encontrado de forma tan extraña. Ya no sentía odio contra ella. No dudaba siquiera de que ella «no tenía nada que reprocharse», por extraña e inexplicable que pareciera su conducta. Estaba dispuesto a todas las humillaciones, a todos los perdones, a todas las cobardías. Amaba. Y, desde luego, iban a explicarle de forma muy natural, acto seguido, las razones de aquella ausencia tan singular...

De vez en cuando el dominó negro se volvía para ver si continuaba siguiéndole el dominó blanco.

Cuando Raoul cruzaba de nuevo así, detrás de su guía, el gran foyer del público, no pudo dejar de observar entre todos los barullos, un barullo..., entre todos los grupos que se entregaban a las extravagancias más locas, un grupo apiñado en torno a un personaje cuyo disfraz, porte original y aspecto macabro causaban sensación...

El fantasma de la óperaWhere stories live. Discover now