Capítulo 2

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La quietud era la emperatriz del llano.

Según la leyenda, se suponía que el "parricida condenado" anunciaba su presencia con un silbido. Pero, ni lejos, ni cerca, Juan Cruz había oído su peculiar melodía.

Ni siquiera las vacas emitían mugido, pues aprovechaban la calma y la ausencia de lluvia para dormitar. Juntas formaban una monstruosa mancha más oscura que la noche, que había vuelto a caer.

El vampiro ya se estaba aburriendo de esperar a El Silbón y pensaba que su plan de ponerle un señuelo para atraerlo no estaba funcionando.

Había capturado al peatón—finalmente— usando su infalible "don chamuyero" para que lo acompañara al llano.

Allí encontraría su final. Sino lo asesinaba El Silbón, lo haría él mismo. ¡Se había hartado de beber de su vena carótida todo el día mientras aguardaba! Además, su víctima ya se había adormecido por la pérdida de sangre y la bebida.

"Este tipo es peor compañía que las vacas." Pensó.

Fue en ese momento que se oyó el primer silbido a la distancia.

Supo que no era el ulular del viento, pues la rala vegetación estaba estática, al igual que el agua de los esteros que se habían formado por la reciente tempestad.

Pero los bovinos habían comenzado a despertar y a bramar agitados. El eco de sus cencerros se sumaba al sonido de huesos tintineantes.

Juan Cruz se mantuvo quieto, como una parca figura vestida con atavíos de bruma y de sombra. Vigilante, escrutó el horizonte, allá donde algunas estrellas furtivas guiñaban entre los nubarrones.

Entonces lo vio, y aunque era incapaz de sentir frío y siempre se había considerado valiente, se estremeció.

Aquella figura era humana, pero grotesca. Alargada y curtida. Sus prendas estaban roídas y apenas llegaban a cubrir su piel, dejando extensas zonas pútridas al descubierto, llagas que parecían no cicatrizar nunca. Pero lo que más alarmó al vampiro fue el perro. Nacido de las mismas entrañas del averno, un Tureco demacrado, cuyos ojos refulgían como brasas, gruñía y aullaba, persiguiendo a aquella alma maldecida, que se disponía a llevarse una nueva víctima.

—¡No tan rápido!—advirtió el vampiro, quien había observado con repulsión como El Silbón se inclinaba hacia su víctima recostada sobre la húmeda hierba y extendía su lengua viperina hacia su ombligo, para lamerlo.

Los tenebrosos orbes del aludido eclipsaron los suyos, por vez primera.

Tureco emitió un nuevo aullido y contempló al otro engendro un momento para luego ignorarlo y concentrarse en morder los raquíticos talones de su martirizado "compañero".

Puede que el vampirismo fuera en sí mismo una maldición, pero Juan Cruz no era del interés del can, para su tranquilidad.

Pese a ello, El Silbón no tenía las mismas intenciones que el perro y ofuscado por haber sido interrumpido en medio de sus "siniestras actividades" se lanzó contra el vampiro extendiendo sus zarpas.

El chupasangre profirió un rugido y dejó salir sus puntiagudos colmillos y garras.

Ambos leviatanes se trenzaron en una intrínseca lucha. Pero, mientras El Silbón buscaba desmembrar al vampiro, este último quería tan solo someterlo.

Al final, Juan Cruz cayó al suelo. Más, cuando su oponente estaba a punto de aniquilarlo, el añejo hueso entregado por la bruja, rodó por la turba y como si fuera un amuleto de la buena suerte logró frenar su ataque.

—¡¿Cómo conseguiste esto vampiro?!—inquirió el hijo maldito, liberando a su contrincante. Su voz era afinada y sus palabras se deslizaban de sus labios como el aire, disfrazadas con esta tónica silbante.

El Silbón "Retorno"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora