Nunca fue, sin embargo, un docente vocacional. Tratar de inculcar un mínimo de conocimientos algebraicos en las duras molleras de sus alumnos se convirtió pronto en una tarea ardua y llena de insatisfacciones. Por fortuna, cada año parecía que el nivel de sus alumnos era más y más deficiente. Acabó enseñándole a sus alumnos conceptos que el recordaba haber estudiado en sus tiempos de instituto. Eso hacía que las clases fuesen cada vez más fáciles. Más fáciles, más aburridas y más faltas de interés.

Sus únicos momentos de pasión intelectual eran los proyectos que llevaban a cabo en el departamento de la facultad. Presentar los pírricos datos, obtenidos tras arduo trabajo, en congresos internacionales. Compartir la diminuta porción de conocimiento extraído con otros enamorados de los números. Aunque en los últimos años, por culpa de los incesantes recortes de presupuesto, esos momentos eran cada vez menos numerosos y más distanciados en el tiempo. Al menos la vida de profesor en una pequeña universidad de provincias era tranquila, segura y exenta de sobresaltos. No obstante, a veces echaba de menos una cierta excitación, una imprecisa aventura que no estaba seguro de poder definir, y ni siquiera de realmente desear.  

Lloró de emoción y envidia cuando Andrew Wiles consiguió por fin, tras siglos de esfuerzos, resolver el último teorema de Fermat. Durante meses acarició la más voluptuosa de sus fantasías. Si él consiguiera realizar una proeza tal, sería maravilloso. Él, Romualdo Tamal, anónimo profesor de matemáticas, conseguía resolver uno de los grandes problemas pendientes de las matemáticas. Durante un tiempo jugueteo con la hipótesis de Riemann o con la conjetura de Poincaré. Por supuesto, no consiguió avanzar ni un solo paso. Pero la fantasía ya nunca le abandonó. Fueron muchas las noches solitarias en las que conseguía conciliar el sueño fantaseando que la fama y la gloria llamaban a su puerta.

Entonces ocurrió lo inesperado. Por una de esas serendipias de probabilidad casi cero, las circunstancias confluyeron en la conjunción perfecta. El ordenador cuántico y el primer radiante. Por fin, una contribución significativa al área del saber a la que había dedicado toda su vida. Que su nombre pasase a la historia era una posibilidad real que empezaba a acariciar con la punta de los dedos.

Los resultados del primer análisis fueron tan sorprendentes que Romualdo y los miembros de su departamento tardaron varios días en comprender que es lo que tenían entre las manos.

Cuando por fin lo comprendieron, tuvieron que admitir que los datos no eran sólo sorprendentes. Eran devastadores.

La belleza de la ciencia pura había desplegado sus magníficas alas con toda su plenitud. Pero esa belleza resultó ser tan pasmosa como aterradora. Pues sobre sus hombros había caído la más grande responsabilidad que jamás pudiera concebirse.   

Todos estuvieron de acuerdo, habían realizado el descubrimiento del siglo, era innegable. Probablemente el mayor descubrimiento de la historia, sí. Pero el precio a pagar era terrible. Lo peor de todo es que nadie más podía hacerlo. No había tiempo para nada más. Para nadie más. El plazo se acababa ese día a las tres de la tarde. Como cabeza administrativa y único catedrático del departamento, Romualdo había asumido la responsabilidad de llevarlo a cabo. Él se encargaría. Él lo haría. Con sus propias manos.

Por el bien del mundo, mataría a la señora García.

¡Malditos sean Hari Seldon y su maldita psicohistoria!

Por fin la anciana decidió que la ración de sol había sido suficiente por aquel día. Se levantó despacio, con cierto esfuerzo, y echó a caminar con pasitos cortos hacia la salida del parque. Romualdo la siguió tratando de disimular al máximo posible.

La parsimoniosa persecución duró casi tres cuartos de hora. La anciana caminaba con lentitud, apoyándose en un bastón de madera oscura. Romualdo se paraba aquí y allá simulando mirar un escaparate o atarse el cordón de un zapato. De vez en cuando, alguien lo miraba, y el terror lo invadía al pensar que habían descubierto su acecho a la pobre anciana. El sudor le corría a raudales por la espalda y un molesto ardor de estómago empezaba a hervirle en las entrañas.

EL ASESINATO DE LA SEÑORA GARCÍADonde viven las historias. Descúbrelo ahora