Noche, cielo y huesos

42 4 2
                                    


Hace miles y miles de años un ser extraño caminaba descorazonado en la noche más negra jamás conocida. Para él lo más angustiante era el tormento de sus ojos vacíos bajo esa noche serena. No podían llenarse de nada, aquel cielo imperturbable les condenaba a continuar huecos, frenéticos en búsqueda de un destello, de algo de luz, de cualquier cosa que les permitiese ganar vida.

La marcha continuó, lenta, insípida, como lo era siempre. Y cuando la noche llegaba a su punto más oscuro, confundida entre la espesura de la negritud, la silueta de un árbol deshojado asomó en aquel desértico paisaje. Se clavó en los orificios inertes que ese ser tenía por ojos.

El cuerpo esquelético y torpe se acercó a las raíces gigantes del árbol deshojado. A ese ser inmundo le costaba moverse, no era más que piel y huesos, con cada movimiento crujía y tenía que adoptar posturas imposibles para avanzar a un paso ligero. Inclinó toda su espalda, cada una de sus vertebras se marcó en su piel como si de un puente arqueado se tratase, y dejó caer su cabeza de costado cuando se dispuso a mirar lo que parecía ser una madriguera que había entre las raíces. Aquel agujero solo parecía reflejar el triste cielo de la noche, en él solo había un vacío profundo negro.

El engendro se sentó algo alejado del árbol. Estaba cansado, como aquel paisaje, no sabía en qué momento comenzaba él y en qué punto empezaba la tierra arisca, todo parecía confundirse en un solo ser. El lugar parecía una extensión de su propia alma. Estiró su brazo hacia el horizonte oscuro y vio las falanges de sus dedos. Eran de un blanco tan puro que era imposible que el negro de la noche las hiciera desaparecer de su vista. Y por un momento sus dedos largos pálidos parecían estirar el cielo hacia abajo y se movían como las patas de una araña atrapada en su propia telaraña, intentando escapar de la afilada línea del horizonte. La noche parecía deshacerse y el cielo, arrastrado por la mano del engendro, caía como una gruesa tela negra que lo cubre todo y no deja pasar la luz. De repente la mano se quedó quieta, y en su blancura y deformidad los dedos parecían la silueta de unos árboles retorcidos y moribundos. El ser acercó la mano a las cuencas vacías de sus ojos y giró la cabeza horrorizado por su propia deformidad.

Fue entonces cuando vio en las raíces una mancha blanca moviéndose rápidamente. La mancha pegó un bote y luego se metió corriendo en la madriguera. El ser se levantó a trompicones ayudando a sus piernas a ponerse de pie con los brazos. Se acercó como pudo al árbol y, otra vez, inclinó la cabeza para ver qué había dentro de la madriguera. No vio nada, solo negro. Acercó más sus ojos vacíos al agujero y otra vez no vio nada, solo negro. Estando seguro de que había visto una mancha meterse ahí introdujo su largo brazo esquelético en el agujero. Alargó sus dedos de araña en búsqueda de aquello que se escondía allí. Metió el brazo más adentro, hasta introducir casi el hombro y justo entonces lo tocó. Era algo que parecía imperceptible para el tacto, era tan suave que pasó como un suspiro entre sus dedos amorfos. El engendro apretó la mano para tratar de agarrar bien lo que fuese que estaba ahí dentro y sacarlo pero, otra vez, se le escapó de la mano.

Cansado se sentó apoyado en el árbol. Le pesaban los ojos de tanto vacío y desamparo, le costaba mantenerlos abiertos ya que los párpados eran rocas deseando precipitarse, aun así, en su afán de encontrar con qué llenar esa mirada oscura, conseguía resistir la tentación de ceder al peso. Hacía muchos años que había comenzado a caminar sin rumbo, horrorizado de su propia existencia y deformidad, después de haber sido rechazado por todo aquello que conocía decidió errar por el mundo sin objetivo alguno más que existir en la penumbra.

Allí sentado esperó cada vez más desesperanzado, ya muy cansado para continuar su marcha. Le dolían los huesos, se le clavaban en su piel blanca como niebla. Cuando llevaba un buen rato sentado esperando, empezó a mover las manos contra la arisca tierra, tenía que mantenerse en movimiento para que no le doliese tanto reemprender la marcha después. Empezó a rascar la tierra y la arena fue metiéndose bajo sus uñas, casi todas ya rotas de tanto rascar. De repente con su mano izquierda tocó algo resbaladizo, sus dedos se deslizaron sobre aquello que parecía estar incrustado en el suelo. Giró la cabeza para ver qué era esa cosa y encontró un pequeño rayo de luz débil y blanca, era una piedra preciosa enterrada.

Musgo y SprookjesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora