Me presioné de nuevo la cabeza con los dedos.

—Estoy aquí. —La voz sonó cerca. Tal vez procedía de la puerta, que estaba cerca de la cama. Oírla me tranquilizó. La busqué con la mirada rápidamente.

—Mamá —dije adormilada—. ¿Qué ha pasado?

—Ya te lo ha dicho el médico, un accidente en el instituto. —Su voz era apaciguadora, formal, como la que utilizaba con los estudiantes. Se había acostumbrado tanto a hablar de esa manera que, a veces, se olvidaba de que yo era su hija además de una alumna—. Afortunadamente todo está bien, es decir, tú estás bien. Y según el doctor Richard, el dolor de cabeza se te pasará pronto.

—Eso significa que no hay excusa para librarme de ir a clase mañana, ¿verdad? —Afortunadamente, mi sentido del humor no me había abandonado. Lo había preguntado con la esperanza de que me dieran al menos un día de descanso. Ser la hija de la directora del instituto no era nada fácil. Y si alguien creía que tenía privilegios, estaba muy equivocado. De hecho, tenía más obligaciones.

Escuché su risa suave.

—Exacto. Así que ponte al día, he pedido a los profesores que te envíen por correo las actividades de ayer y de hoy.

—¿Cómo? ¿Pero cuánto tiempo llevo aquí? —Estaba confundida. Ahora entendía por qué me dolía todo el cuerpo y por qué tenía un cardenal en el brazo. Había tenido las vacaciones más largas de mi vida y ni siquiera las había disfrutado. No era justo.

—Dos días. —La voz del doctor Richard resonó en la habitación. De nuevo, todo dio vueltas—. Necesitabas descansar.

Intenté recordar el accidente, pero fui incapaz. No había más que oscuridad. Los recuerdos no existían, se habían perdido en algún lugar de mi cerebro.

—No recuerdo nada —comenté. Tenía la voz ronca—. ¿Por qué no lo recuerdo?

Me molestaba no saber qué había sucedido, que mi mente no pudiera darme una respuesta. Me sentía como el abuelo de Cara, que olvidaba las cosas más simples, como, por ejemplo, que se había puesto las gafas en la cabeza o dónde había estado el fin de semana. Era abrumador. Simplemente necesitaba crear una imagen con lo poco que el doctor Richard y mi madre me habían dicho, y resultaba muy frustrante.

—Lo harás en su debido momento, Hannah. Los recuerdos no mueren ni se ocultan para siempre —respondió con seguridad. Tuve la sensación de que lo decía con una sonrisa. Tal vez me estaba poniendo un poco paranoica, pero es que me asustaba no recordar el accidente, y el martilleo constante en mi cabeza me atormentaba—. Ahora necesitas descansar.

—¿Todavía más?

No quería volver a dormir, ni tampoco estar en la cama. Quería levantarme y salir corriendo, hacer algo.

—Lo que sea necesario —dijo mi madre, firme.

—Tu madre tiene razón, necesitas descansar y recuperar fuerzas. Eres una chica sana. El dolor cesará pronto y los recuerdos volverán tarde o temprano. Solo estás en shock. —La cálida voz del doctor llenó la habitación y, de algún modo, empecé a confiar en él. Mi madre parecía hacerlo.

Asentí ligeramente. Su sonrisa, tan serena y pura, me inspiraba seguridad. Era un hombre corpulento, la bata blanca se ajustaba a su cuerpo fornido de modo que un par de botones parecían estar a punto de salir disparados. Sus ojos se veían cansados; había manchas oscuras debajo de aquellas canicas grises que dejaban entrever su edad y su experiencia. Tenía el cabello más canoso que había visto en mi vida. Cuando los rayos del sol se filtraban por la ventana y caían sobre él, creaban la sensación de un cabello plateado brillante, como el de un anciano. Seguro que había estado en situaciones mucho peores y yo estaba quejándome por un simple dolor de cabeza.

¿Quién mató a Alex? El misterio que nos uneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora