Hay que tener cordura para vivir o cuerda para ahorcarse

857 125 531
                                    

CAPÍTULO 9: Hay que tener cordura para vivir o cuerda para ahorcarse

Si el amor platónico de Jackie era Luis Miguel, doña Irma pasaba su tiempo libre escuchando la voz de un joven Julio Iglesias por su tocadiscos. Gwendolyne sonaba por toda la casa. Desde que había anunciado su separación, mi madre había vuelto a pintar; cosa que no había hecho por largos años. Ahora con una nueva musa delante de ella, la mujer dibujaba con lápiz de grafito, lo que sería mi cuerpo desnudo comido por perros salvajes. No sabía si considerar su inspiración, una profecía o que de verdad le deseaba eso a su propia hija. De todos modos, la veía muy feliz abriendo sus óleos y tarareando una canción cortavena. Al terminar de posar para la artista, vi que don Omar aún no había salido de su despacho. Se había llevado una cuerda del garaje hace un buen rato, olvidando que su almuerzo estaba servido en la mesa. Noté que su plato de comida se había enfriado, así que fui a buscarlo. Abrí la puerta y moví mi silla de ruedas hasta el escritorio. Mientras un cuerpo colgaba desde el techo, cogí el teléfono y tomé mi tiempo, marcando un número de celular.

—Hola, Ítalo. Mañana iremos a verte. No, no te preocupes. Mi padre se está ahorcando, lo de siempre. Sí, nos vemos allá...

Colgué el aparato y retrocedí mi silla.

—Tu comida la pondré en el microondas —le dije a la cabeza morada que me miraba de reojo—. No te demores.

—Ya... voy... —musitó sin aliento.

Al día siguiente, llevé a mi padre al consultorio del doctor Flores. No le había dicho todavía que Ítalo era un psicólogo contratado, por no arruinar sus esperanzas de que había encontrado un amigo que le interesaba escuchar sus problemas. Ambos estábamos en la sala de espera, acompañados de un señor con un trastorno obsesivo a la limpieza. El sujeto se retorcía en su asiento al ver lo sucias que estaban mis ruedas de la silla. Mi padre, en cambio, se portaba como si estuviera despidiéndose de mí; recordando los mejores momentos de su vida y diciéndome que llore cuando él muera. Rodeé los ojos.

—Omar y Paloma Vega —llamó la secretaria desde su mesa de trabajo—, adelante.

Dentro de la oficina de mi ex cuñado, don Omar empezó a sospechar que algo andaba mal, cuando vio que había estado hablando sin parar por casi una hora echado en un diván. Ítalo improvisó, ofreciéndole algo de tomar.

—¿No tienes algo de coñac?

—No, solo tengo una botella de agua y un jugo en cajita.

—No vuelva a ofrecer si no tiene. Prosiga...

—Ahora dejando de lado, las desdichas que pasa en su trabajo, su hija me comentó que doña Irma y usted se van a separar. Es una lástima, aunque no es motivo por el que decida quitarse la vida. Si usted se mata, su esposa se quedará con todo —bromeó, escribiendo algunas notas en el expediente de mi padre—. Lo que debe hacer, señor Vega, es seguir con su vida.

—¿Me está diciendo que no salve mi matrimonio?

—Me gustaría decir lo contrario, pero Doña Irma y usted son un caso muy aparte. Ambos se hacen daño mutuamente. Si uno está feliz, el otro sufrirá las consecuencias. No hay un equilibrio, y si continúan así, la próxima vez que lo vea, señor Vega, será en un ataúd y eso no queremos. Lo que tiene que hacer es cerrar este capítulo de su vida y abrir uno nuevo. ¿Cómo deja que fluya? Haga algún deporte o un pasatiempo, sea más sociable y cuide de su salud.

—¿Sabe qué...? Creo que tiene toda la razón. He querido separarme de mi esposa por años, y ahora que lo he logrado, debería estar haciendo una fiesta y no lloriqueando como una nena. Gracias por recordármelo.

Vodevil a astracanadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora