II

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Días después volvió a recaer, su cara marcada con las lágrimas de la desesperación, de la impotencia ante el laberinto sin salida que era su mente. La ropa y el suelo teñidos de rojo, un rojo intenso y a la vez tímido, que escapaba de su cuerpo serpenteando al igual que la vida la abandonaba.

Y de forma intermitente le abordaban imágenes y sonidos sin conexión entre ellos. Quería gritar, quería quitarse de encima a toda esa gente que luchaba por mantenerla con vida, pero… ¿a eso se le podía llamar vida?

Sabía perfectamente que sus padres lo pasarían mal si se suicidaba, pero ¿no sería mejor que verla morir todos los días un poco, que saber que su cielo pasó a ser el infierno cuando descubrió que no podía salir de él?
Tras la agonía de no poder hacer que su cuerpo respondiera, se expandió el silencio, una tranquilidad extraña de la que no se fio.

De pronto un escalofrío recorrió su espalda y acto seguido un olor la sorprendió, lo conocía pero a su cerebro le resultaba imposible asociarlo a un lugar en concreto.


Aquel olor se asentó en su nariz, casi de forma inmediata.
Quiso frotársela, aun sin abrir los ojos, intentó levantar su brazo derecho sin éxito. No entendía porque no podía levantarlo ya que fuerzas no le faltaban. Poco a poco fue abriendo los ojos y la potente luz le obligó a cerrarlos de nuevo. En el siguiente intento los abrió despacio, acostumbrándose a la luz, captando todos los detalles de su fría estancia.

Su corazón se aceleró cuando vio que la habitación era de hospital. Sus ojos se le clavaron en los brazos: gasas empapadas y vendas los rodeaban. Alrededor de sus muñecas y tobillos tenía correas atadas a la parte baja de la cama. Pensaba que no podía caer más bajo, pero se equivocaba. No había escala para definir su estado de ánimo. Solo se limitó a intentar no pensar, pues le dolería más.
Más tarde entró una enfermera en su habitación. No notó su presencia hasta que está puso su mano sobre aquel cuerpo encadenado.
La enfermera soltó una breve risa y le hizo saber que si se portaba bien la desatarían, pero no sabían que le daba igual; se lo dijo con una sonrisa, una sonrisa fría, blanca como su bata, aséptica e inmaculada al igual que las paredes de aquella habitación.
Si se pudiese definir de alguna manera aquella sonrisa hubiera dicho que era fría, pero sin nombre. Cuando cerró la puerta tras de sí se hizo el silencio, casi lo prefería pues sería mejor para ordenar sus pensamientos. Al final supo lo que quería y esta vez no lo dudó. Tenía miedo de tener las cosas tan claras, nunca antes había decidido nada.
Le resultaba incluso gracioso el oír a sus padres y a las enfermeras decirle frases motivadoras intentando “ayudarla”, pero sabía que el ser humano era egoísta en su naturaleza. Estaba segura de que todo ese teatro lo montaban para evitar que un suicidio, casi sin importancia, cayera sobre sus conciencias.
Había perdido la esperanza en el ser humano; la gente no entendía porque no le daba una  segunda oportunidad, ella solo respondía que no podía si cada vez que veían una de sus marcas se horrorizaban hasta aquel punto.
Detrás de la puerta de la habitación 217 había vida, paso, risas… aunque para ella solo eran ruidos, ruidos que se mantenían en un equilibrio falso. En su habitación siempre había silencio; el que entraba en ella sabía que lo que faltaba era lo más importante para una niña de su edad. Esa magia que había perdido hacía mucho, pero recuperaba cada vez que rozaba su pluma y comenzaba a escribir sus historias, las cicatrices que la habían llevado hasta allí y las cuales nadie quería leer.
Cuando cerraba los ojos se sorprendía recreando el tacto de la cuchilla sobre su muñeca, la delicadeza de su filo, el sentir de sus latidos en las yemas de sus dedos fríos. A ella no le gustaba cortarse pero era la única forma que sabía de afrontar su batalla.

Se odiaba y descargaba su furia contra ella misma, cogía su cuchilla al igual que un soldado empuña sus armas.
De nuevo decidieron por ella, optaron por cortarle las alas. Nadie se daba cuenta de que lo único que conseguirían era hacer explotar la olla a presión que eran sus problemas.
Su cuerpo era un lienzo y las cicatrices  pinceladas que se mostraban a los demás con afán de que se sintieran lo mismo que ella, aunque solo lograba el rechazo.
Sabía que nunca tendría que haber dejado atrás aquella frase que tantas veces la había ayudado: “la sangre purifica, te hace volver a nacer”.
Semanas más tarde le dieron el alta.
En la puerta del hospital sus padres formaban una estampa cálida ante la que ella reaccionó con una sonrisa mecánica, mientras sus dedos acariciaban sus cicatrices y mentalmente les sonreía.

La sangre purificaWhere stories live. Discover now