El ocaso de tus días

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Hace de noche, las cortinas están cerradas y no se ve nada, todo está tan oscuro, tan silencioso que siento que mi corazón se va a salir por mi garganta, tengo sudadas las manos y eso me da asco, mi chaqueta está mojada y estoy tiritando del frío.

Nada se escucha, nada se mueve, nada de nada.

Me levanto del suelo y enciendo el televisor, bajo el volumen a las malas y me pongo a ver una de las grabaciones que Juan consiguió en el viaje a La Candelaria: son tan solo conjunto de luces y sombras, algunos rostros esperanzados, unas mujeres llorando mientras sonríen, el desolado paisaje de las calles medio vacías, alguna que otra paloma y unas cuantas personas caminando.

Me acostumbré a ver esa grabación porque me recuerda los buenos tiempos, ahí yo no parezco tan sucio, ni tan malhumorado, corro como el viento para tener el mejor puesto para ver el atardecer. Increíble pensar que eso fue hace casi nueve años cuando la guerra no tocaba a las puertas de los campesinos, vivíamos en la edad dorada de las exportaciones y nos permitimos tener fe.

Yo también tuve fe.

Juan se levanta también del suelo, está mugriento de grasa y hollín, sus ojos oscuros se ven muertos, sin brillo, su cabello medio achicharrado, unos mechones acendrados aún conservan su tono. Me sonríe sin ganas y se va un momento a la cocina, dice que va a revisar una de las ventanas por si ellos vienen, pero sé que no es así.

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Juan es mi mejor amigo, juntos salimos todas las tardes a la cinco a comprar helados en donde doña Marquesa, jugamos a ver quién se lo acaba de primeras, nos recostamos en las farolas a hablar mientras los chicos del parque echan un partido de basket, gritan y nosotros nos burlamos.

Juan es mi mejor amigo.
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Él vuelve más pronto de lo que esperaba, anda cabizbajo pero al llegar a mi lado alza su mirada, por un momento se concentra en el espejo que hay de fondo, por el pasillo, voltea y tose para llamar mi atención.

No escucho lo que dice, lentamente pongo mi mano sobre mi bolsillo, yo no quiero verle a los ojos, siempre han sido como dos ventanas límpidas, un poco inocentes:

-Carlos, creo que con otros dos días que nos desaparezcamos dejarán... -

Veo como sale vaho de mi boca al exhalar, mi mano se entumece y tiembla ligeramente, el aroma podrido se acenta en mi nariz. Juan hace el ademán de dejar caer su mano en mi hombro, respiro, saco la pistola y le disparo a quemarropa.

Un golpe seco, la sangre mancha las losas, escucho un susurro inteligible, desesperado, suspiro y una lágrima se desliza sin control, por un momento no puedo respirar y veo mi reflejo a lo lejos en el espejo del pasillo, se deforma, se transfigura en algo horrible, siento náuseas al verlo, apunto el cañón hacia mi sien, jalo del gatillo.

Después nada.

Hiperión y la estrella polarWhere stories live. Discover now