—¡Dios! —musitó Joaquín—. ¡Si la hoja con que lo hirieron estaba impregnada de veneno negro no habrá mucho que podamos hacer! —Ninguno de nosotros le preguntamos nada sobre sus palabras. Ya nos imaginábamos lo que ocurriría.

—¡Rigoberto, no te hagas el interesante ahora, no cuando estamos a punto de ganar el juego! —exclamó Estrella con rabia, sin poder contener sus lágrimas—. ¡Siempre tienes que joderme la vida, siempre tienes que desequilibrar mis emociones! ¿Cómo te atreves, enlamado irreverente? ¿Cómo? —Con sus manos masajeaba la espalda de Rigo como si esperase que con ello recobrara su salud—. ¡Dijiste que me ayudarías a darle una lección a Bobby! ¿Crees que podrás hacerlo en este estúpido estado?¡Dijiste que... estarías aquí... con nosotros, con tu hermano... conmigo! —La voz se le volvió a quebrar—. ¡Así que ni se te ocurra morirte, ¿me estás oyendo?, o te juro que te mato!

Rigo pareció esbozar una queda sonrisa aún entre su suplicio, pero al cabo de unos segundos lanzó un horrífico gemido que la desvaneció.

Joaquín levantó la cabeza y se dirigió a Ric y a mí, diciéndonos:

—Al fondo de la capilla, a mano derecha del ábside, está la cubierta de mármol de la cripta, levántenla y bajen. Busquen entre los sarcófagos más antiguos a Briamzaius. Liberen su cuerpo lo más rápido posible. Bastará con destapar su féretro y retirar las mantas que lo ocultan para ganar la contienda. Aún si han pasado más de dos siglos el cadáver estará intacto, y las mantas que lo envuelven estarán húmedas.

—Defíneme «intacto» —exigió Ric frunciendo el ceño—, ¿te refieres a que solo lo encontraremos quemado y no en huesos? Se supone que el Liberante murió en llamas.

—Más bien me refiero a que su cuerpo estará íntegro —explicó Joaquín, asperjando agua bendita sobre nuestras cabezas—. Las llamas negras de Ananziel mataron su espíritu, mas su cuerpo jamás resultó afectado.

—¡Pero eso es absurdo! —dijo Ric con incredulidad— ¡Nadie que se quema resulta con el cuerpo intacto! ¡Mínimo debería de estar achicharrado!

—Su naturaleza no es como la nuestra —respondió el muchacho castaño con un atisbo de opacidad en sus ojos—. Ahora vayan por él o la trompeta sonará sin haber conseguido nuestro quehacer. Estrella y yo nos ocuparemos de Rigo.

—¿Se salvará? —pregunté nerviosa.

Me era imposible esconder mi mortificación. Era cierto que de ganar el juego nuestros padres resucitarían, o al menos tal creencia era la que me mantenía a flote, pero no así ocurriría con Rigo si él no lograba vencer a la muerte. Estrella miró a Joaquín con compunción, esperando una respuesta esperanzadora. Pero él no la tuvo:

—Trataré de mantenerlo con vida hasta que el juego haya terminado.

Mi pecho trepidó. Tragando saliva miré hacia atrás y vi con cuán ahínco rezaba su hermanito, arrodillado sobre la imagen del santo. ¡Rigo no podía morir! Miré hacia adelante y vi a Estrella con un gesto desvencijado, Joaquín con una expresión de culpabilidad y Ric con una seriedad absoluta.

—Trata de mantenerlo con vida no solo hasta que el juego concluya —le encargó Ric al seminarista.

—Andando, Excimiente, Guardián —nos urgió Joaquín antes de volverse hasta el muchacho herido. Miré hacia la puerta principal y noté que de un momento a otro los ruidos de afuera se habían apagado. —Ningún demonio o ser entregado a él puede atravesar las puertas de una iglesia santificada. No nos ocurrirá nada aquí dentro. Al menos nada relacionado con ellos. Excimiente, no tengas miedo. Vayan, que el tiempo apremia.

Ric me tomó del brazo y me condujo hasta donde nos había enviado Joaquín. Bordeamos las bancas y apuramos el paso. Al doblar a mano diestra nos encontramos con la cubierta de mármol que se nos había referido con anterioridad.

MORTUSERMO: EL JUEGO DE LOS ESPÍRITUS ©Where stories live. Discover now