III

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Tres meses y medio más tarde, el ex profesor de matemáticas esperaba la llegada de su abogado en la sala de visitas de la prisión provincial. En las últimas semanas, se había entrevistado con el letrado cada pocos días. Dadas las circunstancias y todo lo que estaba ocurriendo, era lo más lógico. Los acontecimientos se habían acelerado en de una manera que ninguno de ellos podía haber previsto. Tanto, que Romualdo sentía una confortable seguridad, resguardado, al menos de momento, por la rutina, la tranquilidad y los muros con alambre de espino y cámaras de vigilancia de la prisión.

Paseó la mirada por la estancia. Era amplia y desangelada, de techos altos y lámparas halógenas protegidas por rejillas entre las que se acumulaban las telarañas y los cadáveres de las moscas. Varias mesas metálicas atornilladas al suelo, cada una rodeada de cuatro pequeños taburetes también atornillados, constituían todo el mobiliario de la sala. Las paredes, de un color mostaza sucio y resquebrajado, estaban completamente desnudas. A un lado, una pesada verja desde el suelo al techo, con una sección corrediza, los separaba del mundo exterior tras varios pasillos y controles enrejados. Al otro lado, unas ventanas altas y rectangulares dejaban pasar la poca luz del sol que era capaz de atravesar la triple barrera de gruesos barrotes, malla metálica y cristal doble cubierto de polvo.

Sólo otras dos de las mesas estaban ocupadas, en extremos opuestos de la sala. En una un tipo viejo y barbudo hablaba con amplios ademanes de las manos con una mujer joven, probablemente un familiar. La chica mantenía una expresión impertérrita antes las explicaciones del viejo convicto. En la otra, un joven recluso charlaba en voz baja con una mujer, presumiblemente su pareja. Sus manos se enlazaban por debajo de la mesa y los susurros, inaudibles, tenían un inequívoco aire de romanticismo cutre y deslavazado. Probablemente estarán planeando su próximo vis-a-vis, pensó Romualdo.

Junto a los barrotes de la entrada, montaba guardia Emilia. El cabello rubio sucio, peinado en una apretada cola de caballo, adusta y sólida en su uniforme azul marino, la porra de caucho y la pistola eléctrica ostensiblemente visibles en el cinturón. Emilia era una de las pocas vigilantes femeninas de la prisión. Montaba guardia en el comedor y en la sala de visitas; nunca entraba en el ala donde estaban las celdas de los reclusos. Con su estatura y su envergadura, tenía el aspecto de una valquiria capaz de descabezar a un hombre de un guantazo. Y probablemente lo haría si así lo consideraba necesario. Pero Romualdo sabía que bajo ese aspecto de vikinga implacable se escondía una mujer llena de amabilidad y comprensión. Al menos esa había sido su impresión tras el breve y ocasional trato que había tenido con ella desde que ingresó en prisión.

Con un chasquido metálico y un zumbido eléctrico, la verja de entrada a la sala de visitas se corrió a un lado, justo el espacio que permitía pasar a una persona. Un hombre de traje color beige claro atravesó la apertura provisional. Venía acompañado de un vigilante de prisiones uniformado, que se quedó junto a la entrada. Emilia acompañó al hombre del traje hasta la mesa en la que esperaba Romualdo. Después se alejó y volvió a su puesto de guardia.

—Profesor Tamal —saludó el hombre del traje al sentarse.

—Abogado Villares —replicó Romualdo.

Fermín Villares era un hombre joven, apenas acababa de sobrepasar la treintena. Moreno, de pelo alborotado y piel oscura, siempre vestía impecables trajes coloridos y portaba un gastado maletín de cuero marrón. Fue el abogado de oficio adjudicado por el Estado para la defensa de Romualdo Tamal. Aunque debido al revuelo mediático que el caso del profesor de matemáticas había causado, Fermín estaba considerando abrir su propio bufete. La defensa del acusado le estaba brindando una fama y un prestigio que nunca imaginó. Al menos eso le confesó a Romualdo en su anterior visita.

El abogado puso el maletín sobre la mesa, lo abrió, extrajo un manojo de documentos y los colocó frente a Romualdo.

—Estas son las resoluciones del tribunal supremo y del tribunal europeo de los derechos humanos, que revocan la resolución inicial de la audiencia provincial —dijo.

EL ASESINATO DE LA SEÑORA GARCÍAWhere stories live. Discover now